Largos veranos de no pasar nada
Los veranos auténticos -como casi todo- eran los de nuestra infancia. Las imágenes que llegaban a través de la televisión, única y omnipresente ventana al mundo, eran las de los esforzados ciclistas del Tour, las de la programación estival de turno y, cada cuatro años, las de los míticos deportistas olímpicos.
Los veranos auténticos -como casi todo- eran los de nuestra infancia. Entonces el tiempo parecía no existir y los días transcurrían poco a poco como si fuera no ocurriera nada. Las imágenes que llegaban a través de la televisión, única y omnipresente ventana al mundo, eran las de los esforzados ciclistas del Tour, las de la programación estival de turno y, cada cuatro años, las de los míticos deportistas olímpicos, como ahora. Muy de vez en cuando surgía algún acontecimiento que acaparaba la atención. Recuerdo bien aquel agosto en el que falleció Pablo VI y el cónclave se reunió para elegir a Juan Pablo I, el breve. Ahí aprendí lo que era la fumata blanca.
Pero resulta que sí pasaban cosas. Nunca olvidaré el sonido seco de la bomba que mató a 12 guardias civiles en la plaza de la República Dominicana de Madrid, cerca de mi casa. Era el 14 de julio de 1986. A ETA, desgraciadamente, también le gustaba el verano. Durante muchos años cometió diversos atentados en torno a esa misma fecha, incluido el asesinato de Miguel Ángel Blanco, en 1997, aquella tarde en la que toda España estuvo en vilo esperando que no se confirmara la fatídica sentencia de muerte y que marcó un punto de inflexión en el futuro de la banda terrorista. Y hace unos días recordábamos el aniversario de su último ataque con víctimas mortales, en julio de 2009.
Los caprichos de la naturaleza ocupan otro capítulo importante de los "sucesos" estivales. En mi memoria permanecen la riada que arrasó en el 96 el camping de Biescas -pueblo para mí ligado a tan buenos momentos de invierno-, y la furia del Katrina, que asoló Nueva Orleans en 2005; pero también las imágenes de tremendas inundaciones (Pakistán, Centroeuropa, Reino Unido) e implacables incendios (Rusia, Australia, California, la propia España, sin ir más lejos). No es que hubiera necesariamente más que en otras épocas del año, pero en medio del letargo estival parecían sonar con más intensidad.
Y los sobresaltos internacionales, claro. Un lejano 2 de agosto de 1990 comenzó la invasión de Kuwait ordenada por Sadam Hussein, preludio de una guerra cuyas consecuencias llegan hasta nuestros días. Más recientemente, la guerra del Líbano ocupó buena parte de nuestra atención en el verano de 2006, al resucitar fantasmas que parecían haber sido conjurados hacía tiempo. Y en el de 2008 se descongeló temporalmente el conflicto entre Georgia y Rusia a cuenta de Osetia del Sur y Abjasia, con una guerra que provocó el desplazamiento de más de 150.000 personas y un número de muertos difícil de determinar.
Luego estalló la crisis y ya no ha habido nada más. Bueno, casi. El verano de 2010 la Roja nos dio la tremenda satisfacción de ganar el Mundial de fútbol que, al igual que el triunfo en la Eurocopa de este año, nos permitió recuperar brevemente la alegría y la confianza en nosotros mismos.
Cuando ya enfilamos la segunda mitad de agosto, ¿qué sorpresa nos deparará el final del estío?: ¿el rescate total a España?, ¿la salida de Grecia del euro?, ¿el batacazo definitivo de la economía mundial? ¿o el de la europea?, ¿tal vez un ataque de Israel a Irán? En este atípico 2012, mi sensación es que tenemos una capacidad limitada para asimilar malas noticias. Así que sólo nos queda esperar que, pase lo pase, lo deje para septiembre.