Redescubriendo el espíritu del 45 para comprender el presente

Redescubriendo el espíritu del 45 para comprender el presente

En el documental de Ken Loach, El espíritu del 45, asistimos a un recorrido histórico en el que se describen las razones socioeconómicas por las que el partido laborista ganó las elecciones y su programa de acción política, precursor del ambicioso Estado del Bienestar.

"Para mejorar la condición de la raza humana no se trata de disminuir su número, sino de agudizar sus intelectos".

Thomas J. Wooler. The Black Dwarf. 31 de diciembre de 1823.

Hace unos días, al fin pude visionar el último y premiado documental de Ken Loach, El espíritu del 45, estrenado a principios de este año en el Festival de Berlín. En él, asistimos a un recorrido histórico en el que se describen las razones socioeconómicas por las que el partido laborista de aquel entonces ganó las elecciones al término de la Segunda Guerra Mundial, detallando cómo se llevó a cabo su programa de acción política, precursor de la formación del ambicioso Estado del Bienestar europeísta. En la parte final del metraje se resumen las reformas políticas conservadoras activadas desde finales de los años setenta que terminaron por desestabilizar el modelo público británico, logrando que entre una buena parte de la opinión pública los ideales sobre el perfeccionamiento colectivo de la sociedad fueran sustituidos por el auge productivo y la capacidad interminable para el sacrifico y la autorresponsabilidad del individuo como principales preocupaciones ideológicas.

No es mi propósito hacer un comentario crítico positivo ni tampoco una revisión al discurso pergeñado por Loach a través de las emocionantes entrevistas que realiza con diversas personas que vivieron y participaron de aquella época. Más bien, quiero inspirarme en la temática y recorrido que ha utilizado para pasar a hacer una breve interpretación de lo que se construyó en Inglaterra en aquellos momentos de mitad del siglo XX.

Mi objetivo es observar la vigencia de muchas de aquellas ideas sociales y de los planteamientos vitales que las inspiraban, bosquejar la influencia que tuvieron, aunque fuera indirectamente, sobre el posicionamiento de los partidos progresistas en España durante la transición. Y finalmente, atender a los últimos y escasos reductos políticos e intelectuales que actualmente mantienen la tensión para evitar la lógica de la privatización de los servicios públicos y la desaparición de la cultura de lo común; esto último, lo común, fue la semilla que logró germinar al cierre del conflicto contra los fascismos y el terror nazi, y es la que ahora más está sufriendo por reinterpretaciones interesadas para ajustar su significado a las creencias de cada grupo social. Iniciemos el viaje:

En 1945, al volver del frente, la clase trabajadora británica se reencontró con un discurso laborista elaborado en torno a la ilusión por el porvenir, donde el sesgo cognitivo, de estar fijado en la capacidad para vencer al enemigo, pasó a centrarse en la disconformidad con la sociedad, es decir, en exigir la capacidad moral y tecnológica para eliminar la pobreza y que todas las clases tuvieran igualdad de oportunidades para prosperar. Fue el momento de reclamar por los sacrificios realizados, por la coherencia de practicar y recibir los derechos y obligaciones de la democracia occidental, es decir, por el supuesto ideario por el que tantas vidas se habían perdido en la contienda bélica.

¿Cómo era posible que una nación que todavía ostentaba el dominio sobre uno de los mayores imperios en el mundo y que había logrado vencer al III Reich, permitiera que hubiera tantos millones de compatriotas en Londres, Bristol o Manchester inmersos en la absoluta miseria, soportando un paro masivo, con niños mal nutridos, y familias afinadas en casas sin una mínimas condiciones de salubridad?

Los efectos de aquel escenario de injusticia social se tradujeron en que apenas tres meses después de la rendición de Alemania, Winston Churchill tenía que abandonar Downing Street. El partido laborista liderado por Clement Attlee ganó las elecciones con el 47,7% de los votos, mientras que los conservadores tuvieron que conformarse con el 39,7%, y los liberales eran reducidos a la mínima expresión, logrando únicamente el 9%. Se trató de un terremoto político para las clases altas británicas, un fenómeno que les pilló por sorpresa, y que se prolongó durante los siguientes 6 años. Como vamos a ver, aquella victoria obedeció a un conjunto de factores socioeconómicos que tenían su origen en el final de la década anterior.

El economista liberal, aunque muy influenciado por el pensamiento socialista, William Beveridge, que en el período de entreguerras llegó a ser el director de The London School of Economics, en 1942 ideó un paradigmático informe emitido por la Social Insurance and Allied Services, donde denunció los grandes males de la sociedad británica -la miseria, la ignorancia, el deseo, la ociosidad y la enfermedad- y presentó un diseño para alcanzar una seguridad social universal, donde los que menos tenían eran los que menos debían contribuir y, a su vez, los que debían estar más protegidos. Y todo ello debía ir unido a algo más profundo, un cambio de paradigma para terminar de introducir una serie de transformaciones estructurales en las instituciones, en la regulación del mercado, y en cómo debían ser las relaciones entre el Estado y la ciudadanía. La cooperación como idea de acción colectiva recobró un significado pleno y vigoroso no para los tiempos de guerra sino para la paz. Así, el Informe Beveridge fue la punta del iceberg de un espíritu que terminó de plasmarse con la fuerza del cambio histórico en el manifiesto laborista de 1945 Let us Face the Future. Victory in War Must Be Followed by a Prosperous Peace. En aquel programa director se esbozó el sueño:

En primer lugar, se concluyó que las crisis económicas que habían acelerado el desencadenamiento de las dos guerras mundiales se explicaban en términos de superestructura, es decir, por la altísima concentración del poder económico en las manos de muy pocos hombres, monopolios que habían funcionado al servicio de sus respectivos intereses egoístas, convirtiendo a las democracias en regímenes totalitarios para las clases trabajadoras, dado que no sentían ninguna responsabilidad hacia ellas, por lo tanto, tampoco la sentían hacia el Estado como una construcción social común.

En segundo lugar, para alcanzar el pleno empleo que prometían todos los partidos del espectro político, consideraron que la única vía realista para no caer nuevamente en la habitual mentira electoralista para captar el voto del ciudadano tenía que pasar por nacionalizar los monopolios privados y ponerlos al servicio de toda la sociedad. Un proceso radical de intervención que surgía como consecuencia de la mala gestión de los propietarios y gestores, de la especulación y sus burbujas, consecuencia de la inherente falta de regulación normativa sobre el mercado. A su juicio, el funcionamiento corrupto del sistema estaba provocando unos niveles de desempleo - alrededor del 25%- y de desequilibrio financiero sumamente peligrosos. Su resolución dependía de la capacidad para la generación directa de puestos de trabajo sostenibles - salarios justos y sistema fiscal equitativo- por parte del gobierno, lo que permitiría el aumento del consumo. La primera apuesta debía poner al servicio de la comunidad todas las riquezas en materias primas de la nación -hierro, acero y carbón-, puesto que eran una propiedad común, de todos. Por consiguiente, se perfiló un ciclo de reindustrialización gestionado por la administración pública que permitiera bajar los precios y aprovechar todos los márgenes para hacer grandes inversiones y sacar solidariamente al país de la destrucción. Entre las grandes inversiones previstas en el programa destacaba la modernización de todo el sistema de transportes que también debía pasar a ser un servicio de titularidad del Estado. Igualmente, consideraron como una cuestión urgente la construcción de viviendas sociales para las rentas más bajas, las cuales debían tener un estándar de habitabilidad óptimo, no como antaño, cuando programas públicos similares habían terminado por ser un fraude por el uso de materiales defectuosos o de bastante poca calidad.

Y en tercer lugar, el manifiesto describía muy claramente que había que atender otras dos necesidades fundamentales para traer la paz: la sanidad y la educación. Así, la escolaridad obligatoria se incrementaba hasta los 16 años y toda la secundaria pasaría a ser gratuita. También propugnaban la semilla de lo que terminaría por ser su sistema de sanidad pública: todos los ciudadanos tendrían derecho a una cobertura médica, y ésta siempre daría acceso al mejor tratamiento disponible para cualquier enfermedad, con total ausencia de discriminación y sin costes añadidos. Además, se invertirían grandes recursos para la construcción de hospitales modernos e impulsar la investigación.

Otra de las consideraciones que trató el manifiesto fue defender las ayudas a las familias y no penalizar una procreación excesiva. Este era un sesgo implantado desde principios del Siglo XIX por el malthusianismo y, desde entonces, se vino utilizando por las clases dirigentes como razonamiento tramposo para asociar los altos niveles de desempleo y pobreza con una falta de control en la natalidad de las clases más bajas.

Hacia 1820, la teoría malthusiana llegó hasta el punto de construir la creencia entre una parte de los primeros movimientos obreros británicos de que debían restringir su número para no sobresaturar la demanda de trabajadores. Todo de lo que debían preocuparse consistía en controlar cuántos eran para adecuarse al trabajo y a los alimentos disponibles. Esta concepción, como subrayé antes, se convirtió en una tradición heredada que el manifiesto del 45 trató de derribar de una vez por todas. La idea sustitutoria de los laboristas fue profundizar en el valor del trabajo, difundiendo que el único elemento que se acumula en el transcurso del proceso productivo es la cualificación del trabajador, por ello, su desarrollo intelectual y moral son los factores que impulsan realmente el avance tecnológico y la innovación, los que gestionados por el interés común y con recursos financieros públicos, acabarían con la escasez de empleo y, sobretodo, con las carencias primarias -comida, salud, alfabetización y vivienda-, dado que el ritmo y la viabilidad de sufragar estos presupuestos no estarían determinados por el mero crecimiento geométrico de la población. Se colocó delante de la opinión pública la cuestión, no solamente política sino también técnica, de la redistribución equitativa de la riqueza y de los recursos como contraposición a los teóricos de los límites del crecimiento.

Con todas estas promesas y posicionamientos ideológicos, el Gobierno laborarista entró en acción para transformar la realidad de los británicos y traer un mundo más justo. Entre sus filas destacó Aneurin Bevan, que pasó a ser el ministro de Sanidad: un orador fogoso, originario de Gales, de formación marxista y fan de William Morris. Sin duda, fue el motor de arrastre para impedir que el resto del gabinete aminorase la profunda carga de reformas contenidas en su programa según se fueron movilizando las barreras políticas y materiales en su contra. Dirigió con mano de hierro la puesta en marcha del National Health Service (NHS), pese a la oposición inicial de la mayoría de las asociaciones profesionales de médicos que temían perder capacidad adquisitiva en sus salarios si la sanidad privada era eliminada, o si era debilitada en exceso, o si se les prohibía la compatibilidad para trabajar en el doble servicio, el público y el privado. Bevan a partir de las fuertes críticas que recibió a la hora de implantar el nuevo modelo, concluyó que sanidad pública y Estado del Bienestar terminarían por ser términos intercambiables, y más aún, el primero pasaría a ser el alma del segundo. Desde su visión socialista, construir y financiar entre todos los ciudadanos un servicio que siempre estaría listo para cuando fuera necesitado sin los estragos de la ansiedad provocados por no tener dinero para cuidados o medicamentos, representaba el paso más importante para articular una comunidad de personas iguales ante la ley, donde el hedonismo, el clasismo y el individualismo egoísta quedarían relegados como conductas desvalorizadas en términos prácticos y, además, éticamente pasarían a estar mal vistas.

Sin embargo, pese a sus históricas conquistas, Bevan terminó dimitiendo de su puesto cuando el gobierno de Attlee, debilitado por el mal resultado de la relección de 1950, dio marcha atrás sobre algunas coberturas gratuitas como la reposición de dientes postizos o los cristales y monturas para ver. Su irritación vino provocada por lo que consideró una falta de consideración moral de quienes atacaron al modelo ya no únicamente por el elevado coste que tenía sobre las finanzas publicas, sino porque prejuzgaban de la peor manera posible la conducta humana, sosteniendo que el grueso del pueblo, incluidos los más humildes, harían un abuso de las bondades del sistema. Su respuesta ante esa visión maliciosa de la naturaleza de las personas consistió en un razonamiento simple pero claro: "Si nunca había existido un servicio así, no se podía saber cuál sería el resultado; un pre-requisito para poder estudiar una conducta humana determinada es que a ésta, primero, se la permita poder actuar un tiempo de ese modo". Para Bevan, era necesario confiar en el civismo y dejar que el modelo anduviera y se fuera autorregulando, pero no para ser recortado sino para mejorar en sus prestaciones, promoviendo una cierta fe similar a la que tanto se suele exigir cuando se trata de apoyar la puesta en marcha de un nuevo negocio durante sus primeros años de vida en el mercado.

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Fotograma del documental The Spirit of '45. Foto: AGP.

En el terreno económico, tras la euforia inicial de la nacionalización, no pasó mucho tiempo antes de que las dudas comenzaran a aflorar. La planificación económica, asentada sobre principios más keynesianos que puramente socialistas, no podía traer el pleno empleo tan rápidamente como se había pretendido. A la vez, había una serie de circunstancias históricas que condicionaban las posibilidades de éxito. Por ejemplo, una desventaja para el Gobierno de Attlee fue que las ciudades británicas y sus industrias habían sido golpeadas por los bombardeos alemanes, pero no habían sufrido la destrucción masiva que permitió a la economía alemana renacer desde una hoja en blanco. Más importante aún, las estructuras económicas británicas de clase sobrevivieron a la guerra prácticamente indemnes, en contraste con los países que habían sido traumatizados por la invasión y la ocupación, lo que les permitió repensar sus culturas económicas con una mayor capacidad de giro.

Pero lo fundamental era que el país estaba realmente en la ruina. Se había derramado toda su riqueza en abastecer la Guerra e Inglaterra sufría una avalancha de deudas absolutamente insostenible para el Estado. Se habían empeñado sus activos más valiosos, incluyendo una gran porción de las inversiones que todavía mantenía en colonias como La India.

Además, estaba el coste de mantener un cuantioso ejército de ocupación en Alemania y ante el amanecer de la era nuclear, el orgullo británico exigió de inversiones generosas en las nuevas armas para mantener su influencia geopolítica. En consecuencia, el desarme, que algunos en el Partido Laborista habían ansiado, resultó una ilusión. Y el gasto se mantuvo.

En las elecciones adelantadas de 1951, motivadas en gran parte por la divisiones internas del Gobierno y del partido en el poder, Churchill, aunque por la mínima, logró regresar a Downing Street, y lo cierto es que el sueño del 45 tuvo que volver a la dura realidad y regresar a la oposición, pero fue indiscutible que dejó un legado decisivo. El NHS, en tiempo récord, era ya una realidad irrevocable en su totalidad para la ciudadanía, y la cultura social de mantener unos servicios públicos universales que garantizaran la igualdad de oportunidades se alzaron como los pilares para la regeneración democrática de Gran Bretaña, y para la construcción europea en ciernes.

Antes de retomar el cronograma de acontecimientos seguido por el documental de Loach para entrar en el salto a las contra-reformas lideradas por Margaret Thacher en la década de los años ochenta, me gustaría mencionar de nuevo el manifiesto laborista, porque en él, como ya apuntábamos más arriba, se acumula un conjunto de ideas de fondo que fueron retomadas por los partidos de centro y de izquierda en la reconstrucción de la democracia española, adoptadas como mentores de una forma de hacer política y alcanzar un estado igualitario y de paz social. De hecho, la esperanza y la ilusión que se respiraba entre los trabajadores ingleses en aquellas elecciones de 1945, y que se plasman excepcionalmente en los testimonios recogidos en el documental, resultan similares a las emociones y anhelos que se experimentaron en España durante su primera serie de elecciones democráticas. Siguiendo el hilo de todas estas circunstancias, me he ido a buscar algo de nuestro pasado reciente que pudiera reunir algunas propiedades similares a las de aquel programa, y me he encontrado conel discurso de investidura como presidente de gobierno de Felipe González en 1982. A continuación, mencionaré algunas ideas contenidas en él, y haré algunas valoraciones al respecto.

Para empezar, el discurso carece de un lenguaje extremadamente sonoro o grandilocuente, algo que se intuye como premeditado, pese a lo cual, todavía no adolecía del patrón hueco con el que se articulan actualmente discursos similares, colmados por frases hechas y a menudo traicionadas en su significado por las acciones posteriores. En este caso, el amanecer estaba más próximo que el crespúsculo, y eso hizo que las concepciones políticas utilizadas, aún hoy, resuelvan con más elocuencia que de costumbre.

En términos generales, se profundizaba en un compromiso para dar soluciones al problema del paro, el fraude fiscal, la evasión de capitales, contener la inflación y aplicar racionalización sobre el gasto público ¿Les suena? En cierto modo, las cosas han cambiado menos de lo esperable después de 30 años, o simplemente es la prueba de la oscilación recurrente de los ciclos históricos que retornan mientras el sistema económico dominante se mantenga inalterado.

La palabra "cambio" ocupó espacios de manera reiterada en el inicio y el final del discurso, siempre asociada a la creencia en una expectativa de futuro, de horizonte y, por consiguiente, de mejora. La necesidad de transmitir fe en el porvenir era contundente. Este es un punto de coincidencia con el discurso laborista.

En otro momento se lee lo siguiente: " (...) debo reafirmar que este horizonte pertenece a la vez al futuro y al pasado, y es la reencarnación actual de valores de siempre, porque el proyecto viene a revitalizar la solidaridad humana debilitada por el individualismo, por el egoísmo corporativo y por la agresividad competitiva de grupos sociales muy concretos". He aquí una apelación a principios de justicia social y de recuperación de significados sobre lo colectivo frente a la pequeñez del individuo como agente aislado, lo que le entroncaba con los planteamientos reformistas de Beveridge.

Esta similitud con el economista británico se hace más acusada en el momento en que se alude al plan de estímulos para el sector privado, concentrado a través de la inversión y el crecimiento del sector público, concediendo a este último todas las herramientas necesarias para que fuese la palanca para ejecutar la redistribución y rebajar la desigualdad. En cualquier caso, se cuidó mucho de no caer en un mensaje excesivamente intervencionista, o para que no pudiera ser percibido como abierto a procesos de nacionalización de industrias y monopolios en manos del sector privado, tal y como sí hizo Attlee.

En aquel discurso, el expresidente español concebía el progreso en unos términos que iban más allá de lo estrictamente económico, dando una importancia capital a la calidad de la enseñanza, y muy especialmente a la regeneración de la educación universitaria para cultivar un acceso mayoritario a ella desde las clases trabajadoras. Y asumió como principio moral la medición de la dignidad de nuestro país examinando cómo resulta ser el trato que se otorga a los sectores más débiles y desfavorecidos. Este parámetro, en la actualidad occidental -véase el reciente discurso del nuevo rey de Holanda, Guillermo Alejandro- se encuentra cada vez más diluido y amenazado para que la opinión pública lo deje de considerar, en términos políticos, como un problema prioritario.

Si atendemos al último informe patrocinado por Naciones Unidas sobre los países más felices del mundo (World Happiness Report 2013), se observa que la concepción de felicidad, influida por el pensamiento del economista Amartya Sen, se ata indefectiblemente a la capacidad del individuo para actuar libremente y sentir, a nivel emocional, que está pudiendo satisfacer sus necesidades básicas y ejercitar sus habilidades innatas, teniendo a su alcance un abanico cada vez mayor de elecciones.

Así, los autores del informe, prescriptores de un capitalismo idealizado, reformado por aspectos éticos que impulsen un mercado libre sin corrupción, aplicaron la escalera de Cantril para que cada persona entrevistada valorase la satisfacción que siente con respecto a su vida, fijando los valores entre el 0 y el 10, para luego pasar a determinar el bienestar en una escala cualitativa con preguntas del estilo: 1) ¿Recuerdas si ayer sonreíste o te reíste mucho? 2) ¿Cómo de feliz te sientes? 3) ¿Y de enfadado? 4) ¿Y de triste? España ha quedado retratado en un inapetente puesto 38 de entre un total de 156 naciones. Además, ha sido el sexto país que más puestos ha perdido en el ranking con respecto a informes anteriores. E igualmente, tiene un registro bajo en cuanto al nivel de felicidad explicada por la generosidad.

Echo de menos que, aunque sí que se incluye el concepto de apoyo social en la cuantificación final de los resultados, no se profundice más en medir la felicidad del individuo mediante valoraciones relacionadas con la dignidad humana, es decir, más directamente con la proporción de justicia social, de solidaridad con los más débiles, y de altruismo recíproco percibidos y practicados en la sociedad en la que se vive. De manera que la idea de felicidad se sincronice mucho más con el ritmo con el que se produce el progreso colectivo de todas las capas de la sociedad, y no preferentemente con el progreso individual.

En el cierre del alegato de 1982, el último detalle que captó mi atención ha sido una llamada para practicar un credo de ética política, según la cuál se debía salvaguardar la coherencia entre el uso del lenguaje y las acciones materiales que las habían de llevar a la práctica: " (...) a veces, tras palabras que suenan como semejantes existen políticas distintas, personas con formación e ideología diferentes".

De lo que se deduce que entender la forma en la que se construyen nuestras creencias es vital para ser capaz de discernir lo verdadero de lo que no lo es y, más aún, si las cuestiones sobre las que hay que decidir, en las que se debe creer o no, están mediadas por intereses políticos.

Nuestro cerebro es una máquina diseñada para creer. Diseñada para buscar en la realidad repeticiones, patrones mediante los cuales poder asociar significados, intenciones y estrategias a los acontecimientos que experimentamos. Con el ejercicio de la patronicidad asimilamos lo que es verdadero, y desde ahí se van hilando las creencias con las que interpretamos los fenómenos del mundo. En cognición, podemos cometer dos tipos de errores fundamentales: a) el falso positivo, creer que algo es real cuando no lo es -un ejemplo aquí podría ser la estrategia que gestionó la OMS y muchos gobiernos del mundo para controlar la pandemia de gripe A- b) el falso negativo, creer que algo es irreal cuando sí es real -en este caso, podríamos indexar la falta de visión de los gobiernos y resto de agentes a la hora de detectar la envergadura de la última gran recesión economía mundial-. El coste para la supervivencia de cometer un falso positivo suele ser bastante menor que el coste de creer en un falso negativo. La eliminación de estos fallos de cognición mediante la corrección de patrones es lo que nos permite hacer predicciones fiables. Es lo que impulsa el aprendizaje por asociación.

El científico Michael Shermer ha estudiado a fondo las causas por las que perfiles altamente cualificados, con una preparación intelectual muy notable, sin embargo, creen en bastantes supersticiones, en lo sobrenatural, o en creencias irracionales o de poca probabilidad racional. A grandes rasgos, su conclusión ha sido que recibir educación en ciencias no garantiza el escepticismo como hábito de la mente. Por ejemplo, aún hoy en día, el 70% de los estadounidenses no entienden el método científico, y esa cifra tiene su explicación en que el sistema educativo no ha sido eficaz, al limitarse a enseñar lo que la ciencia conoce y olvidar que también se debía haber enseñado cómo funciona y trabaja la ciencia.

La mayoría de las creencias más profundas y arraigadas que tenemos son prácticamente inmunes al ataque de las herramientas convencionales que se usan en la educación. Un cambio de creencia es el resultado de un proceso combinatorio bastante complejo, donde se reúnen, primero, transformaciones psicológicas en el nivel de la persona; determinadas por el ambiente familiar, los amigos y los colegas más íntimos; y, segundo, transformaciones cognitivas determinadas por la evolución social, cultural, política, económica y religiosa de la comunidad o nación en la que vive cada individuo.

Una forma eficiente para tratar de girar una creencia en uno de nuestros conocidos comienza con entregarle datos, información contrastada y apoyada por el sesgo científico, y presentarle alguno de los errores de cognición que mencioné antes. Al menos, si se logra demostrar a alguien los riesgos, los efectos negativos que acarrea una creencia determinada, lo más probable es que, a continuación, disminuya la sensación que dicha persona tiene sobre los beneficios que genera su creencia. En comunicación política, saber jugar con las creencias del electorado es el factor de batalla más determinante para ganar la credibilidad y el apoyo que se necesitan para realizar políticas que van contra cierto tipo de creencias muy arraigadas.

A este razonamiento que acabo de exponer le aúno las peculiaridades del denominado efecto Mateo (llamado así por la parábola de San Mateo, 13:12 y 25:29); fue descrito por Harriet Zuckerman y Robert K. Merton para describir un curioso efecto que habían percibido en el modo en que crece la reputación de los científicos. Así, los investigadores más eminentes y más reputados adquieren un desproporcionado crédito por sus siguientes contribuciones, mientras que los científicos desconocidos, con méritos y contribuciones similares, reciben un reconocimiento desproporcionalmente pequeño en comparación. El mundo, en la peculiaridad de su patrón de reconocimiento, tiende a dar mucha mas veracidad y legitimidad al que ya es popular o famoso. De algún modo, la acumulación crece con el tiempo, de manera que los ricos se hacen más ricos, y los pobres más pobres. La parábola bíblica se convierte en una parábola sociológica, donde la acumulación de ventajas o desventajas por algunos segmentos de la población no está necesariamente correspondida con diferencias demostrables en base a un aumento o disminución de sus capacidades. Por lo tanto, la acumulación de reputación tiende a crecer una vez se logra reconocimiento, y la ventaja reside en la capacidad que adquiere el "agente rico" para que sus ideas, verdaderas o no, se convierten en creencias para el resto.

Esta amplía digresión alrededor de las creencias, la utilizó como puente para introducirnos en la época de Margaret Thatcher, volviendo así a la cronología del documental de Loach. Aunque es cierto que la narración del director pasa por alto el compendio de factores que llevó al poder a la dama de hierro, hay que destacar que una de las razones principales fue el colapso de otro gobierno laborista, en este caso el presidido por James Callagahan desde 1974, quien presionado por la recesión económica mundial y por una inflación nacional galopante, optó trágicamente por aplicar políticas liberales, dejando sin desarrollar la mayor parte de su programa electoral y, en consecuencia, confrontando de lleno con uno de sus principales aliados, los movimientos obreros. Una vez más, el descontento del votante natural de izquierdas permitió a los conservadores alcanzar el gobierno en 1979. Aquella "traición" a su público le costó al laborismo tener que esperar 18 años para volver a gobernar.

En 1983, justo para blindar su reelección, Thatcher y su partido diseñaron un manifiesto para que la ciudadanía británica creyera en la bondad y en lo inevitable de su programa. Ya tenían una reputación, ella era ya un "agente rico", momento idóneo para buscar modificar algunas creencias arraigadas así como disfrazar de supuesta racionalidad otras tantas creencias profundamente irracionales.

Bautizado como "The Challenge of Our Times", Thatcher pasaba revista a los supuestos logros de sus cuatro años anteriores en el poder, y bosquejaba sus nuevas ambiciones. Iniciaba el discurso aludiendo a la consecución de haber recuperado la autoestima y la confianza para elevar la felicidad del pueblo británico (la victoria en la guerra de las Malvinas había contribuido a ello). Los ejes principales contenidos en el manifiesto para mejorar la todavía difícil situación económica eran básicamente dos:

El primer eje consistía en seguir trabajando en reducir el alto nivel de desempleo, cuya solución no podía pasar bajo ningún concepto por aumentar el tamaño de la administración pública sino por reducirlo mediante una venta paulatina de las principales empresas y monopolios estatales, lo que les proporcionaría eficiencia, expansión y modernización, y con ello vendría la generación de nuevos puestos de trabajo, y todo con estabilidad en los precios. Así se anunció, sin ningún rubor, la privatización de British Telecom, Rolls Royce, British Airways, la gestión y propiedad de los aeropuertos, British Steel, The National Bus Company y The British Gas Corporation.

Y el segundo eje se basaba en "(...) proteger a los miembros más vulnerables de nuestra sociedad, muchos de los cuales contribuyeron a la herencia que ahora disfrutamos. Estamos orgullosos de la forma en que hemos protegido de la recesión al pensionista y al Servicio Nacional de Salud (...) construir una sociedad responsable que proteja a los débiles, pero también que permita que la familia y el individuo florezcan". La condición o el coste para mantener este segundo eje lo plasmó de un modo extremadamente claro: "Sólo si se crea riqueza podremos seguir haciendo justicia a los viejos, a los enfermos y a los discapacitados. Es el éxito económico lo que proporcionará la garantía más segura de la ayuda para los que más lo necesitan".

Otra vez las viejas concepciones del malthusianismo irrumpían en el inconsciente colectivo. Los mercados lo condicionaban todo, lo justificaban todo. En su discurso, la lógica era construir la creencia, las explicaciones para justificarla vendrían después. De este modo, fue plantando semillas que irían madurando en ideas en las que la gente empezó a creer cada vez más fácilmente.

Como, por ejemplo, obliterar las corporaciones locales, lo que llevó a la eliminación del Greater London Council, ya que hacerlo permitiría ahorrar dinero del contribuyente, bajarle impuestos y, a cambio, no se perdería ninguna prestación importante, ya que las funciones con valor las asumirían las administraciones superiores o bien empresas privadas especializadas y más eficaces.

El funcionario público se retrataba como un burócrata, lento, poco competente, con un salario demasiado alto y que trabajaba poco. Los sindicatos eran caricaturizados como agentes egoístas e insolidarios a los que había que recortar no ya derechos sociales sino "privilegios", dado que no buscaban el interés común sino reproducir su propio status quo, lo que impedía la modernización de la economía. Pero los datos científicos para demostrar todas estas hipótesis y los supuestos escenarios mejorados de futuro brillaban por su ausencia.

El centro de su filosofía, el fondo de su retórica, era recuperar una especie de Gilded Age a la americana: un periodo de reconstrucción tras la Guerra de Secesión que duró hasta 1890 y que expandió la economía mediante la desregulación de los mercados. Esta época dorada fue idealizada como referente político y económico por Ronald Reagan en unos términos que históricamente nunca existieron. En cualquier caso, para Margaret Thatcher y su partido conservador, el individuo era el todo y la comunidad se desvaloraba para ser reducida a una parte accesoria y secundaria. Estuvo siempre convencida de que si cada ciudadano se liberaba de la carga debilitante de mantener el Estado del Bienestar, todos tendrían más fuerza, más voluntad y más recursos para trabajar en su propio interés, y de ese modo florecería la mejor Inglaterra imaginable. El Estado sólo debía ser el estrictamente necesario: pequeño, concentrado, y alineado con posibilitar todo el mercado que fuera posible.

Lo cierto es que tras leer estos manifiestos y discursos tan antagónicos en intereses y orígenes, es fácil percatarse como, en muchas ocasiones, las palabras que se utilizaron eran nominalmente las mismas, y ha sido el estudio de la evolución histórica lo que ha demostrado que encerraban posiciones, cuanto menos, ligeramente diferentes. Probablemente, como indicó el politólogo Murray Edelman, no es una cuestión de creatividad lo que gana al público para creer, sino contar a la gente lo que quiere escuchar en un contexto que haga creíble el mensaje. Consiste en dar un paso más allá, desde el plano de lo que tiene credibilidad -credibility- hasta el plano de lo que tiene la propiedad de poder ser creído por una demanda social que lo necesita -believability-. El método científico salta por los aires, y sufre un destierro a los confines más alejados de la actividad social. Veamos un ejemplo interesante para explicar mejor este fenómeno.

Antes de la recesión económica mundial, en 2006, la Comisión Europea puso en marcha el proyecto PIQUE (Privatisation Of Public Services And The Impact On Quality, Employment And Productivity). Dirigido por una serie de expertos científicos, su objetivo era analizar empírica y rigurosamente la trayectoria de más de 15 años de privatizaciones de empresas públicas en países europeos como Bélgica, Suecia, Alemania, Gran Bretaña, Austria y Polonia, midiendo si se habían producido las supuestas eficiencias y ganancias que, a priori, debían traer al propio sistema público, a los intereses del ciudadano y al conjunto de la economía. En 2009, se publicaron los minuciosos resultados, y éstos no pudieron ser más concretos y coherentes con la realidad de cómo funciona el capitalismo.

El proyecto PIQUE demostró que la liberalización y privatización de los servicios públicos tienen efectos negativos sobre el empleo y las condiciones laborales -reducción de salarios y condiciones más precarias-, junto a unos efectos variados y sumamente contradictorios en cuanto a mejoras en productividad y en la calidad del servicio. La forma de liberalizar sectores monopolísticos públicos se habría centrado en dejar entrar empresas privadas en competencia, pero muchos puntos clave de la cadena de valor que se agrupaban dentro del servicio se habrían menospreciado, abandonado o devaluado en calidad. La privatización, como fundamento general, resultó ser un éxito en términos de cambio en las estructuras de propiedad, pero fue un fracaso a la hora de crear servicios más competitivos e innovadores.

Adicionalmente, certificaron que el ciudadano, en la mayoría de los casos, pasó a ser un consumidor que en función de su capacidad adquisitiva y del lugar de residencia, obtendría acceso a un servicio determinado, de manera que la universalidad igualitaria habría desaparecido para ser sustituida por una pirámide comercial de precios que estaría ampliando la distancia entre los que más tienen y los que menos. En definitiva, su conclusión fue que la naturaleza de la prestación de servicios no debería dejarse a la obra "libre" de las fuerzas del mercado, sino que debería ser garantizada por una fuerte regulación, integral y responsable, que asegure el cumplimiento de todos los requisitos.

¿Podemos afirmar que este informe ha servido para acabar con los debates distorsionadores sobre la inviabilidad del Estado del Bienestar y para deslegitimar la supuesta racionalidad de aquellos que todavía defienden las políticas de privatización de servicios públicos como empíricamente superiores a la gestión directa por parte de la administración?

No parece que el ala europea favorable a la liberalización le haya querido prestar alguna legitimidad. No cabe duda que sus creencias, aunque sean evaluadas como no científicas, parciales o ignorantes, permanecen inalterables, tal y como ocurre con el Tea Party estadounidense. En ambos casos, la profunda recesión que todavía se experimenta en media Europa y en EEUU se ha convertido en la prueba que utilizan para justificar que sus tesis contienen las únicas opciones factibles para solucionar el gran problema, sin tener conciencia de la situación de peligro en la que colocan a la democracia.

Personalmente, no suscribo todas las recomendaciones que fueron recogidas en el informe PIQUE, ya que su receta para mantener los servicios públicos bajo titularidad del Estado también pasaría por utilizar conciertos reglamentados para que empresas privadas asuman parte de la cadena de valor de las prestaciones. Y por otro lado, apostaron por impulsar nuevas fórmulas de participación del ciudadano en los servicios, es decir, los copagos adicionales a las aportaciones a la seguridad social que vamos conociendo en España. Procedimientos de los que discrepo y que no concibo precisamente como soluciones innovadoras.

Hemos llegado al final de este recorrido, a la tragedia de que las creencias no estén sujetas a un debate científico entre todos los grupos sociales a los que afectan. Y a que el pensamiento más sofisticado quede ciegamente relegado, oculto en la nada, condenado por supersticiones.

El economista polaco Michael Kalecki demostró, a principios de los años cuarenta, que las bajadas de salarios se muestran ineficaces como solución para salir de una depresión nacional, fundamentalmente porque las empresas no distribuyen el ahorro que eso les genera en hacer nuevas inversiones. Sin embargo, es más probable históricamente que si se mantienen los salarios y se aumentan las inversiones se logre salir de las recesiones con unas sociedades menos empobrecidas y con más capacidad para volver a crecer en menos plazo. Y esta circunstancia es igual de cierta que el hecho que los trabajadores gastan cuanto ganan y los capitalistas ganan lo que gastan. A mi juicio, en esta premisa tan simple se sintetizan los efectos económicos que está trayendo la última reforma laboral en España.

El filósofo Alfred North Whitehead definió la esencia de la tragedia no como un reducto para la tristeza, sino que dicha esencia "reside en la solemnidad despiadada del desarrollo de las cosas". El mundo contemporáneo, como proyecta Loach en el epílogo de "El espíritu del 45, puede seguir creyendo en la idea de un individuo que buscando solamente su propio beneficio", logra "dejarse llevar por una mano invisible que le llevará a promover el interés público". Lo cierto es que Adam Smith no afirmó que esto fuera invariablemente cierto. Pero contribuyó a una tendencia dominante de pensamiento que asume que las decisiones tomadas en el plano individual serán las mejores decisiones para la sociedad en su conjunto. Y desde entonces, esta tendencia viene interfiriendo sobre la puesta en marcha de acciones positivas basadas en análisis racionales que se podrían llevar a cabo pero que no se realizan, porque van contra ese sentido común tan arraigado.

Si tal creencia perdura, incluso ahora, cuando el egoísmo, la codicia y la corrupción nos rodean como verdades irrefutables, las cosas se seguirán desarrollando de un modo despiadado, y los significados de la palabra "infelicidad" necesitarán ser revisados porque los correspondientes a la contraparte habrán desaparecido definitivamente como proyecto común.