El 'New York Times' tenía razón aunque de rebote
Hace pocos días, volvía a la carga con un artículo que atribuía a la arraigada existencia de la siesta, la mala situación económica española. El artículo no decía tanto que los españoles sean vagos y perezosos, como que se organizan mal, comen y ven demasiada tele y fútbol a deshoras.
Vayan por delante varias cosas. Creo que damos demasiada importancia a lo que dice la prensa extranjera sobre nuestro país. Para saber sobre España, lo mejor es siempre leer prensa española incluso a pesar de estar fuertemente ideologizada.
A lo largo de mi vida, he conocido a unos cuantos corresponsales extranjeros. Hay buenos profesionales y conocedores de España, por supuesto. Pero también hay bastantes recién llegados, que no se enteran o no se quieren enterar de lo que pasa, que llevan (o su editor lleva) la historia escrita de antemano. En muchos casos, sobre todo en artículos acerca de la sociedad y menos en lo que se refiere a economía por ejemplo, lo que se escribe sobre España dice más de los prejuicios y clichés de la sociedad en su conjunto o del corresponsal que de la realidad en sí.
En algunos casos, medios de mucho relumbrón mandan un corresponsal que tienen en Londres o Berlín a cubrir algo que pasa en España ya que no tienen aquí la infraestructura, contratan a un becario o a un stringer para que les gestione entrevistas, les diga quién es quién o les reserve la habitación del hotel o del restaurante.
El artículo acaba escribiéndolo y firmándolo un tío que apenas sabe de la realidad española.
Por ello se explica que un alto porcentaje de lo que se escribe sobre la sociedad española para el público norteamericano parte de referentes y estereotipos de sobra conocidos para aquellos que apenas saben sobre España. La idea suele ser arrojar una perspectiva si acaso algo diferente de cosas que ellos piensan que saben de sobra. Por ejemplo, una mujer torera, un japonés que canta flamenco o un nuevo método para cocinar la paella serán siempre historias con gancho. Cualquier hecho que no encaje con esa narrativa, carecerá de interés aunque socialmente tenga mucho más impacto.
Aunque también presumen de rigor, los periodistas americanos no tienen ningún pudor en auto proclamarse story-tellers (contadores de historias) y se dejan llevar a menudo por aquella frase que se atribuye a Mark Twain de: "no dejes que los hechos te estropeen una buena historia."
Hace pocos días, el New York Timesvolvía a la carga con un artículo que atribuía a la arraigada existencia de la siesta, y lo ilustraba con una foto de un señor sevillano de cincuenta y tantos dormido en el sofá y arropado con una manta a plena luz del día, la mala situación económica española.
El artículo no decía tanto que los españoles sean vagos y perezosos, como que se organizan mal, comen y ven demasiada tele y fútbol a deshoras.
El artículo es burdo y malo. Todos sabemos que las siestas ya no las duerme prácticamente nadie y es más una ruptura para el almuerzo que otra cosa. Las razones de la hecatombe económica sabemos que no han sido esas y se han debido a partes iguales a un elevado estado de corrupción institucional y avaricia y estulticia colectiva propulsado por el crédito barato. Nada tan extraordinario. También ha pasado en otros países aunque con menor intensidad.
Sin embargo, hay que admitir que en lo de los horarios laborales sobre todo, el New York Times tiene razón. En que no tiene sentido, salir de casa a las ocho de la mañana y regresar a las ocho de la tarde, en que la cultura del trabajo sigue siendo muy presencial, en que estos horarios son más injustos con los más débiles que no tienen dinero para comer un menú del día o tiempo para volver a sus casas en la periferia, que estos horarios son el mayor enemigo de la conciliación laboral y familiar.
Que la vida es una coñazo, vamos, si hay que pasarse doce horas fuera de casa por culpa del trabajo. Que no hay tiempo para aprender idiomas, para ir al gimnasio o al supermercado que siempre están a reventar, que no hay ganas de abrir un libro al final del día. Que es un modelo de vida embrutecedor.
Y en eso, que no es necesariamente la tesis del artículo del mitificado periódico norteamericano, el New York Times si tiene razón aunque sea de casualidad.