10. Lágrimas estancadas (Novela)
Cuando Regina y yo salimos de allí tampoco había nadie, pero la vergüenza me encendió el rostro como si hubiera quedado desnudo en medio de la asamblea de mis vecinos. Me noté una llaga indefinida, pequeños golpes de sangre, una agitación en el corazón y en otros músculos, una especie de insurrección y desmembramiento de mi cuerpo abatido en lucha contra sí mismo.
(Resumen de lo publicado: El mismo día en que mi padre moría en Madrid, mi mujer, Regina, me engañaba con un gitano bosnio en Viena. De regreso a la ciudad imperial, decidí separarme de ella. Pasamos la noche llorando, y luego yo salí. Cuando volví, había intentado suicidarse. En el hospital al que la llevamos concluyeron, sin embargo, que no estaba intoxicada.)
Mientras atendían a Regina en el hospital, me había enredado en una madeja de cavilaciones sobre una situación que me señalaba como culpable. ¿Qué hubiera ocurrido si hubiera llegado más tarde a casa, si me hubiera arriesgado a seguir a Petra más allá de la plomiza puerta del American Bar? Tal vez todo hubiera sido irremediable ya. Incluso todavía era posible que los médicos no lograran salvar su vida. ¿Desde cuándo llevaba así, casi inconsciente, como yo me la encontré?
La había dejado llorando cuando salí de casa. O el desahogo que el llanto produce no había sido suficiente, o Regina no había llorado con la intensidad debida, y entonces las lágrimas se le habían embalsado en algún pliegue de su mente y se habían corrompido hasta destilar en su cuerpo una amargura inhumana frente a la cual era preferible morir.
Su pensamiento habría recorrido caminos que no eran caminos sino violencias, resistencias dañinas a aceptar lo inevitable, y habría buscado inútilmente bifurcaciones que la sacaran del terco carril en el que aquello que no tenía ya remedio la raspaba con sarcasmo, haciéndole heridas que su propia vacilación agravaba. Pero el camino estaba trazado, y ella se hallaba justo donde se hallaba, como esos felinos que durante horas van pendularmente de un extremo a otro de la jaula en la que están encerrados, girándose cada vez con la inseguridad de no haberse fijado bien en el último barrote de su tortura. Esa tristeza que nace de la contemplación del pasado y que va pudriendo el impulso de la vida. Así son los caminos del tiempo: No se puede volver atrás ni andar dos veces por la misma senda.
Tal vez había intentado matarse por el espanto de sentir en su propia naturaleza un enemigo interior secreto que la destruía vertiginosamente. Pero eso era extraño a su temperamento. Más bien Regina acostumbraba a externalizar las causas de sus males. No había vez que no lograra, con volteo de argumentos y disfraces, que otro cargara con los motivos de su desdicha, aunque el origen de la misma estuviera en su propia conducta. Contra sus padres, principalmente, esgrimía una causa general que los responsabilizaba de su carácter vulnerable y de su inadaptación a la vida. Eran los culpables en el universo donde ella era la víctima. Conmigo hacía lo mismo. Si, como era el caso, me presentaba como perjudicado por su comportamiento, no cruzábamos cuatro frases sin que, por arte de su magia psicológica y su prestidigitación gramatical, me convirtiera en verdugo que ajusticiaba a una inocente. Regina se movía por muchas calles emocionales como una irresponsable.
Quizá -medité- con su acto había querido sencillamente que yo la llorara ahora por toda la eternidad, que me pesara para siempre mi reacción. Una última, luctuosa pirueta para, siguiendo su costumbre, echarme encima incluso la culpa de su muerte.
Ni por un momento imaginé que el remordimiento, esa invención poética, hubiera podido empujarla a tomar las pastillas y el ron. El remordimiento no tiene nada que ver con lo que uno hace, sino con lo que uno no hace, o tan solo desea, pero no llega a consumar. Si se hubiera detenido a pensar en sí misma, a enjuiciarse, Regina no hubiera actuado, no se hubiera permitido sentir el poder del cuerpo cuando está más allá del bien y del mal. Esa falta de reflexión liberó sus manos, que vaciaron las tabletas de calmantes sobre la mesilla, acomodaron las pastillas en el cuenco formado por la palma de una de ellas y las acercaron a la boca, que las fue engullendo con la ayuda del líquido que contenía el vaso que mantenía la otra mano.
Seguramente la sala de espera de la Goldenes Kreuz se llenó y se vació de gente tan atribulada como yo mientras me absorbían estas cábalas. No vi, sin embargo, a nadie. Todo lo pensé a solas en medio de un silencio de templo. Sólo un gong íntimo me devolvía por instantes un sentimiento de lacerante impaciencia por tener alguna noticia, y eso era el engrudo que encolaba todos mis pensamientos.
Cuando Regina y yo salimos de allí tampoco había nadie, pero la vergüenza me encendió el rostro como si hubiera quedado desnudo en medio de la asamblea de mis vecinos. Me noté una llaga indefinida, pequeños golpes de sangre, una agitación en el corazón y en otros músculos, una especie de insurrección y desmembramiento de mi cuerpo abatido en lucha contra sí mismo.
Regina callaba. Pero en su silencio velaba, tratando de no perderse detalle del comercio de muecas que manteníamos yo y un taxista a la salida del hospital. Se hacía la muerta como los insectos. De eso, por fin, ya me había dado cuenta.