Lohengrin, de Wagner: Luz y luto en el Teatro Real
Un radiante luto se adueñó del Teatro Real este jueves. Sobre el escenario, Lohengrin, la última ópera romántica de Richard Wagner. En las butacas, un público entusiasta que recibió con vítores el estreno y ovacionó a su director musical, el muy germano Hartmut Haenchen, incluso antes de que empezase el último acto. En el aire de la sala convivieron la envolvente potencia de Wagner con el vacío por la muerte el mes pasado de Gerard Mortier, el que fuera máximo responsable artístico del coliseo madrileño.
Un radiante luto se adueñó del Teatro Real este jueves.
Sobre el escenario, Lohengrin, la última ópera romántica de Richard Wagner. En las butacas, un público entusiasta que recibió con vítores el estreno y ovacionó a su director musical, el muy germano Hartmut Haenchen, incluso antes de que empezase el último acto. En el aire de la sala convivieron la envolvente potencia de Wagner con el vacío por la muerte el mes pasado de Gerard Mortier, el que fuera máximo responsable artístico del coliseo madrileño.
Una majestuosa gruta alberga la acción. A veces, parece una catedral. Otras, un purgatorio. Siempre tejida con los mimbres de una puesta en escena sobria pero efectiva. El Lohengrin de Wagner no es, en esta ocasión, un pretexto para desplegar una representación gamberra, de las que también gustaban a Mortier. Ni la escenografía redefine el drama ni se añaden pasajes, como ocurrió con Alceste, de Gluck, cuyo paso por el Real hace unas semanas no será recordado con nostalgia.
Mortier quería para esta ocasión un Lohengrin fiel a sí mismo y pegado a la piel de Wagner, y el resultado sobrecogió al auditorio. Lohengrin comienza con un juicio por el honor de Elsa de Bravante (Catherine Naglestad) mientras el rey Heinrich se prepara para una campaña militar contra el ejército húngaro. Sin embargo, pronto se convierte en una gran tragedia donde casi nadie se salva.
La obra de Wagner, estrenada en 1850, es una gran pregunta sobre el amor incondicional. ¿Es posible amar a un perfecto desconocido? ¿Hasta dónde es conveniente saber? ¿Puede la sinceridad matar una relación? Y al revés: ¿cómo de pesada es la carga de no poder compartir un secreto? ¿Cómo de dañina es esa soledad? Pero Lohengrin es mucho más, también una pelea constante entre la religión y la magia, el honor y los intereses propios.
LA MAGIA DE LA ORQUESTA
Un puntero se enciende en el foso al comienzo de la representación. Mientras el público apuraba sus últimos cuchicheos, el director musical ya estaba allí, moviendo una batuta con un puntero luminoso en medio de una sala completamente a oscuras. No hubo ni saludos ni aplausos previos para un comienzo íntimo que fue in crescendo de la mano de una orquesta de 123 músicos y un coro de 92. Haenchen dirigió a los músicos del foso, pero también a las trompetas del escenario o los músicos fuera de él. El órgano, que envolvió la sala, hizo que el sonido llegara al espectador casi por cualquier sitio.
Todo esto sin que el director alemán se inmutase lo más mínimo, o sudase pese al esfuerzo intelectual y físico que supone dirigir una representación así durante 3 horas y 45 minutos. La orquesta funcionó como un reloj y consiguió desplegar una gran paleta de sonidos que se fundieron con un reparto muy efectivo. En él destacan la lírica de Naglestad, en el papel de Elsa, la corrección de Christopher Ventris en el de Lohengrin y la autoridad y solvencia del rey Heinrich, interpretado por Franz Hawlata. La mala, malísima Deborah Polaski, en el papel de la cizañera Ortrud, es profundamente desestabilizadora, como corresponde.
Especialmente emotivos son la llegada del cisne que transporta al héroe, un caballero del que se desconoce su pasado, pero que se convierte en trending topic entre los lugareños tras vencer en un duelo al villano que había acusado a Elsa, con quien se casaría. "Nunca necesitarás saber mi nombre, ni de dónde procedo, ni mi estirpe", le dice el caballero sin Facebook ni perfil en Linkedin.
El elenco y la orquesta hacen justicia a los momentos más célebres, como el preludio del tercer acto, el aria final In fernem Land o la marcha nupcial que cada fin de semana suena en miles de bodas.
Lohengrin es, ante todo, un digno adiós al desaparecido intendente belga, al que los trabajadores del teatro y el público de Madrid le rindieron homenaje en otro acto el miércoles.
"Existe una felicidad que no se paga con dolor", dice en un momento Elsa. Pese a la tristeza absoluta de la obra, el estreno probablemente hubiera arrancado una sonrisa a Mortier.