Sobran letras para martirizar Filipinas

Sobran letras para martirizar Filipinas

El tifón Yolanda fue de intensidad cinco y el más potente del que se tiene constancia en la historia, nunca antes una tormenta tropical había tocado tierra a más de 300 km/h. El huracán Katrina que arrasó el sureste de EEUU fue también de intensidad cinco y no fue de tal magnitud.

ACCIÓN CONTRA EL HAMBRE/DANIEL BURGUI

Al 2013 le falta mes y medio para terminar y en Filipinas ya no quedan letras para describir lo que se les ha venido encima. Literalmente. El tifón con mayor intensidad jamás registrado no se llama aquí Yolanda por capricho. A cada tormenta tropical que estruja cada año este archipiélago se le bautiza con un nombre siguiendo un estricto orden alfabético. Hace dos meses el tifón Pablo azotó las Islas Filipinas, en este periodo de sesenta y un días, se han gastado en nomenclaturas todas las letras que van desde la P a la Y. Esta semana también les visitó el Zoraida. Y ha sido el acabose.

Y también, dicen los reporteros en un acto de vagueza por nuestro oficio: "Esto es indescriptible". Y lo es, porque hemos manoseado tanto las palabras devastación, catástrofe, tragedia y nos gustan tanto las metáforas cinematográficas y bíblicas, que todo hoy es un inmenso, estéril y vasto lugar común de las palabras. ¿Hay muchos muertos? ¿Son 10.000? ¿Se parece al Tsunami o a Fukushima?

Taclobán es el lugar desde el que mis colegas reporteros les envían hasta sus casas postales estos días desde lo que podría ser el fin del mundo. Una amalgama de desgracias. Y todo eso llega por los cinco sentidos: la bahía de Cancabato no tiene brisa, tiene hedor. Cuando sopla el viento en esta boca marítima es mejor taparse la nariz. Frente al Ayuntamiento y la línea de costa, en un parque aguardan 200 cadáveres en bolsas de plástico. Un pequeño hombre con mascarilla y cierta tranquilidad, pinta un dibujo de trazo casi infantil: la casa en la que está, el árbol como referencia y cuadraditos que simbolizan cuerpos. Su tarea es identificarlos. Pero no es la prioridad ahora mismo. Lo importante es el agua y la comida.

El aeropuerto Daniel Z. Romualdez ha perdido todos sus pomposos apellidos, y se ha abreviado a Daniel Z. El resto del cartel se ha desplomado. Solo dos focos iluminan la terminal. Sobre el tejado, descansan unos amasijos de hierro: escaleras para pasajeros retorcidas sobre sí mismas. Y la torre de control mira a la bahía con la nostalgia de la soledad de esos faros del fin del mundo de Noruega o Ushuaia. Enclenque y desconchada, con coches volcados a su alrededor y árboles arrancados de cuajo. Un millar de personas rodean la torre tratando de entrar al aeropuerto. También huele a orines y podredumbre.

Por la noche, los controladores y militares, avanzan con linterna y frontales por las escaleras del que era el octavo aeropuerto más importante del país. Suben a tientas por las escaleras. Se ven sus luces zigzaguear como las de los mineros. Y esos son los hombres que deberán indicarle al piloto como sea, que aterrice allí. Esta es la infraestructura que le recibe a uno al llegar. Apenas parece una linterna en el horizonte. No hay luz en toda la ciudad, solo el Ayuntamiento tiene algo de electricidad. Lo demás, es la más absoluta oscuridad y ceguera.

La pista de aterrizaje es un estruendo. Un rugir marcial y ensordecedor, pero que alivia los ánimos: es el trajín de los aviones militares y helicópteros que evacúan familias afectadas y traen ayuda humanitaria.

La terminal dista solo 11 kilómetros del centro de la ciudad. Pero se tarda más de 45 minutos, mínimo, en recorrerlos. En el primer tramo, más de dos metros de escombro se apilan a cada lado de la carretera, una de las pocas limpias. Llevar un antiguo mapa de Taclobán es inútil, la mayoría de las calles ya no existen: están anegadas. En el arcén los vecinos ponen nuevos cadáveres. Aunque el Gobierno los recoge, aparecen más en poco tiempo. Los cubren y hacen lo que pueden. La orografía de este lugar, al tacto, es un papel arrugado con gran rabia. Ese es el nuevo skyline de Taclobán. La llegada al Ayuntamiento la indica ahora como un hito una lancha de la policía sobre una glorieta. Y la montaña que se ve al horizonte está pelada, arrasada como por un incendio, resisten enormes cocoteros desmochados y peinados al contrapelo.

Eso es Taclobán. Es descriptible, no se engañen, pero abrumador. Leerán en las crónicas de los periódicos también dos cosas que son ciertas, sí, pero que no hacen justicia a la realidad: que ha habido saqueos y ataques y que la ayuda está tardando mucho en llegar.

El tifón Yolanda fue de intensidad cinco y el más potente del que se tiene constancia en la historia, nunca antes una tormenta tropical había tocado tierra a más de 300 km/h. El huracán Katrina que arrasó el sureste de EEUU fue también de intensidad cinco y no fue de tal magnitud. El propio ejército de una de las naciones más desarrolladas tardó casi una semana en organizar la ayuda. Y dar una respuesta. Aquí, Filipinas, un país en vías de desarrollo está haciendo lo que puede en un puñado de islas, archipiélagos desmenuzados y de muy difícil acceso. Remotos. Los periodistas que han venido aquí lo saben. De hecho, de otras zonas afectadas no se tienen muchas noticias. Algunas pequeñas islas han desaparecido literalmente del mapa: sumergidas hasta en un 90% de su superficie. ¿Puedes ustedes hacerse cargo de semejante situación?

Pues bien, la ayuda está aquí y está llegando. A pesar de que en este lugar no hay nada.

Pero se necesita absolutamente todo para una población afectada de más de nueve millones y medio de personas. La WFP (Programa Mundial de Alimentos de la ONU) ha conseguido un hangar seguro en el que almacenar cientos de toneladas de comida, agua y otros ítems. La propia secretaria de estado para Asuntos Sociales, Corazón Juliano Soliman, una mujer pequeñita y rechoncha estaba ayer entre los sacos de arroz confundida como otra voluntaria. Se está distribuyendo actualmente arroz en un radio de 30km en vehículos militares. Pero hay poca agua. Y arroz sin agua, mal es de comer. Desde España, Acción contra el Hambre ha enviado ya 102 toneladas de ayuda -no sólo comida- y esperamos llegar hasta las 150. En breve estarán siendo despachadas desde ese hangar.

En este almacén, decenas de vecinos de Taclobán trabajan como voluntarios a cambio de comida. Se despacha desde aquí a las municipalidades y se sigue un proceso tranquilo y sosegado. Las propias víctimas empleadas en un trabajo vecinal de dimensiones mastodónticas.

Para los que no están acostumbrados este tipo de eventos, comprenderán que se pueden poner miles de toneladas de comida en cualquier lugar o plantar un camión en mitad de una plaza y distribuir alimento a las bravas. Hace unos días el Gobierno intentó algo así y murieron ocho personas aplastadas. Algunas decisiones del Gobierno eso sí, son ridículas, como el toque de queda: cómo no van a estar en calle si no hay otro sitio en el que estar. Apenas quedan casas en pie.

Sobre la violencia y los asaltos, sin duda los hubo. Pero fueron tiendas, supermercados y almacenes. Todo el mundo aquí lo dice: no es rapiña y pillaje es necesidad. Y ayer había estampas que noqueaban la conciencia: centenares de personas hacían cola pacientemente, después de casi una semana sin comer, frente al estadio y centro de convenciones reconvertido en centro de evacuación. Una fila larguísima, ordenada. El carácter de este pueblo está hecho de otra pasta. Les dicen el Cuba del pacífico, quizás tienen algo de esa paciencia caribeña y menos histeria que nosotros. Es admirable.

Y ayer brillaba el sol, todo olía a podrido pero empezaba a haber algunos síntomas de normalidad: el primer autobús de pasajeros de línea regular, unas personas matando un cochinillo y ofreciéndolo en la calle. En cualquier caso, se tardarán años en limpiar la zona.

Solo este agotamiento de las letras, de la A a la Z de los tifones, puede explicar en cierta medida la actitud de los habitantes de Taclobán: están enteros, sonríen, son educados y amables, y no desisten en hacer algo, lo que sea por mejorar su situación. Muchos han perdido absolutamente todo y muchos siguen sin saber donde están sus familiares. Hay muchos menores desacompañados. Sin familiares vivos.

Desde Acción contra el Hambre en Filipinas, España y Francia se han movilizado cientos de toneladas de ayuda humanitaria, que junto a otros equipos harán esto más llevadero. Pero se necesita mucho más. Nadie en la historia, jamás, había visto nada parecido. Pero el problema de las letras, de las palabras y de las imágenes es que se desgastan rápido. Se usan y se tiran. En enero la ruleta del abecedario volverá a empezar.

Daniel Burgui es periodista de Acción contra el Hambre | www.accioncontraelhambre.org | Tel: +34 900 100 822.