Los atentados en Kenia y su impacto emocional
¿Qué se necesita para abrir cabeceras informativas? ¿Cuándo duele una noticia? Y digo doler, sí. ¿Hace cuánto que no nos impacta una tragedia ajena? ¿Qué necesita la audiencia para sentirse identificada? ¿Cuándo nos conmociona un hecho y cuándo pasa de largo en nuestras conciencias?
Ya ha pasado más de una semana y apenas queda en los medios algún resquicio de la tragedia en Kenia. De sobra es sabido que el atentado que acabó con la vida de 152 estudiantes en la Universidad de Garissa no ha abierto demasiadas portadas. Casi nadie se ha cambiado la foto de perfil en "solidaridad" (aceptando que ese gesto puede usarse para medir empatía). Tampoco hemos visto un furor masivo en twitter, aunque el hashtag #147isnotanumber haya intentado poner de manifiesto y criticar esta falta de cobertura en Occidente. Y entre la atrocidad surgen, cargadas de frustración, las eternas preguntas: ¿Qué más se necesita para abrir cabeceras? ¿Cuándo duele una noticia? Y digo doler, sí. ¿Hace cuánto que no nos impacta una tragedia ajena? ¿Qué necesita la audiencia para sentirse identificada? ¿Cuándo nos conmociona un hecho y cuánndo pasa de largo en nuestras conciencias?
Proximidad, impacto, cambio, prominencia, conflicto, actualidad y rareza son los valores que generalmente marcan lo que es noticia y lo que no. El atentado cuenta con muchos de ellos. Las imágenes (esto podría abrir otro debate sobre el tratamiento informativo y la dignidad de las víctimas) son, además, sobrecogedoras. Pero le faltan la prominencia y la proximidad. Son la clave y los editores lo saben. Proximidad cultural, que no sólo geográfica. Simbólica. Las víctimas no nos resultan familiares, nos resulta difícil imaginar cómo era su vida. Además, este acto atroz no parece suponer una amenaza para Occidente, a pesar de que el terrorismo es un desafío global. No se siente un "ese podría ser yo". Las víctimas que vemos no tienen rostro, ni nombre y apellido, porque las sentimos lejos, lejos de nuestra cotidianidad, de nuestro entorno, de nuestra esfera. Se convierten en meras estadísticas.
Las comparaciones son odiosas, pero se tiende a equiparar este ataque perpetuado por la milicia Al Shabab con el atentado a Charlie Hebdo. Y recordamos la conmoción, el shock, la tragedia, la movilización que ello implicó hace sólo 3 meses. No se trata de comparar tragedias y evaluar cuáles valen más, puede resultar hasta frívolo, dirán muchos. Pero es que la conmoción selectiva de la que hacen gala los medios y la comunidad internacional resulta hipócrita, dirán otros. Y es entonces cuando entra en juego la jerarquía de la muerte, y eso de que "todas las víctimas son iguales pero unas más iguales que otras". Este concepto se atribuye al que fuera director de The Mirror en los 90, Roy Greenslade, cuando a la hora de cubrir el conflicto en Irlanda del Norte aviso a sus corresponsales de que las víctimas tenían orden de importancia según su nacionalidad y bando en el que luchaban. Se dice que cada 1000 mil víctimas en un país lejano cuentan como 100 en nuestras fronteras.
Ahora, en este caso concreto en Kenia, muchos argumentan: "claro, como no son rubios, como son africanos, al mundo no le importan". Puede que recriminando de esa forma la atención global estemos cayendo en los mismos estereotipos que aborrecemos. Puede que así estemos forjando esa barrera invisible entre "ellos y nosotros". Sin embargo, sí puede resultar interesante preguntarse si esta falta de interés se debe en parte a que asociamos, erróneamente, un continente de 55 países exclusivamente a violencia endémica y por eso el shock no es tan grande. O quién sabe, a lo mejor pensamos que no es asunto nuestro porque no hemos visto a nuestros líderes mundiales mover un dedo, porque nadie se ha trasladado a Kenia a mostrar sus condolencias a las familias de los afectados o porque Michelle Obama no ha sostenido un cartelito con cara muy seria.
Luego está esa idea de que en pleno siglo XXI, y con la saturación informativa a las que nos enfrentamos día a día, las audiencias se han hecho inmunes a la violencia y, al final, este tipo de tragedias causan un efecto nulo. Que somos vagos cognitivos, y que mejor, historias simples, como un vestido a rayas. Que para no complicarnos demasiado la existencia, al final, va a resultar más cómodo argumentar que es algo inherente al ser humano y no hay más vuelta de hoja. Y sí, es algo inherente preocuparse más por el que tenemos al lado que por el que no conocemos. Claro. Pero, ¿es ético?
Sea como fuere, mientras hacemos un examen de conciencia, esperaremos al próximo horror en algún conflicto sin interés mediático, para después enterrarlo en el olvido con un par de frases genéricas en medio de la cotidianidad.