Héroes y otras tumbas

Héroes y otras tumbas

"Yo sé que no sé". No lo dijo Sócrates, sino alguien con olor a coaching que, más preocupado de convencer que de dialogar, y más interesado en la luz de su epifanía que en la sombra de sus dudas, en realidad quiso decir lo contrario del filósofo: ya sé tanto sobre mí que incluso soy capaz de identificar lo que no sé; he llegado a ser alguien que carece de punto ciego.

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Foto: iStock.

"Yo sé que no sé". No lo dijo Sócrates, sino alguien con olor a coaching que, más preocupado de convencer que de dialogar, y más interesado en la luz de su epifanía que en la sombra de sus dudas, en realidad quiso decir lo contrario del filósofo: ya sé tanto sobre mí que incluso soy capaz de identificar lo que no sé; he llegado a ser alguien que carece de punto ciego.

Si bien este entusiasmo del manejo cognitivo del empresario de sí mismo tuvo su momento de gloria, hoy, junto con las palabras emprendedor y empoderado, ha caído en cierto desprestigio. O al menos, sus conceptos suenan a gadgets de la personalidad pasados a caca. Quizás dan risa porque caen en el mal gusto de la autodefinición, a la manera del que habla de sí en tercera persona y que, como en el cuento del traje del emperador, no ve su opacidad.

Pero desde la otra vereda, desde la izquierda cultural, también se está escuchando con frecuencia el "sé que no sé", lo que probablemente tenga que ver con las posiciones que han ganado sus discursos, hace poco relegados a los márgenes y hoy disfrutando de cierta hegemonía. Es verdad que al guerrero de la justicia social estos días lo queremos más que al egocéntrico vestido de coach, porque aspira al bien común y a la inclusión del más débil; quizás por lo mismo sea más difícil criticarlo cuando se ubica en esa superioridad moral que lo autoriza a la censura caprichosa y a la violencia facistoide.

Lo que hay en común entre el viejo y el nuevo sujeto hegemónico, es ese afán por coagular los fragmentos de sí mismo en una verdad totalizante y carente de vacío. Básicamente, suponer que se las sabe todas.

La identidad es la ideología del ego, requiere la operación de acabado: negar en uno lo que no calza, y agredir al otro que me expone a la contradicción. También exigir a los demás el reconocimiento que uno cree merecer. Por último, hacer un simulacro de autocrítica a través del "sé que no sé", muy similar a esa respuesta de la falsa debilidad que uno se ve obligado a dar en la entrevista laboral frente a la pregunta estúpida por los defectos de uno. El simulacro autocrítico, por estos días, consiste es el resquicio que cubre los puntos opacos.

Por su parte la élite añeja, de semblante estirado, que actúa como si las ropas caras cubrieran la evidencia de que poseen un ano, ha quedado en total descrédito desde que su mierda rebalsó el río del progreso y la meritocracia; dejaron de ser una aspiración social, y aunque conservan el poder económico, no tienen ya el poder cultural. Pocos querrían ser hoy como ellos. Por el contrario, la estética hoy día es la de la transparencia, el sujeto despeinado y espontáneo que así se reconoce del lado de lo auténtico, de la verdad; siente que se expone, muestra su humanidad, porque asume que en la medida en que sabe de sí mismo puede cooptar sus faltas al exteriorizarlas por anticipado, generalmente bajo la figura del humor autocompasivo.

Hoy el humor tiene mucho de autorreferencia del propio comediante que nos expone sus miserias, claro que con actitud superada. Lo mismo el famoso que confiesa con placer sus desdichas para mostrarse humano y cercano, relatando sus tiempos de feo y perdedor, también con actitud de superación. O el intelectual posmoderno -el de actitud más superada de todos- que ni siquiera necesita el gesto de ocultar sus miserias porque sencillamente supone que no las tiene, pues logró liberarse de las normatividades naturalizadas por la sociedad; como si el hecho de definirse como feminista o queer -que también son identidades- implicara liberarse de deseos y sentimientos impúdicos como los celos, la envidia, la posesividad, etc.

En fin, la trampa de la ilusión del "yo acabado" es que suele tener retórica de heroísmo, ya sea en su versión triunfante o de mártir. Y el heroísmo siempre es una tumba. Enquista las ideas en totalitarismos de buenos y malos, resta la posibilidad del vacío necesario para empujarse a pensar las complejidades y, sobre todo, autoriza la aniquilación del adversario.

La lógica del heroísmo, además, cae en las idealizaciones infantilizantes. Como lo que ocurre por ejemplo en la política: en cada elección aparece un candidato disidente del sistema instituido. La novedad es que hoy estos candidatos -un Sanders, un Trump, - tienen posibilidades reales, no tanto por ser los héroes que portan una verdad revelada, sino porque la sensibilidad contingente de indignación lo permite.

No quiero decir con todo esto que detrás de las imposturas los seres humanos seamos una mierda, que sí lo somos a veces, pero tanto como podemos ser también un milagro, capaces de la creación cultural y la ternura. Francois Cheng dice que en la pintura no hay que lamentar lo inacabado, sino temer lo acabado. Recomendación estética que tiene aún más relevancia en la ética: la belleza y la bondad están más lejos de los discursos sobre el bien que del reconocimiento del vacío y de la opacidad, punto de partida para cualquiera que pretenda escuchar más allá de sí mismo.