Ajo: Quevedo contra Victoria Beckham
La bella Beckam lo que hizo no fue otra cosa que pronunciar un axioma, un verso. Le salió la expresión redonda, le doy un diez. España, efectivamente, huele a ajo. Y eso es una virtud, me parece, en un mundo de aromas atenuados, de olfatos despistados y de aséptica obsesión.
Canción recomendada: Ajo, Liliana Felipe.
Recuerdo perfectamente las carcajadas que me provocaron las palabras de la ínclita Victoria Beckham cuando exclamó, seguramente indignadísima después de que una cazuela de gambas al ajillo pasara por delante de sus narices y anulara el aroma de la fragancia de moda que esa noche su piel vistiera: "España huele a ajo". La intención de la zagala acaso fuera la de zaherir la moral patria, y digo acaso porque ya saben ustedes que no ofende el que quiere, ofende el que puede. Y el refinado arte de la ofensa, digo yo, es algo exclusivo de las grandes mentes pensantes que en el mundo han sido. Que ofender ofendía Valle Inclán a Galdós cuando le decía "garbancero", don Quijote a Sancho, llamándole "villano, comedor de ajos", o Quevedo a Góngora.
En realidad, y sin saberlo, la bella Beckam lo que hizo no fue otra cosa que pronunciar un axioma, un verso. Le salió la expresión redonda, le doy un diez. España, efectivamente, huele a ajo. Y eso es una virtud, me parece, en un mundo de aromas atenuados, de olfatos despistados y de aséptica obsesión. Una virtud que tiene España, de las pocas que le quedan en estos tiempos. Prefiero que España huela a ajo que al olor de santidad de ricos y poderosos, a la podredumbre de los vampiros financieros o al detritus de la falsa moral de los gobernantes. España huele a ajo, sí. Igual que olían a ajo aquellos legionarios romanos que batallaban el viejo mundo hace ya unos cuantos siglos, igual que olían a ajo las pirámides, igual que olía a ajo Grecia o Bizancio.
Podríamos hacer aquí glosa de todos aquellos sabios de los tiempos clásicos que usaron con profusión el uso de esta planta, que llegó al Mediterráneo desde las lejanas estepas asiáticas miles de años antes de Cristo. Inmediatamente pasó a formar parte del patrimonio de la farmacopea, por sus propiedades, que son muchas, y que la llevaron a ser ensalzada por los primeros boticarios de la historia, y también de los primeros escritos gastronómicos. La glosa sería larga y debería incluir menciones a Gizeh, a los textos bíblicos, a los primigenios juegos olímpicos de Atenas, a Homero o a Plinio, entre otras. Demasiadas para darles cabida aquí. No obstante, no puedo dejar de recordar que, tanto Hipócrates como Apicio, cada uno padres de su disciplina, concurren en afirmarse como valedores de este pequeño y controvertido fruto. Uno lo recomendaba como medicina para todo. Otro lo incluía con profusión en sus recetas.
La historia es pródiga en ejemplos de gastrónomos y hombres de ciencia que han defendido siempre al Allium Sativa. Los médicos de la Legión Romana lo empleaban como antiséptico para las heridas mientras que, contaba Dumas, Horacio era tan grande comedor de ajos que llegó a perder los favores de alguna dama debido al olor que desprendía su aliento. También se dice que quizá fuera Virgilio el verdadero inventor del allioli. Y que, posteriormente, Galeno se refirió a él como "curalotodo".
Ajos. Foto: AM.
El ajo, al que dan nombre los celtas, sin embargo, siempre ha tenido quien lo ha denostado por la intensidad de su aroma. Decía don Josep Pla que "el ajo lo arrasa todo". Y hay pruebas de que hubo quien pensaba lo mismo antes de que el genio catalán lo pusiera por escrito. Por ejemplo, se sabe que aquellos que quisieran entrar en los templos dedicados a Cibeles debían abstenerse de su consumo. El rey Alfonso de Castilla lo proscribió en su Corte y la reina Isabel, cuya agudeza de olfato era tan notable como no lo eran sus hábitos higiénicos, no lo tenía entre sus aromas favoritos.
Quizá su mala fama, debida a los efluvios que exhala quien lo come, se debe también a que el ajo siempre ha sido comida de pobres y de labriegos. Por ello, su aroma está asociado a la baja estofa y a los usos del vulgo. Cuando se leen las recomendaciones de la Pardo Bazán, aristócrata y escritora, uno se puede revolver indignado al saber que la condesa recomendaba a las amas de la casa que dejaran que sus cocineras manejaran ajos y cebollas para evitar que el "traidor y avillanado rastro" de su aroma "se conservase entre sortijas de rubíes y la manga calada de una blusa".
No le tengáis miedo al ajo. Si bien es verdad que un mal uso del mismo puede arruinar cualquier comida, es ingrediente necesario. Las grandes gastronomías nacionales del mundo lo adoptaron desde siempre como elemento fundamental de sus recetarios. ¿Qué sería de las grandes recetas italianas sin ajo? ¿Cómo podríamos entender los aromas de la Provenza excluyéndolo de sus preparaciones? ¿Qué es una sopa de ajo sin ajo?
Hace unos años el maestro Arzak cocinó para la reina Isabel II. Le preparó una merluza en salsa verde. Como la Beckham, y como tantos viajeros ingleses que desde el siglo XVIII vienen quejándose de la profusión del ajo en nuestra Iberia, la reina no es muy aficionada al ajo. De modo que el viejo Juanmari le preparó una merluza en salsa verde sin ajo. Aberraciones del destino. En los txokos de Donosti aún se están riendo.
El ajo, dice el refranero popular, que esté pero que no se note. Como todo, hay que saber usarlo. Hay quien abusa de él y destroza unas angulas sumergiéndolas en un aceite lleno de ajos fritos flotando. Al final, lo más rico del plato, las angulas, desaparece en un mar oleico y fragante que enmascara su sabor. Eso sí, el pan de la mesa también desaparecerá naufragando en la cazuela en forma de sopas. Y así con todo. A nadie se le ocurriría añadir una picada de ajos crudos a una ensalada de buenas lechugas. Pero si en vez de eso lo que haces es frotar la ensaladera con un ajo crudo, conseguirás engalanar de aromas y matices tu refrescante plato.
Cuidado con esos ajos que resisten en las alacenas durante semanas y se niegan a morir. Quítales el germen central para evitar que de perfume maravilloso se transformen en agrio recuerdo de una mala comida. Como bien decía el maestro Camba, la cocina española está llena de ajo y de religión. Sabemos que la etiqueta obliga a evitar ciertos temas en la mesa. Si no queremos enturbiar un agradable almuerzo enzarzándonos en temas de Iglesia o de política, evitemos también que el ajo le quite el protagonismo a nuestros platos. Juguemos con la mesura y el equilibrio. No le demos la razón a la Beckham.
Eso sí, no renunciemos nunca a nuestro salmorejos, ni al ajoblanco ni al almodrote, al allioli o al all cremat. A esas píldoras sápidas en las que se convierte un ajo encamisado después de salir del horno, donde ha estado acompañando a un corderillo lechal mientras se asaba. No. Si España huele a ajo es porque el ajo es España. El ajo de Las Pedroñeras, el ajo de Chinchón, el ajo de El Quijote, el de las sopas de ajo, el ajo de Lázaro de Tormes, el ajoaceite del Levante. Si la luna es "ajo agónico de plata" como dijo Federico, el ajo es sol que ilumina nuestros platos.
A lo mejor Camba me quitaría la razón, a lo mejor Pla me negaba la mayor. Pero el ajo es el ajo. Que no me lo toquen.
Sed curiosos.
Besos y sus cosas.
PD. Hay quien dice que el ajo tiene virtudes vigorizantes si es frotado en las gónadas masculinas, lo cual no es recomendable si la pareja de uno es un vampiro. Si alguien lo prueba, no deje de compartir sus experiencias con nosotros.