Demolición
Ya dijo Unamuno que "en España falta ambición y sobra codicia". Cualquier idea sobre cómo dejar de lado la codicia para recuperar la ambición de ser una sociedad moderna, sólida, solidaria y moral será bien recibida.
Uno de los libros que más me impresionaron en su momento fue Liquidación, una breve novela del Nobel húngaro Imre Kertész. Narra en ella de manera descarnada, directa, sin asideros, el absoluto desvalimiento en que queda el hombre cuando se desmorona el sistema de principios morales sobre los que había cimentado su existencia -la acción se desarrolla en la Hungría postcomunista-; cuando surge la duda absoluta sobre si será posible recuperar la fe en el ser humano.
El recuerdo de Liquidación -salvando todas las distancias- me ha venido insistentemente a la cabeza al leer Todo lo que era sólido (Seix Barral, 2013), el último ensayo de Antonio Muñoz Molina, nuestro nuevo y flamante Príncipe de Asturias de las Letras. Una descripción implacable de la borrachera de despilfarro y codicia que invadió España en los últimos veinte años y un recuento de algunos de los mejores ejemplos de hasta dónde puede llegar la estupidez humana.
Sospecho que será un relato compartido por muchos españoles que hemos visto la transformación de este país, para lo bueno, y también para lo malo, con la sorpresa de una evolución que, pensábamos, no nos correspondía. Ese paso del país modesto, tímido al reincorporase al mundo, trabajador, ilusionado por el futuro hacia una sociedad de nuevos ricos, prepotente, arrogante en la mala educación y el mal gusto y convencida de que el destino nos debía este éxito. Es la historia de la demolición del edificio que podíamos haber construido entre todos y que no fue. "Todo lo que era sólido se desmorona en el aire".
Con esa cuidada sencillez y precisión del lenguaje que le caracteriza, Muñoz Molina va haciendo un repaso a todo lo que sucumbió ante el dinero fácil y el poder que llevaba consigo: los políticos, los medios, la izquierda, la fiesta, la falta de autocrítica, el paisaje, el respeto por el pasado y por el medio ambiente, las ideas...
Uno de los capítulos tal vez menos brillantes literariamente, pero sí más apabullante, es el que enumera las noticias sobre el número de viviendas y campos de golf aprobados o en vías de construcción entre 2006 y 2007; noticias que día a día íbamos leyendo como un goteo, pero que puestas en fila representan un monumento al sinsentido de la avaricia cortoplacista. Ahora bien, como cuenta el autor, nadie, o casi nadie, quería verlo.
En su relato, Muñoz Molina trata de tomar la distancia del que observa desde fuera, tanto física -por sus largas estancias en el extranjero- como intelectualmente -con la lucidez del que no debe nada a nadie-. Rezuma, sin embargo, un cierto grado de amargura, tal vez porque la lucidez no fue capaz de paliar el desastre; de desesperanza ante la incapacidad de los españoles de tomar el rumbo correcto de la Historia; incluso de resentimiento porque incluso los que podía haber considerado los suyos quedaron abducidos por el tsunami que lo arrasó todo.
Es verdad que una de las primeras víctimas de la burbuja de prosperidad fue el deseo de saber, de entender lo que ocurría y de poder reaccionar. Pero no es un fenómeno nuevo. En 1996, Diego Hidalgo publicó El futuro de España (Taurus, 1996), un ensayo prospectivo sobre los efectos de la incipiente globalización en el mundo, que recoge un profundo análisis sobre los problemas estructurales de nuestro país. Duele al releerlo constatar que hoy, casi veinte años después, siguen siendo exactamente los mismos: la educación, las pensiones, los sindicatos, la burocracia... Al final del libro, Hidalgo proyecta lo que podría ser España en 2020, si no se abordaban a fondo tales problemas, con una dantesca premonición:
Recuerdo: escrito en 1996. Cuando he tenido ocasión de asistir a la lectura de estos párrafos a algún auditorio, asoma el estupor a las caras de los participantes. El futuro de España permaneció como obra de no ficción más vendida durante 23 semanas cuando se publicó; es decir, que no se quedó encerrada en un pequeño reducto de intelectuales. Entonces, y hasta ahora, no faltaban los análisis, sino la voluntad política.
Volviendo a Muñoz Molina, lo que falta en Todo lo que era sólido son propuestas concretas que permitan a los lectores vislumbrar cómo recuperar una senda de normalidad ética. En su afán por describir el naufragio, el autor deja fuera a millones de ciudadanos que no participaron de la orgía pero que tampoco encontraron los mecanismos suficientes para pararla o siquiera denunciarla. Su único apunte constructivo, en ese sentido, es el llamamiento a que cada uno de nosotros trate de descubrir sus mejores capacidades, a que la voluntad individual pueda prevalecer por encima de la locura colectiva. Tiene razón, pero en estos momentos de desnorte no vendrían mal tampoco algunas referencias concretas. Ya dijo Unamuno que "en España falta ambición y sobra codicia". Cualquier idea sobre cómo dejar de lado la codicia para recuperar la ambición de ser una sociedad moderna, sólida, solidaria y moral será bien recibida.