Rusia contra el vicio
Una de las respuestas más comunes del ruso para explicar un problema es darse toquecitos en la yugular. Accidentes, peleas, absentismo, violencia doméstica, abuso policial, bancarrotas, divorcios. "¿Qué ha pasado?" Toquecitos en la yugular. "¿Por qué?" Toquecitos en la yugular. Significa, simplemente, alcoholismo.
Una de las respuestas más comunes del ruso para explicar un problema es darse toquecitos en la yugular. Accidentes, peleas, absentismo, violencia doméstica, abuso policial, bancarrotas, divorcios. "¿Qué ha pasado?" Toquecitos en la yugular. "¿Por qué?" Toquecitos en la yugular. Significa, simplemente, alcoholismo.
El ruso de la estadística bebe dos botellas de vodka a la semana y vive doce años menos que el europeo medio; el alcohol causa la muerte a uno de cada cinco hombres (medio millón al año) y cumple un gran papel en el crimen sin organizar: según el presidente del Tribunal Supremo, tres cuartas partes de los 12.000 asesinatos cometidos en Rusia en 2010 implicaron abuso de alcohol.
"¿Por qué?" No faltarán razones que lo expliquen, como la típica del frío, la tradición y los disgustos de un país famoso por sus cataclismos sociales, aunque una mucho más palpable es la extraordinaria laxitud de las autoridades hacia las drogas legales: hasta hace muy poco era sencillísimo adquirir vodka en cualquier kiosko callejero de Rusia, a cualquier hora y casi regalado (dos euros la botella), pero el Kremlin, preocupado por el coste sanitario y la baja productividad nacional (sin olvidar su reciente ingreso en la OMC), ha decidido aplicar su gruesa mano contra el vicio.
El Gobierno ha prohibido la venta de alcohol en kioskos cercanos a colegios, polideportivos y hospitales, y en todos ellos desde las once de la noche hasta las ocho de la mañana; ha subido los precios mínimos y ha prohibido, además, su publicidad en televisión, radio, internet y carteles. Los críticos recuerdan que Gorbachov ya lo intentó sin mucho éxito: aumentó dos años la maltrecha esperanza de vida masculina, sí, pero estimuló sin querer la producción casera de licor letal (samogon), se ganó las antipatías del pueblo y redujo los enormes ingresos que el Estado sacaba del vodka. Terminó cancelando las medidas.
El tabaco también lleva veinte años gozando de un vigor extraordinario; cuando cayó la URSS, se abrió la veda de tal forma que las grandes tabacaleras no tardaron en saturar Rusia de cigarrillos baratísimos, convirtiéndola en su segundo mercado mundial (después de China) con unas cifras récord de tabaquismo (60% de hombres, 22% de mujeres), causante, a su vez, de 400.000 muertes anuales.
Pero esto se va a acabar: las nuevas leyes tasarán las cajetillas hasta multiplicar su precio por cinco en 2018 y habilitarán lugares sin humo, en una campaña personificada por el primer ministro Medvedev (retratado como tipo mundano y familiar, europeizado, reflexivo, aficionado a la fotografía; o sea, una compensación amigable del "Gran Jan" Putin); respecto al alcoholismo, Medvedev reivindica el vino como alternativa al vodka y exige endurecer las penas por conducir borracho para paliar lo que considera "un desastre nacional".
Así, los kioskos vaticinan su propio fin (hay 200.000 con licencia para vender alcohol) y alertan sobre la destrucción de empleo, pero quizás no mencionen un fantasma que amenaza con gravedad el futuro de Rusia, una pesadilla, su problema número uno: la crisis demográfica, que, pese a la inmigración y las políticas pro-natalidad, se ha comido casi seis millones de habitantes desde 1993 (0,5% de la población cada año), hipotecando seriamente la viabilidad del país más grande del mundo. ¿Razón suficiente para suavizar ciertos hábitos? Lo que diga el Kremlin.