Como vacas hacia el corral
El 19 de junio, rondando el mediodía, fui a la Puerta del Sol de Madrid a gritar mi republicanismo, y mi deseo ferviente de que se emprenda un proceso constituyente que convierta a mi país en una democracia popular. Me cubría los hombros con una bandera republicana.
El 19 de junio, rondando el mediodía, fui a la Puerta del Sol de Madrid a gritar mi republicanismo, y mi deseo ferviente de que se emprenda un proceso constituyente que convierta a mi país en una democracia popular (aquella democracia en la que el soberano es el pueblo). Me cubría los hombros con una bandera republicana.
Cien metros más al norte, en la Gran Vía, otros ciudadanos, con los mismos derechos que yo, vitoreaban a un nuevo rey que no había sido elegido por el pueblo. Nadie los molestó. Vitoreaban, agitaban sus banderas, sin duda sonreían y eran felices.
Yo no.
Me dirigí a Sol desde la salida del Metro en la calle de la Montera. Pasé una primera fila de policías alineados a través de la calle. Sin saberlo me había metido en un corral de ganado.
Cincuenta metros más allá otra fila de apuestos policías cerraban el paso a la plaza. En la Puerta del Sol había ciudadanos como yo. Solo nos distinguía una cosa, yo llevaba una bandera tricolor y ellos una bicolor o nada.
Me acerqué a la fila de guardias para pasar. Pero no. Yo no tenía los mismos derechos que los que estaban dentro. Un policía me cerró el paso.
- No puede pasar.
- ¿Por qué? Ahí hay otros ciudadanos.
- Porque no puede pasar.
- Le repito que hay ciudadanos en la plaza. Yo tengo los mismos derechos que ellos.
- No puede pasar.
- ¿Por qué, por mis pintas, o por la bandera republicana que llevo?
- Porque no puede pasar.
Claro como el agua. Mi bandera y yo no podíamos adornar la plaza central del reino.
Era una visión insoportable. Ese magno día no.
Al poco rato, Montera abajo, se acercaron a la fila de policías tres o cuatro hombres jóvenes con banderas nacionales plegadas. Llevaban camisas azules. Cuando estaban justo al socaire de los guardias nos insultaron a gritos. Uno de ellos hizo el saludo fascista. Pasaron a la plaza sin problemas. Violentos, fascistas, pero con salvoconducto. Entraron en la Puerta del Sol insultándonos. Y los policías como esfinges.
Era una visión soportable. Ese magno día sí.
Media hora después la policía empezó a acercarse por detrás de nosotros presionándonos y ordenándonos avanzar. Los de delante se movían también mientras otros cubrían los laterales. Nos desplazaban. Nos metieron en una esquina de la plaza. El sol quemaba.
Mientras tanto, una policía de físico menudo nos grababa con una cámara de vídeo. Incorporarían a los ficheros policiales nuestros rostros, nuestros gestos palabras y gritos, nuestro propio ser en movimiento. ¿En qué apartado nos clasificarían? ¿En el de ciudadanos a punto de ser considerados antisistema, o en el de ciudadanos cumplidores del artículo 23.1 de la Constitución que señala que los ciudadanos tienen el derecho a participar directamente en los asuntos públicos?
Y los policías a lo suyo a mantener el cerco, y nosotros a lo nuestro a vitorear a la III República. Nos volvieron a impulsar por detrás y anduvimos conducidos por las calles de Madrid. Me sentí formar parte de un rebaño de vacas llevadas al corral.
Le dije a un policía:
- Ayer mi nieta me dibujo una vaca. Soy gallego y sabe que me gustan las vacas. Y ahora mismo me siento como una vaca conducida a un corral ¿Qué le parece? Somos ciudadanos conducidos como ganado.
No me contestó. Su cara me hablaba con gesto amigable. Miraba hacia el suelo. No estaba a gusto.
Yo tampoco.
El corral estaba en Tirso de Molina. Allí nos dejaron de escoltar. Ya nos habían humillado.
La señora Cifuentes podía sentirse satisfecha.
También el nuevo rey.