De la postverdad y demás relatos
Por el amor de Cervantes o de Shakespeare, no vayamos a bautizar de nuevo lo que ya tiene nombre. Si ya no podemos confiar en las palabras, no hay pobres, sino desfavorecidos; las mujeres se mueren, en lugar de ser asesinadas por los brutales machetazos de hombres que empuñan armas; y la política ya no es el arte de lo posible sino del relato.
Imagen: ISTOCK
No, no. Tranquilos: pese a que Donald Trump se esfuerce encomiablemente por convertir a Estados Unidos en un estado fascistoide, seleccionando su equipo con tanto desatino que el programa de humor Saturday Night Livelo ha parodiado anunciando que Walter White, el protagonista ficticio de Breaking Bad, era su último fichaje para encabezar la DEA, ya sé que no vivimos en el mundo alternativo de El hombre en el castillo, la novela de Philip K. Dick adaptada con buen hacer para la televisión, y que Adolf Hitler no ha vuelto.
Pero las palabras me interesan, qué duda cabe: primero porque formo parte de la única especie de mamíferos que las emplea como herramienta de comunicación, y segundo porque además de eso, trabajo y me gano la vida con ellas. Así que cuando el sacrosanto Diccionario Oxford anunció que la palabra de este desgraciado 2016 que llega a su fin era postverdad, me estremecí y recordé el libro de Viktor Klemperer, un clásico sobre el lenguaje de los totalitarismos, titulado precisamente La lengua del Tercer Reich. En él, Klemperer afirma: «Así como se suele hablar del rostro de una época o de un país, la expresión de una época se define también por su lenguaje». En ocasiones, las palabras son nuestro único refugio, frente a una realidad que nos lo quita todo, y por eso es importante conocerlas y defenderlas, porque solamente así las tendremos a nuestro lado, como aliadas y no como enemigas. Y el término «postverdad» es una redomada embustera, una tramposa de la peor calaña.
La postverdad, según el Diccionario Oxford, define las «circunstancias en las que hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que lo que lo hacen los llamamientos a emociones y creencias personales». Y eso, en este mundo y en Westworld también, es manipular y mentir. Así que, por el amor de Cervantes o de Shakespeare, no vayamos a bautizar de nuevo lo que ya tiene nombre. Si ya no podemos confiar en las palabras, no hay pobres, sino desfavorecidos; las mujeres se mueren, en lugar de ser asesinadas por los brutales machetazos de hombres que empuñan armas; y la política ya no es el arte de lo posible sino del relato. La retórica siempre ha sido el arma de los que buscan convencer, y si no que se lo pregunten a Aristóteles, pero las palabras son sagradas: cuando se pervierte su sentido, es que nos obligan a jugar con cartas marcadas, y ni siquiera nos damos cuenta.
Aldous Huxley ya describió un mundo cuyo idioma era una tergiversación del verdadero significado de las palabras y de los actos, en un libro que gracias a nuestro desafortunado presente, cada vez se aleja más de la literatura distópica y se aproxima al realismo: Un mundo feliz. Les recomiendo el libro, pero como lectura cautelar, no como un clásico de la ciencia-ficción.
Y es que ¿a quién le gusta vivir en un mundo donde la palabra mentira ya no sea verdad, y donde los relatos no los firme Chéjov?