Crisis europea I: Democracia en apuros
Desde el estallido de la crisis financiera en 2008 los gobiernos democráticos libran un pulso contra los mercados. Un pulso que ha hecho emerger algunas debilidades fundamentales en la gobernanza de nuestra joven unión monetaria.
No hacía falta que apareciera una grieta en el hemiciclo del Parlamento Europeo en Bruselas para constatar el deterioro que atraviesa la democracia en la UE. La crisis del euro está resultando ser un test de vida o muerte, no solo para los ciudadanos, en serios apuros, sino también para unas instituciones europeas que no funcionan para responder a sus demandas.
Los ciudadanos europeos perciben cada vez con mayor impotencia que los gobernantes que eligen en sus países tienen menos poder sobre los asuntos que afectan a su bienestar. En el sur de Europa este problema es particularmente agudo. Nos hemos acostumbrado a que decisiones providenciales sobre nuestro futuro las tomen líderes a los que no hemos elegido y sobre los que no tenemos control alguno.
Los portugueses llenaban las calles de Lisboa para recibir a la Canciller alemana este Lunes, bajo una pancarta con un mensaje explícito en este sentido: "Merkel no manda aquí". Mientras las decisiones que se toman en Bruselas, Berlín o Frankfort son cada vez más importantes para nosotros, no tenemos mecanismos para asegurarnos de que esos líderes trabajan en el interés de la mayoría de nosotros.
Desde el estallido de la crisis financiera en 2008 los gobiernos democráticos libran un pulso contra los mercados. Un pulso que ha hecho emerger algunas debilidades fundamentales en la gobernanza de nuestra joven unión monetaria. Un pulso que nos ha obligado a acelerar el inevitable traspaso de soberanía económica a Bruselas.
Hemos construido algunos mecanismos comunes para asegurarnos que nuestras economías y sistemas financieros caminan en la misma dirección. Nos hemos equipado con mejores instrumentos comunes para la prevención y resolución de crisis financieras. Sin embargo, hasta el momento, ese proceso no se ha visto correspondido con un traspaso de soberanía política a las instituciones europeas.
En tiempos de bonanza este fenómeno no parecía un problema, pero al llegar la crisis se ha hecho evidente que los ciudadanos deben tener el control democrático de quienes gobiernan. Si no es así, como sucede hoy en Europa, el resultado es una enorme frustración que se traduce en un creciente euroescepticismo. De manera gráfica, Irlanda, Portugal o Grecia, tres países que tradicionalmente se encontraban entre los más pro-europeos, ahora encabezan la lista de los más euroescépticos. ¿Por qué ese creciente euroescepticismo?
La democracia representativa en el estado-nación ofrece mecanismos a los ciudadanos para cambiar las cosas a través de su voto. Por otro lado los gobernantes tienen a su disposición todos los instrumentos necesarios (política fiscal, monetaria, etc) para corresponder a las demandas domésticas de sus ciudadanos.
El Reino Unido, por ejemplo, puede utilizar la política monetaria de una forma más flexible para responder a las necesidades comunes de su población y mantener vivo el contrato social en un momento de crisis. Esta cualidad la hemos perdido en la Eurozona y debemos reaccionar antes de que sea demasiado tarde.
Existen dos opciones. Retroceder al Estado-Nación en donde existen mecanismos democráticos para mantener el contrato-social a nivel domestico o avanzar en la construcción política de Europa. Nosotros creemos que sólo una fuerte democracia a nivel europeo puede frenar la desarticulación política y social que vivimos. La UE puede ser el mejor paraguas para hacer frente a los retos a los que nos enfrentamos los ciudadanos de nuestro tiempo, pero necesita reinventarse políticamente. La estación intermedia en la que nos encontramos es insostenible.