Por una España federal
Hace bien el PSOE en hablar con claridad acerca de su apuesta federal. Y en sostener que si hay que reformar la Constitución, ello no debería producir ningún trauma. Porque las Constituciones no son sacrosantas. En Alemania se ha reformado casi sesenta veces en poco más de sesenta años.
Hablar claro es llamar a las cosas por su nombre, sin necesidad de ser maleducado. Es de agradecer, por eso, que ahora, en estos momentos de incertidumbres y desafíos para el futuro de España, el máximo responsable del principal partido de la oposición, Alfredo Pérez Rubalcaba, nos diga claramente hacia dónde cree que debe ir la organización territorial de nuestro Estado: El federalismo es el camino; y el referente más claro, el federalismo alemán.
Somos lo que fuimos, pero siempre hay una oportunidad para empezar a cambiar y a ser lo que queremos llegar a ser, sin complejos paralizantes. Es cierto que la experiencia federal en nuestro país resultó traumática. Pero esos tiempos han quedado ya lejos y con ellos las razones últimas y profundas que hicieron fracasar aquel intento federalizante de nuestro Estado. Hoy tenemos la fortuna, ganada a pulso, de vivir en un Estado que además de social (aunque cada vez menos, lamentablemente) y democrático de Derecho, es también un Estado territorial o políticamente descentralizado. Eso es nuestro Estado de las Autonomías. Lo hemos construido con esfuerzo, generosamente, y, pese a lo que unos y otros nos quieran decir ahora, ha sido un éxito, un rotundo éxito.
¿Quiere eso decir que no se han cometido errores, que no hay nada que mejorar? Evidentemente, no. En política siempre hay mucho que mejorar. Pero las deficiencias, los errores, los excesos, que es cierto que se han cometido, no pueden justificar la puesta en cuestión de nuestro modelo de Estado, y, menos aún, su desmantelamiento. Que estemos atravesando una durísima crisis económica, que se está llevando por delante el empleo de cientos de miles de personas, con sus dolorosas consecuencias; que estemos experimentando una sacudida brutal de nuestros aún incipientes derechos sociales, que tan directamente relacionados están con nuestros derechos más íntimos, los fundamentales (educación, sanidad, etc.); que se estén destapando ineficiencias administrativas, duplicidades costosas, corrupciones gravísimas y corruptelas también intolerables; todo eso, por más cierto que sea, no se soluciona destruyendo nuestro Estado de las Autonomías, ni por la vía de su centralización total ni, claro está, por la de su desintegración absoluta.
Lo que habrá que hacer es identificar problemas concretos y buscar soluciones eficientes y contrastadas. Para ello, seguramente nada mejor que mirar a nuestro alrededor, a los Estados de nuestro entorno que mejor funcionan desde un punto de vista organizativo y que, además, nos han servido de inspiración. La República Federal de Alemania, qué duda cabe, es uno de ellos.
Es mucho lo que podemos aprender aún de los amigos alemanes. Aprender, por ejemplo, que conviene que la distribución de competencias entre la Federación (nuestro Estado central) y los Estados federados o Länder (nuestras Comunidades Autónomas) esté bien plasmada en la Ley Fundamental (nuestra Constitución), a fin de evitar, en lo posible, disputas por la titularidad de la competencia. Aprender, por ejemplo, que en la toma de decisiones legislativas a nivel federal (central) con incidencia directa sobre los Estados miembros (o Comunidades Autónomas), resulta necesario favorecer la participación de estos, a través de una Cámara en la que se encuentren representados, el Bundesrat en Alemania (¿nuestro futuro Senado?). Aprender, por ejemplo, que el método a la hora de acometer una reforma constitucional predetermina, en buena medida, su resultado, y que ese método ha de basarse en la lealtad institucional de todos los actores políticos, en la participación activa de quienes van a verse afectados por esa modificación, pero también de aquellos otros que, por razón de su competencia, tienen cosas que aportar al debate, ya sean juristas, politólogos, sociológicos, economistas, etc.
Todo eso lo podemos aprender de Alemania y, seguramente, si lo ponemos en práctica, nos vaya mejor. No debería costarnos demasiado, porque nuestro Estado de las Autonomías se parece ya mucho, muchísimo, a un Estado federal. De hecho, no son pocos los que entienden, entre los que me incluyo, que España es ya un Estado federal, pero necesitado de mejoras, de perfeccionamientos en la línea de lo apuntado más arriba. Pero todo eso, todas esas propuestas, no serán nada si no compartimos de manera mayoritaria una idea básica y nuclear: que el federalismo es una forma de organización de los poderes públicos que sirve para garantizar la unidad y el respeto a la diversidad.
Quien, en el fondo, quiera acabar con esa unidad para ir independientemente, no se sabe bien a dónde y con quién, aborrecerá del federalismo tanto como quien sea incapaz de reconocer que nuestro Estado se compone de territorios diversos que merecen garantías de su singularidad. Ese equilibrio entre unidad y diversidad es lo que hace estables y prósperos a Estados federales como Alemania, Suiza, Australia o, por supuesto, Estados Unidos de América. Y ese equilibrio es la esencia del federalismo, al que, por tanto, no hay que tenerle ningún miedo, sino todo lo contrario.
Hace bien el PSOE en hablar con claridad acerca de su apuesta federal. Y en sostener que si hay que reformar la Constitución, ello no debería producir ningún trauma. Porque las Constituciones no son sacrosantas. En Alemania se ha reformado casi sesenta veces en poco más de sesenta años. Quien habla con claridad consigue desenmascarar las verdaderas intenciones de quienes se refugian en la ambigüedad. Apostemos, sin ambigüedades, por una España federal.