Los zapatos de Calais
En Calais los exiliados caminan descalzos hasta alcanzar la frontera, dejando un rastro de sangre que evoca a la placenta materna. Son humanos sin derechos humanos. Sin zapatos. Sin patria. Y sin esperanza.
Unos zapatos cuelgan de la valla cercana al campo de migrantes de Calais conocido como la "nueva junga". Michael Spingler/APA
No recuerdo quién dijo que si dios hubiese querido atarnos a un lugar nos hubiera puesto raíces y no piernas. Los árboles mueren donde nacieron. Por naturaleza. Los seres humanos pueden morir donde quieran. Por conciencia y libertad. Pero no siempre.
Se emigra por hambre. Y se exilia para el hambre. Y en ambos casos, la emigración y el exilio hacen árboles de los hombres. Porque a la fuerza les hace crecer raíces en las piernas para condenarlos a morir donde no querían. Lejos de su madre. Llamándola. Sé por experiencia que cuando te amputan un dedo o una pierna no pierdes jamás la sensación de tenerla. Igual ocurre con el cordón umbilical. La vida es sólo un trámite diseñado para intentar olvidar esta dependencia. He visto morir a varias personas y todas ellas llamaron a sus madres en su último aliento. Y la madre común de los emigrantes y exiliados es su tierra. Su patria sentimental. Su casa. La elegía andaluza de Juan Ramón. Matarían por morir en ella. Y mueren sin haber superado la tragedia de su pérdida.
El campo de Gurs en Francia convirtió en árboles humanos a 26.000 republicanos españoles y casi 7.000 brigadistas internacionales. En total, más de 60.000 desechos humanos para el Gobierno francés, contando a comunistas, anarquistas, putas, homosexuales, enfermos, tullidos, gitanos o judíos que después deportaban a los campos nazis a cambio de la paz triste y cobarde de Vichy. He dicho campo y debí decir barro. Gurs se convirtió en un fango de exterminio. La gente moría enraizada, de pie, clavada a la altura de las rodillas, tambaleándose como tentetiesos, enferma de tifus. La única funcionalidad de los militares franceses, la mayoría hijos de sus colonias africanas, consistía en desclavar las estacas humanas para volverlas a enterrar enteras y tumbadas. Sin zapatos. Hundidos para siempre en el barro.
En Calais ocurre justo lo contrario. Los exiliados caminan descalzos hasta alcanzar la frontera, dejando un rastro de sangre que evoca a la placenta materna. Sus raíces. Su matria. Es verdad, como dice Amin Maalouf, que "las raíces tienen al árbol cautivo desde que nace y lo nutren a cambio de un chantaje: ¡Si te liberas, mueres!" Es verdad que nosotros nacemos libres. Y es verdad que por eso tenemos piernas en lugar de raíces. Quizá por eso, como cantaba El último de la fila, "nuestra patria está en los zapatos". Pero para los exiliados de Calais, ni eso. Son humanos sin derechos humanos. Sin zapatos. Sin patria. Y sin esperanza.
En Europa no nació ninguna de las tres religiones monoteístas. Pero en Europa se cometieron los peores genocidios de la historia contra los que rezaron al dios equivocado. El mismo dios, no importa su nombre, que nos puso a todos el corazón en la izquierda, la sangre roja y piernas en lugar de raíces. España no puede olvidar que sus exiliados murieron con los zapatos clavados en el fango. Francia no puede olvidar que dejó morir en el barro a los mismos que liberaron París en alpargatas. Y Alemania no puede olvidar lo que no olvidará el mundo entero. Es el momento de que Europa no olvide y se limite a dar ejemplo cumpliendo la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Sólo eso.
Mi amigo y cineasta andaluz, Jesús Armesto, ha viajado por intuición a Calais para dignificar a los exiliados en un documental. Sé que su cámara los mirará con el respeto de los pueblos que conservan la memoria en sus nombres y que nosotros hemos olvidado. Comenzando por las raíces. Porque ahora sus piernas desnudas lo son. Y por eso ha pedido que les ayudemos a comprarles unos zapatos. Una patria. Para demostrar al mundo que no son árboles sino seres humanos, conscientes y libres, de los pies a la cabeza.