El ocultamiento de la empatía: Grecia al rescate de Europa
La empatía, como proceso psíquico y cultural, no solo lleva el código positivo de saber cómo participar del bienestar ajeno -asignando al otro, como materia del todo tangible, un valor irreducible incluso para los estereotipos- sino que, además, posee un código negativo, en el sentido de tener el poder de hacernos infelices al contemplar la situación de desventaja del que es más débil.
Los principales estadistas de la Comisión Europea, el FMI y el Banco Central Europeo llevan mucho tiempo buscando el efecto eureka (la solución óptima) para uno de sus principales retos de estabilidad política y económica: "¿Cómo justificar nuestras decisiones sobre lo que hacemos con Grecia?" Al observar la forma en la que han ligado sus argumentos y el modo en que han sido distribuidos posteriormente sobre la opinión pública y los gobiernos europeos, me ha parecido interesante profundizar en cómo se configura el proceso de consentimiento por el que tendemos a quedar cautivos de la justificación que ha sido creada.
No puede sorprendernos que el respaldo más contundente que ha tenido la noción de bien común haya partido del "Egoísmo Ilustrado". Éste prescribe sin tapujos que nos irá mejor a todos si trabajamos juntos en la misma dirección. Incluso, es capaz de santificar un valor temporal de reciprocidad a la lógica de la conducta altruista: si no nos beneficiamos de nuestra colaboración y esfuerzo realizados ahora, en el presente, al menos en potencia sí lo haremos en el futuro, y en el caso de que no recibimos una ganancia de manera directa y personal, sí la obtendremos mediante alguna mejora en nuestro entorno. Esta apreciación metafórica del relato histórico es la que, en esencia, presidió la conciencia del reformador capitalista cuando todavía estaba construido en una buena parte por la mentalidad feudal, que descansaba en el consenso del esfuerzo colectivo para mejorar la capacidad de adaptación del grupo a las difíciles y extenuantes condiciones materiales. Sin embargo, el individualismo y la identidad racional postuladas por la Ilustración, en su afán por discriminar la superstición y la mitología propias del pensamiento religioso pre-capitalista, terminó por colocar en la primera posición del escaparate de los deseos humanos una sencilla pregunta: "¿Qué me toca a mí?"
La mistificación constante que las relaciones de producción económica imponen sobre cómo debemos responder a esa pregunta, determinando el lenguaje (con su vocabulario) que se utiliza para construir los sujetos y los predicados que formarían el enunciado de una respuesta probable y automática realizada en nuestra época por casi cualquier persona occidental de clase trabajadora, forman una caja de causas y contradicciones con la que se puede entender por qué cada vez nos cuesta más apreciar cuáles son los beneficios colectivos que produce cualquier acción social si observamos que su fin inmediato no impactará sobre nuestro propio "negociado".
Al mismo tiempo, no podemos dejarnos llevar por el olvido de que aquel mismo reformador desencadenó la creencia popular en el funcionamiento de otro modelo socioeconómico de organización, el socialista. Y es que la historia avanza contradictoriamente, a medida que unos modelos políticos van atascándose, provocando descontento y fracasando, otros modelos emergen para competir con ellos y reemplazarlos. En las crisis que soportan las estructuras establecidas siempre se encuentran los gérmenes que a largo plazo producirán el virus de cambio en la dinámica social.
Al contemplar el contexto nacional y europeo que nos rodea, caracterizados por la sensación cognitiva de inseguridad permanente (ya sea financiera, política, laboral, afectiva o la provocada por la amenaza del terrorismo, la censura a la libertad de expresión o por la inmigración), uno puede percatarse de cómo los antagonismos argumentativos que se utilizan a diario por los líderes del PP, PSOE, Podemos y por el consenso contractual de los conglomerados económico-financieros (oposiciones que son siempre del tipo "blanco-negro", "racional-fanático", "ganar-perder", "recibir-pagar"), contribuyen a que el sentido de pertenencia al proyecto histórico de humanidad se desvanezca del consciente y se reprima en el inconsciente cada vez con más intensidad, teniendo que emplear más energía.
En esta lucha fratricida ¿qué nos queda de los demás? La empatía, como proceso psíquico y cultural, no solo lleva el código positivo de saber cómo participar del bienestar ajeno, asignando al otro, como materia del todo tangible, un valor irreducible incluso para los estereotipos, sino que, además, posee un código negativo, en el sentido de tener el poder de hacernos infelices al contemplar la situación de desventaja del que es más débil. En efecto, la empatía es una tendencia cognitiva que nos permite recabar información sobre cómo es la situación de las personas que nos rodean, con el fin de entender el por qué de su dicha (disfrutando de ella) o las razones de su sufrimiento (recreando su dolor en nuestra imaginación).
La práctica de la empatía en nuestro hábito de conducta es la antesala a un proceso de consolación hacia el otro, lo que a su vez permitirá la culminación de la compasión plena como forma óptima para resolver un conflicto por el que sentimos incumbencia. Desde el reconocimiento de la incumbencia es cuando nos ponemos manos a la obra para aliviar una situación. Sin embargo, algunos piensan que en el impulso de socorrer o prestar ayuda a otra persona, especialmente cuando no hay una línea consanguínea, encierra algún tipo de incentivo que mancha a la propia acción de su pretendida aspiración de desinterés. Pero la neurobiología no ha dejado de contrastar investigaciones que designan a la empatía como un sistema automático, codificado en lo más hondo y común de nuestra mente, un código sobre el que no ejercemos un control estricto, sino que él es capaz de apropiarse del acervo de lo que nos gusta o nos disgusta, dictando cómo debe sublimarse nuestro hábito (las decisiones que tomamos) en un determinado momento y situación.
Acotemos ahora sobre nuestra realidad más cercana. Por lo general, la tensión psíquica que producimos con respecto a sentir compasión hacia otra persona que nos es desconocida o levemente conocida en el desarrollo de nuestro devenir social (ya sea en el trabajo, en el hogar, o en el tiempo de ocio) se conecta, primero, en relación a la comparación que hacemos de aquella persona con nuestra propia situación individual. Segundo, con respecto a la contrapartida esperable, puesto que lo culturalmente dispuesto para ser valorado como útil y racional estriba en que cualquier acción debe hacerse por algo, por consiguiente, no es razonable que algo pueda hacerse por nada.
Este cálculo, tan bien aprendido de cómo son las relaciones sociales de nuestro tiempo, mayoritariamente instrumentales, no puede evadirse de converger hacia un equilibrio de caracteres. Es decir, optar por adaptarse para prevalecer a menudo implica tomar una posición intermedia entre tus intereses y los del resto que compiten contigo. Por ejemplo, si nos peleamos y herimos a otra persona, lo habitual en nuestra especie es experimentar un estímulo de culpa, autocastigo o depresión que nos hace especialmente vulnerables para admitir una cesión a la que anteriormente no hubiéramos estado dispuestos a conceder. En el fondo, la recurrente aparición de una demanda por pasar a un estado pacífico tras un acto violento, es una muestra de la evolución social intrincada en nuestro carácter, puesto que persigue reprimir la agresividad altamente competitiva. Consecuentemente, una cualidad que los seres humanos han logrado perfeccionar como ninguna otra especie es igualar su potencia hacia la destrucción con una capacidad todavía mayor para conectar con nuestros semejantes y cerrar lazos afectivos, descontando las diferencias ideológicas o culturales y poniendo en duda las mentalidades históricas heredadas.
Pero esta cualidad se encuentra permanentemente amenazada por los intereses del propio reformador. Las relaciones sociales de producción (que son aquellas que conjugan el modo en el que los medios de la economía y la fuerza de trabajo han de funcionar para reproducir una sociedad desigual con clases diferentes) son también las que posibilitan que las ideologías se modifiquen, dando lugar a un proceso de sustitución de valores para permitir que aflore una nueva mentalidad.
Una mentalidad dada tiene capacidad para confundir el código de especie que llevamos inserto en el ADN desde hace varios milenios (el impulso de consuelo para rescatar al prójimo). Es justo ahí, en la confusión entre lo que es la lógica de las leyes de la naturaleza y lo que es un invento del hombre, cuando se produce una separación forzada entre el reconocimiento de la individualidad y el reconocimiento del bienestar colectivo. Es ahí cuando prende la idea de que la explotación no puede erradicarse completamente porque anularía el incentivo para el éxito, el esfuerzo y el progreso. Es justo cuando el pago de la deuda se reconoce universalmente como lo único que nos debe importar, cuando debemos creer que prestar algo a alguien a cambio de nada conllevará siempre la corrupción inmediata tanto del carácter del beneficiario como del benefactor. En suma, es cuando se logra implantar todo un complejo de leyes humanas que nos avocan a ejercer un determinado control cultural sobre el instinto que nos mueve a la compasión, provocando que configuremos filtros causales con los que deducir los significados adecuados: lo que merece nuestro consuelo y lo que no lo merece.
¿La empatía nos es anestesiada por las creencias que legitiman los intereses de partidos e instituciones financieras, volviéndola oculta a nuestro cerebro, sepultada para nuestro instinto e infravalorada como herramienta racional para analizar una situación política y solucionar un conflicto?
"Perdonar", "condonar", "reestructurar". A la hora de hablar sobre qué pasará con la deuda de Grecia, sabemos que no es simétrico utilizar una u otra de esas palabras para aplicar en el contexto aludido. Cada una mueve unos resortes distintos en nuestra mente e igualmente genera una expectativa diferente sobre si lo que puede suceder con ella será bueno o no para nosotros. En todos los casos, cualquiera de las tres posibilidades semánticas se identifica como un pliegue de la ideología del Egoísmo Ilustrado y de la noción de competencia por el mejor rendimiento en la línea de lo que analizado anteriormente.
¿Sería posible que un ciudadano alemán, un ciudadano belga y un ciudadano español activaran su empatía cuando asisten simultáneamente como espectadores al tratamiento informativo que va recogiendo la acción política de gobierno griego (en las figuras de Alexis Tsipras y Yanis Varoufakis ) para negociar su deuda con la troika?
Aunque nos pueda parecer obvia la respuesta con la información que cada uno tenemos a día de hoy, lo que me resulta intrigante es entender cuáles son no ya los procesos que activan en la mente de una persona un sí o un no ante tal reconocimiento, sino aquellos procesos que impulsan la propagación de una u otra tendencia en la elección. En los campos de la etología evolutiva y la biología (véanse los trabajos de Pier Francesco Ferrari, Jane Goodall y Frans de Waal), hay un elemento que me sirve para articular una alegoría con la que entender cómo puede estar sucediendo ese tipo de propagación. Se le conoce como el problema de la correspondencia. Lo explicaré de un modo sencillo: el contagio tan fácil de la risa o del bostezo en nuestra especie y en otras, así como la fácil sincronización que sucede cuando vemos y escuchamos, por ejemplo, a un chimpancé reír (lo usual es que enseguida sonreiré con él), resulta ser un indicador de la sensibilidad natural que tenemos hacia los otros. La deducción que más me interesa sobre este efecto de correspondencia (cuando yo río ante ti, te inclino a que tú también te rías) es la que realizó de Waal en 2009, al considerar que la empatía no emana de la imaginación o de la capacidad de "reconstruir conscientemente cómo nos sentiríamos en el lugar de algún otro". Su causa emana de la "sincronización de los cuerpos".
Por lo tanto, si corres, correré; si atacas, atacaré; si te detienes, me detendré. Si estoy en un grupo (ocupando el puesto de padre en mi familia), y me invade el miedo (con el que me paralizo), hay muchas probabilidades de que ese estado de ánimo (y de movimiento) se contagie al resto de integrantes de la familia. Del mismo modo, cuando es el grupo el que produce una conducta agresiva hacia alguien externo, lo más posible es que yo, como miembro, también tienda a un alineamiento similar. Por regla general, el individuo que no se mantiene en sintonía con lo que hace el grupo con el que se relaciona, probablemente saldrá perdiendo a la hora de adaptarse al devenir de las situaciones. Lo que hay de positivo para este tipo de relaciones surge de la necesaria coordinación entre todos los integrantes. Es decir, si vivo con alguien o si comparto mi trabajo con otros, en el momento de realizar una actividad o una tarea, la ejecutaré óptimamente si la realizo de un modo sincronizado con el resto. Al sincronizarme, haré los mismos movimiento que tú haces, y mi facultad para empatizar contigo estará activada en todo momento. En el instante en el que no pueda colocarme en tu piel, deberé reconocer que no soy capaz de sincronizarme.
Como expuse antes, las relaciones sociales de producción encuadran la decisión de los ciudadanos europeos con respecto a si es válido o no empatizar con la petición griega de auxilio, del mismo modo que los griegos podrán llegar a empatizar con la decisión del resto de países europeos aplicando la misma metonimia. La clave para que se produzca un intercambio de preocupación mutua reside en el modo en el que se ha reproduciendo culturalmente el significado de lo que es una conducta de correspondencia entre el grupo y cada uno de sus integrantes. Así, la sincronía necesaria para que tenga lugar una correspondencia depende de que exista reciprocidad entre lo que significa un elemento específico para el grupo (por ejemplo, las concepciones de solidaridad o de codicia) y lo que ese mismo elemento es para cada uno de los miembros de ese grupo.
Concretando, la dialéctica actual se establece entre un país europeo en una situación desesperada (en términos de falta de financiación, pago de intereses de deuda, recorte de los servicios esenciales, paro, pobreza), lo que debería provocar que el resto en mejor situación se preocupara de aliviar su debilidad, y otro polo contrapuesto representado por el acuerdo de un conjunto de países ricos que al moverse como grupo imponen un ritmo de movimiento a todas las partes, de manera que aquel con menor rendimiento si no es capaz de sincronizarse para alcanzar el compromiso establecido para el resto, se convierte en un lastre que además de perjudicar al rendimiento colectivo, se coloca en una situación de menor adaptación (su condena pasará por quedar separado de la red de confianza y privilegios compartidos).
Resulta unívoco que la compasión no puede desarrollarse para las dos tesis, ya que su espacio de significación solo podría darse para un caso. Pero incluso para éste, continúa habiendo un problema de interpretación ideológico: la cuestión del merecimiento. Así que, de acuerdo a la tradición moralista de filiación aristotélica, para recibir consuelo del prójimo primero hay que merecerlo. Sin embargo, ya he revisado que esta interpretación (que puede llegar a ser oscura y supersticiosa) no está correlacionada con el funcionamiento de la naturaleza, dado que el consuelo surge como un fenómeno primitivo y connatural a la especie, es decir, su origen y persistencia no ha podido demostrarse que surjan por los efectos de la acumulación de méritos según una determinada fe religiosa o política. Precisamente, esa mediación cualitativa es la que terminó por devaluar a la compasión como un proceso "sensiblero" (en términos de Kant), alarmándonos de que el individuo y la sociedad pueden ser engañados fácilmente por aquellos que piden ayuda. Esta postura ilustrada es la que utiliza ahora el discurso institucional del mercado para desprestigiar las motivaciones griegas ("No son dignos de confianza". "Han abusado". "No respetan ni valoran lo que es la responsabilidad y la disciplina").
No pretendo recuperar la conducta compasiva como una especie de vacuna contra los efectos de la indiferencia y el egoísmo puesto que, en múltiples ocasiones, quien demanda o proporciona compasión lo hace para cubrir sus propios intereses concretos. Sin embargo, su cualificada sustituta, la razón, tampoco ha sido capaz de erradicar la crueldad ni la explotación. Desafortunadamente, aquel principio puro que estableció Spinoza para considerar que la compasión es algo sin sentido cuando se vive bajo un gobierno racional, todavía sigue siendo en nuestra época un proyecto de sociedad por realizar. De igual manera, no me cabe duda de que el problema de la deuda griega se resolverá mediante un acuerdo basado en el raciocinio (que es diferente de lo racional) para redistribuir el riesgo material de no recuperar el capital invertido por la banca pública y privada. Y todavía habrá un elemento más trascendente, a mi parecer, en el trasfondo de la salida al problema de la deuda de los países del sur de Europa: el acuerdo tácito para continuar ocultando a la razón que, en primer lugar, es falso que sea la naturaleza del hombre la que provoca su tendencia a la corrupción y la usura (hemos escuchado estos últimos meses a los líderes políticos del Partido Popular y del PSOE apelar a que creamos que es inevitable que haya personas corruptas en política dado que es algo connatural a la condición humana; en consecuencia, que la justicia actúe y los castigue severamente debe ser lo único realmente importante de lo que preocuparse) y, en segundo lugar, que todo lo que se hace por alguien o para algo tiene que ser a cambio de un beneficio.
Así, la consecuencia cultural a largo plazo de la salida a la crisis es que la deuda debe seguir intacta en el sentido de seguir siendo una idea incuestionable, reconocida en sí misma como una ley primordial para el correcto funcionamiento de las sociedades humanas. Esta es la razón por la que hay que protegerla, salvaguardarla de cualquier juicio crítico, e incluso legitimar su crecimiento como un fenómeno relativamente benigno. Quedará para la historia política de Europa que durante estos últimos siete años de recesión, el principal debate eurocéntrico entre el ala socialdemócrata y el ala conservadora ha quedado reducido a una vulgar argumentación entre si lo más justo es permitir la generación de más deuda o ejercer un control riguroso de ella para asegurar el cobro. Las relaciones de producción que determinan cómo se extrae el superplus, la acumulación de capitales y la distribución del excedente quedaron absolutamente impermeables a los efectos de la crisis.
Mientras, a través de los medios de comunicación y de las instituciones que crean conocimiento, las gentes de la cultura europea, incluyendo los catedráticos de economía y ciencia política, seguirán esforzándose por realinear las figuras de la ideología a las necesidades de la estructura productiva, similarmente a lo que sucedió mucho antes de la Ilustración, cuando la revolución del feudalismo se abrió paso allá por el año 1.000, y pese al descontento social con el que comenzó el siglo XI, las élites lograron convencer a una plebe hambrienta pero analfabeta de que aceptara que el hombre no podía procrear sin caer en el pecado, y que era el pecado la fuente de todas las desigualdades sociales (las cuales, al tener lugar acorde con la intención de Dios, no podían alterarse por la voluntad del hombre). Aquella privación de libertad y resignación a una vida dura, sirvió para reproducir una jerarquía en la que la empatía paradójicamente funcionó solo en una dirección: de abajo hacia arriba. Fue el pueblo el que accedió a creer que su posibilidad de redención descansaba en acceder a la servidumbre hacia el hombre "superior y grandioso" que, a cambio, era quien se preocupa de velar por el bienestar espiritual del resto de los hombres colocados en el lugar "inferior". La metonimia de aquel proceso histórico con respecto a la evolución de nuestro tiempo no podría tomarse como una analogía literal, o tal vez sí.
Visto lo visto, puede parecernos razonable que, al igual que hace diez siglos, tenga que ser el individuo, incluido aquel que es el más débil de nuestra comunidad, quién active su empatía con respecto a los acreedores de la deuda, que sea él quien imagine que también puede sufrir la desgracia de no recuperar lo prestado.
En pleno siglo XXI, en concordancia con el eurocentrismo democrático, esta es la "píldora" que nos prescriben. Algo parecido a lo que sucedía en la novela "Rescate", publicada en 1932 por el escritor, filósofo y pintor polaco Stanislaw Witkiewicz. En su trama, una población confusa, insatisfecha, corrompida e iracunda recuperaba la estabilidad y el sentido de la vida ingiriendo una pastilla diseñada por Murti-Bing. Este personaje, un filósofo de origen mongol, había logrado sintetizar químicamente una visión del mundo auténticamente útil. Así, con tan solo ingerir la píldora, cualquier persona se curaba de todas sus dudas metafísicas, y quedaba encaminada a preocuparse por cuestiones exclusivamente materiales. (¿Qué pensaría de nuestra época Witkiewicz? Alguien que se suicidó al enterarse de que el ejército comunista había atravesado la frontera polaca en septiembre de 1939).
El sistema hegemónico continúa fabricándonos píldoras, unas para ocultar la empatía, otras para sofocar la ira. "¡Qué paradoja!", habría podido exclamar Czeslaw Milosz (otro gran intelectual polaco que supo utilizar magistralmente la ironía para retratar la "fe" que se profesaba en el modelo soviético -cita al principio del artículo-) al rastrear cómo en el método que se sigue actualmente en Europa para construir el consentimiento, se están reproduciendo algunos de los mismos errores que tuvieron lugar durante el sistema estalinista que dominó la Europa de Oriente (y que, hagamos memoria, también se creía a sí mismo como un medio consagrado a la emancipación total del ser humano). Qué titánicos fueron los esfuerzos de aquel régimen, por ejemplo, para lograr que sus ciudadanos reconocieran la superioridad del realismo ruso frente al impresionismo francés, creando discursos sumamente sesudos para demostrar la inutilidad y la falsedad del arte cosmopolita. Fue en vano, porque siempre hubo "algo" en el interior de cada cual que supo percibir la verdad y la belleza allí donde realmente estaban.
Parece sobradamente claro que lo que necesita Grecia es "pan y no dulces", pero la gravedad inmanente al modo con el que finalmente se resolverá su situación, residirá en que la "justificación" no necesitará de sabiduría para ser demostrada. Su legitimidad estará basada en negar las aberraciones a las que, paradójicamente, conduce su propio método.
El hecho es que el nuevo gobierno griego, sin haber agotado ni su primer mes en el cargo, ya está dispuesto a realizar una rebaja sobre las proclamas "revolucionarias" que le llevaron al poder. Podemos sostener que ocultar la empatía es una forma más de negar nuestra naturaleza, una de las más efectivas. Y tal y como ocurrió en otros momentos de nuestra historia, parece que sigue siendo la parte más débil la que termina siendo "compasiva" con la parte más fuerte.