Nuevos tiempos, las diferencias de siempre
En Capitol Hill, uno de los barrios más hipsters y caros de Seattle, la gente no va a misa porque apenas se ven iglesias. La gente hace jogging, va al gimnasio o de compras. Es una ciudad de foodies, gente que mata por una experiencia gastronómica fuera de lo habitual.
Un soleado domingo por la mañana cualquiera en Capitol Hill, uno de los barrios más hipsters y caros de Seattle. En esta ciudad, la gente no va a misa, como en muchas otras ciudades del país. De hecho, es difícil hacerlo, porque en Seattle apenas se ven iglesias.
La gente hace jogging, va al gimnasio o de compras, ya que todo está abierto. Pero sobre todo a la gente le va la comida. Salen a tomar el brunch, pero no el de los huevos revueltos, bacon y panqueques con mantequilla y sirope. En los brunches que sirven en Capitol Hill, no es infrecuente que haya ostras, gambas, tofu o polenta. Un cóctel para acompañarlos se antoja una opción sensata. Es una ciudad de hipsters y, por tanto, también de foodies, gente que mata por una experiencia gastronómica fuera de lo habitual.
Seattle es la ciudad donde el salario mínimo ha sido subido recientemente por las autoridades a 15 dólares la hora o, aproximadamente, un 60% más que en el resto del país. En ella, empresas como Microsoft, Amazon o Starbucks han construido un ecosistema propio donde son los empresarios los que a veces abogan porque los americanos paguen más impuestos o apoyan con su propio dinero el matrimonio gay. No es raro que uno conozca a alguien que tenga que ver con la fundación de Bill y Melinda Gates, que dedica ingentes cantidades de dinero, que nunca son suficientes, a combatir la pobreza y las enfermedades en los países pobres.
La mañana del domingo transcurre apaciblemente. Cada vez se ve más gente en las calles y lugares públicos, sobre todo en el Farmer's Market o mercadillo, que diríamos en España. Todo es ecológico. Un ramito de espárragos: 6 euros. Un cuarto de boletus: 12 euros. Un kilo de manzanas: 5 euros. Una botella de vino tinto, sencillo pero orgánico, producida en el estado de Washington: 20 euros. Se admite Visa, Master Card y American Express, entre otras modalidades de pago.
Los puestos son sencillos, tienen unos pocos productos, están altamente especializados. Los vendedores no gritan. Al contrario, hablan en voz baja y las aglomeraciones son infrecuentes. Hay un tránsito de público fluido, educado y constante.
Aunque me cuentan con optimismo que el gobierno del estado, el mismo que ha legalizado el consumo de marihuana tras haberse aprobado en referéndum, está dispuesto a igualar con un dólar la misma cantidad equivalente gastada en el Farmer's Market por aquellos que reciben cupones de comida del Gobierno, lo cierto es que se ven pocos pobres, acaso ninguno. Los pobres no forman parte del crowd (la multitud) del Farmer's Market.
Una multitud en la que bastantes llevan atuendo deportivo, zapatillas Salomon de 120 dólares y de otras marcas que uno ni se imagina. Abundan las gafas Ray Ban, los tejidos naturales, el lino y el algodón de calidad, los looks diferenciados que uno no recuerda haber visto antes.
No es desde luego la América de los macarrones con queso o la hamburguesa con queso, faltaría más. Que va, es la que, aunque a muchos les siga fastidiando, sigue marcando tendencia en el resto del planeta.
Es una América ligera, suave, sana, ética, elegante y diversa, pero en la que los individuos buscan acrecentar la diferencia con el resto a través del consumo conspicuo por encima de todo.