Cómo he dejado de presionar a mi hija
¿Qué es lo que queremos para nuestros hijos? ¿No se supone que la infancia es ese momento especial lleno de amor y de bondad? ¿No se supone que un niño necesita sentirse tranquilo, comprendido, escuchado e incondicionalmente querido para crecer bien? ¿No es la edad en la que todo es posible, en la que la imaginación no tiene límites?
Desde el momento en el que nuestros hijos entran en el colegio, es increíble ver cómo empiezan a sentir la presión que les imponemos inconscientemente (o no), convencidos de que les va a venir bien en el futuro... Sin embargo, hasta entonces, nunca habíamos dudado ni por un instante de que iban a aprender de forma natural. Y cuando empezaron a querer caminar, no dejamos que escucharan que nunca lo conseguirían...
Confieso que, desde el momento en el que mi hija empezó la educación primaria, a veces me he dejado influir por ese pensamiento común de negar a nuestros hijos el derecho a equivocarse o a no aceptar su propio ritmo de aprendizaje. Parece que ahora reina tal presión en la escuela que cualquier padre proyecto sobre su hijo toda su angustia relacionada con el miedo al fracaso...
Tuve que descubrir varias conferencias y obras de un famoso profesor universitario para que se desencadenara en mí un verdadero proceso de transformación. Se trata del profesor Sir Ken Robinson, que en su libro El Elemento nos anima a encontrar la parte creativa que todos tenemos y que nuestra educación trata de esconder. Sus teorías, que cuestionan el sentido del sistema educativo, han influido positivamente en mi punto de vista. Me han obligado a reflexionar sobre mi propia experiencia.
A nivel personal, empecé tratando de recordar qué clase de niña pude ser y cuáles eran mis actividades favoritas. Al principio, los recuerdos se hacían de rogar; pero, poco a poco, me acordé del placer que sentía al bailar, al pintar, al dibujar, al leer, al escribir... En fin, en cuanto me ponía a hacer alguna de esas cosas, era capaz de olvidarme de todo, de sumirme en mis pasiones.
Después me pregunté qué fue lo que me llevó a ocultar la mayor parte de esas actividades que me gustaban. Reconozco que el colegio tuvo algo que ver: descubrí con horror que durante toda mi etapa escolar negué todo aquello que formaba parte de lo más profundo de mi ser. Todas las cosas que me encantaban y por las que el tiempo parecía detenerse habían sido asfixiadas por los primeros requisitos de nuestra sociedad:
- Estudia.
- Ten un buen trabajo.
- Si es posible, entra en la administración pública para tener un puesto de trabajo "seguro".
- Asegúrate de tener una buena jubilación para disfrutar por fin de la vida.
Motivador, ¿verdad?
En primaria la cosa no es tan exagerada; es en secundaria cuando de verdad empieza la presión: pasé de una enseñanza basada en lo emocional, en la escucha y en la buena voluntad (o al menos, eso es lo que recuerdo) a una estructura educativa en la que, de repente, no me sentía protegida, querida ni considerada por lo que era, sino por las notas que sacaba. Por no hablar de la convivencia dentro de las instituciones: incluso en esa época, era mejor mostrar una actitud fuerte para evitar convertirse en una posible víctima...
En resumen, me pasaba el tiempo intentando hacer lo que me pedían y me olvidé por completo de aquello que me hacía levantarme cada mañana... El resto de mi vida académica continuó sin haber descubierto quién era en realidad. Pese a la presión, he salido bien parada porque he tenido algunas facilidades. Pero, ¿cuántos de mis amigos se sentían infravalorados, incompetentes y desmotivados simplemente por no destacar en las asignaturas troncales?
Echando la vista atrás, me di cuenta de que el primer miedo al que todos nos enfrentamos es al de "ser diferente". En nuestra sociedad apenas queda lugar para la originalidad, el inconformismo o la creatividad. Nadie nos invita a ser nosotros mismos: lo que se nos pide es que nos "integremos en la sociedad". Y la presión empieza desde el momento en el que no nos sentimos reconocidos por lo que somos.
¿De qué sociedad estamos hablando? Visto en retrospectiva, toda nuestra trayectoria nos dirige únicamente a hacer funcionar un sistema basado en el valor del dinero. Siempre tenemos que consumir más para conseguir que las empresas funcionen, esas empresas que siempre quieren vender más para mantener un sistema que, en el fondo, sólo beneficia a unos pocos.
Fijemos la vista en el estado actual del trabajo:
¿Se nos reconoce por nuestro valor?
¿Todos consiguen encontrar su lugar en el mundo?
¿Acaso no nos perjudica la presión que nos imponemos para ganar una carrera desenfrenada hacia la acumulación?
Y la pregunta del millón: ¿Qué es lo que queremos para nuestros hijos? ¿No se supone que la infancia es ese momento especial lleno de amor y de bondad? ¿No se supone que un niño necesita sentirse tranquilo, comprendido, escuchado e incondicionalmente querido para crecer bien? ¿No es la edad en la que todo es posible, en la que la imaginación no tiene límites?
Por supuesto que un niño necesita que le pongan unos límites y establezcan unas prohibiciones. Pero siempre con respeto hacia él: hay que acompañarle para que crezca, no para mantener una sociedad que niega el valor intrínseco de las personas.
Desde el momento en que me di cuenta de lo que acabo de escribir, traté de cambiar radicalmente la relación que tenía con mi hija.
Ya he dejado de presionar a mi hija en el colegio, aunque sigo acompañándola cuando lo necesita. Disfruto de las conversaciones que tenemos sobre cualquier aspecto de la vida. La animo a creer en sus sueños para que crezca como persona. No importa lo que consiga en la vida siempre y cuando a ella le guste lo que hace.
Así, será feliz e irradiará alegría el día de mañana.
Este post fue publicado con anterioridad en la edición francesa de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del francés por Irene de Andrés Armenteros.