Cuando las personas sufren: un cuento de Navidad
Cuando las personas sufren, la esperanza debería contener un proyecto real y diferenciado con respecto al presente. El FMI, el Banco Mundial y el Banco Central Europeo serán los que engarzarán el final del cuento de Navidad dentro de otros 12 meses, es decir, validarán si la economía va creciendo o decreciendo a pesar de los que sufren, y de acuerdo con unos parámetros que, sin darnos cuenta, están cambiando.
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Los viejos libros explican la sabiduría: apartarse de las luchas del mundo y transcurrir sin inquietudes nuestro breve tiempo.
Librarse de la violencia, dar bien por mal, no satisfacer los deseos y hasta olvidarlos: tal es la sabiduría.
Pero yo no puedo hacer nada de esto: verdaderamente vivo en tiempos sombríos.
Bertolt Brecht. "A los hombres futuros" (1938).
Al final y al inicio de cada nuevo año surge en nuestro entorno, como imitando la forma de un cuento de Navidad con reminiscencias dickensianas, una expectativa que habitualmente nos resulta confortablemente familiar: pensar y creer en la idea de que tenemos más futuro que presente logra generar una imagen esperanzadora en nuestra mente. Y a la vez es esta misma representación gratificante el germen central de la escatología, entendida como la aceptación de todo aquello que está por hacerse más allá del presente que experimentamos, más allá incluso del futuro predecible y de la vida terrenal imaginable (la tradición judeocristiana se fundamenta en esta dinámica).
Cuando las personas sufren, la frágil lógica que se suele aplicar para obtener su consuelo, y también el nuestro, queda curiosamente sustentada en que las cosas cambiarán con el tiempo (y el sufrimiento, casi seguro, terminará desvaneciéndose). Lo hacemos incluso sin tener de nuestro lado nada más que la certidumbre de que recibiremos, llegado el momento, la entrega de algo valioso, un mínimo alivio en el caso menos prometedor. En realidad, la esperanza -la confianza en que aceptar tal espera nos traerá frutos benignos- necesita tanto de la pasión como de la razón. ¿Cuánto más de una que de la otra?
Para no perder la esperanza, a mi juicio, conviene disponer de suficiente información sobre lo que puede acontecer. Pero estar bien informados puede asimismo hacer que nuestra voluntad, iluminada por el realismo de los hechos y los datos, pierda su deseo, descartando nuestro sueño de transformar la sociedad en algo diferente. Es un riesgo enorme, pero no hacerlo es aceptar la negación absoluta de la tragedia como principio que proporciona sentido a la vida. Existe un enorme riesgo de que los menos numerosos (entendidos como los más fuertes) impongan esa negación, de forma que los más numerosos (la gente normal) la adopten como un axioma cuyo último fin es proscribir la historia. El conocimiento, aunque sea incompleto, es esperanza, y la esperanza puede hacerse fuerte a través de la fe, pero este proceso no debería ocurrir a costa de anestesiar la conciencia del pasado: nuestra experiencia, nuestra razón.
Si aceptamos el letargo al que estamos siendo abocados, también estaremos aceptando que dicha esperanza forme parte de una ideología interesada. Es en ese momento cuando la esperanza se erige como una forma religiosa que, por coherencia, no admitirá ya argumentos en contra que pongan en entredicho el rigor y la firmeza de su idea de progreso constante. En tal contexto, la esperanza deja de ser un motor de cambio y adopta la forma de una herramienta para conservar intacto el presente, con la justificación de que éste se encuentra de forma natural en un ciclo de mejora constante. El olvido del pasado (estigmatizando el pesimismo que es fruto del análisis científico) se convierte en un factor cultural que nos permite describir y entender el modo en el que está moldeándose nuestro tiempo. Es de este modo cuando sucede que algunas de las personas que participan en la política de una comunidad se engrandecen hasta transformarse en mitos, lo que paralelamente minimiza los méritos de las personas normales, al sustituirse la realidad por una falsedad; el esfuerzo conjunto de los individuos para transformar la sociedad queda empequeñecido ante los méritos inalcanzables de aquellos a los que hemos convertido en héroes.
No tengo dudas, por supuesto, de que todos los que sufren no deberían jamás ser enturbiados ni humillados por una ideología tan deformadora de sus intereses como la que determina cómo debe ser su concepción de la esperanza, dado que entonces estarán siendo condenados a no entender jamás las causas totalizadoras que han llevado a su situación histórica, quedando igualmente privados de imaginar dónde reside el potencial revolucionario que chisporrotea al optar libremente por el diseño de un pensamiento específico con potencial teórico y voluntad práctica.
Para exponer la tergiversación habitual que es practicada desde el poder con respecto a la idea de esperanza, resulta pertinente citar al economista estadounidense Dean Baker en relación a su última investigación sobre cómo la economía moderna ha sido estructurada no para fabricar a una minoría de ricos sino para hacer más ricos a los más ricos. En ella (titulada Rigged), Baker evoca la posición del todavía senador Barack Obama en la legislatura de 2006, cuando se enfrentó con la proposición del gobierno republicano de votar a favor de elevar el techo de deuda. La respuesta del futuro presidente fue que hacerlo sería "el signo de un liderazgo fracasado. Un signo de que el gobierno de los Estados Unidos no puede pagar sus propias deudas".
En aquel momento, la crisis estaba a dos años vista. Votar a favor simplemente no hubiera supuesto un lastre significativo para el déficit público. Su negación, como manifiesta el propio Baker, pone de relieve lo rematadamente mal formados que suelen estar todos los políticos en materia de asuntos económicos. El interés electoral suele primar y, fruto de su ignorancia, desconocen las consecuencias estadísticamente más esperables. Quizás por ello, el exactivista de Chicago todavía no había entendido cuál es el "juego" que hay detrás de cualquier política que prohíba la expansión del gasto y los estímulos fiscales y monetarios.
Intentaré explicar parte de ese "juego" con el siguiente ejemplo: en nuestro modelo económico, un procedimiento central para que la gente no sufra debería ser que todo el mundo tenga un empleo digno y estable. Esto es lo que significa en esencia el programa del "pleno empleo". Sin embargo, cuando la meta del proyecto es que haya trabajo para todos en el sistema capitalista, enseguida la alarma de la inflación de los precios se dispara. Si todo el mundo tiene dinero (o casi el mismo dinero), la demanda y el consumo se elevan y con ellos los precios van igualmente subiendo, lo que provoca que el dinero en sí pierda parte de su valor anterior.
Para poder entenderlo fácilmente enfoquémonos, tal y como lo hace Baker, en cómo funciona la deuda privada. Si un banco nos presta dinero a un tipo de interés fijo, en su análisis de rentabilidad está descontada la inflación prevista para cada año, siendo la diferencia entre ambos el beneficio que la entidad espera obtener de la operación. Si la inflación sube más allá de lo planificado, su beneficio también queda recortado.
El quid de la cuestión emerge cuando se establece una equivalencia entre lo que implica ser una economía fuerte con el hecho de tener un sector industrial denso y diversificado que es capaz de proporcionar millones de empleos estables con salarios justos. Si aceptamos a priori esta relación podemos entender que los efectos de una economía dirigida a favorecer a la mayor parte de la sociedad provocan una víctima inmediata en la estructura económica: el sector financiero.
Esta es una de las razones principales por la que quienes componen el sistema bancario se oponen, de facto, a las políticas del pleno empleo (lo que no quiere decir que no estén apoyando la creación de puestos de trabajo mediante la concesión de créditos a emprendedores, pero es inmanente a sus intereses que busquen impulsar una proporción adecuada de oportunidades, en la que el crecimiento sea "sostenible", es decir, que no ponga en peligro las dinámicas del "juego"). Y por supuesto, con independencia de que estén defendiendo sus intereses, el mensaje estudiado que lanzarán a la sociedad es que todo lo que hacen lo hacen por el bien común.
Mientras, las personas sufren y, a pesar de todo, una parte nada desdeñable de ellas se oponen por creencias y opción de voto a políticas expansionistas del gasto público que tendrían muchas posibilidades de aliviar su sufrimiento. Hasta el mismo Barack Obama cayó en la misma visión parcial, ingenua y reduccionista del problema ¿Por qué sucede esta miopía política? Hace unas semanas leí un artículo de Javier Marías ("Se supone que estudió") donde criticaba con suma dureza al ministro de Justicia por utilizar como razonamiento que en España las elecciones sustituyen a los tribunales.
Para Marías, tal argumentación ideológica es inmoral y decepcionante para un cargo de su importancia pública. A mi juicio, otro crimen igual de atroz es sedimentar en la conciencia de la ciudadanía que la economía de un Estado funciona como lo hace una economía familiar, cuando es obvio que los condicionantes políticos y los constreñimientos materiales de una nación en absoluto son equiparables a los de una familia trabajadora. Diseminar el miedo al endeudamiento público está siendo una de las políticas culturales más eficaces del liberalismo; por tanto, lo que trato de expresar con lógica es que nunca podrá ser lo mismo el sentido final de recortar impuestos (lo que siempre beneficia en una mayor proporción a los intereses individuales de quienes más renta y patrimonio poseen), que el sentido de expandir el déficit de un país para generar beneficios comunes a largo plazo.
Estudiar el funcionamiento del mundo en su dimensión social debería ser el fin último de todos los procesos tanto políticos como educativos, y al ser de esta manera debería ser extraño que alguien pudiera dudar de que cuando un gobierno se endeuda para regenerar infraestructuras, mejorar el sector de la educación, o prestar ayudas para criar a los hijos (partiendo de que al hacerlo no se caerá en la corrupción), está ejecutando el método más sólido, demostrado históricamente, de elevar la riqueza de un país.
Por supuesto que hay más líneas de acción para crear empleos a gran escala como, por ejemplo, mediante las políticas monetarias. Así, reducir el valor del dólar durante los años de la última crisis económica fue una decisión hábil de EEUU, ya que de ese modo pudo controlar el déficit comercial. Lo cual implica que, si el dólar pierde valor frente al euro, dicha situación permite que la industria estadounidense pueda exportar globalmente sus bienes y servicios a un precio menor. Este abaratamiento inmediatamente provoca que la demanda interna se eleve, pero hacia la compra de más productos norteamericanos y no extranjeros, lo que paralelamente incentiva a que se creen más puestos de trabajo con el correspondiente descenso del paro.
Estas sencillas explicaciones solo pretenden insinuar la trascendencia y la responsabilidad universal que tenemos sobre nuestros hombros para que la inmensa mayoría de la ciudadanía esté interesada por la verdad y por la meta de lograr ser hombres cultos, cuidarse a uno mismo para ser consciente de la realidad y evitar el engaño y la manipulación. Y rechazar con criterios científicos aquellas analogías y representaciones del mundo y del funcionamiento del Estado que solo persiguen la persuasión dócil. Quizás deberíamos hacer un ejercicio de ingenuidad; no para facilitar que nos engañen, sino para detectar fácilmente la malicia de quienes -con farragosas explicaciones- tratan de justificar que, sin remedio, los más débiles han de volverse invisibles.
En este sentido, el conservadurismo basado en la idea de progreso ha logrado infundir sus preceptos en los procesos cognitivos de todas las clases sociales y de muchas propuestas académicas que tratan de establecer hipótesis justificadoras (utilizando datos estadísticos como pruebas de objetividad). Precisamente, en otro reciente artículo de EL PAÍS, se trataba de sintetizar las características de este frente ideológico y descalificar las tesis pesimistas (que son igualadas superficialmente con el grueso populismo). Para tal objetivo se utilizaba como figura de autoridad al antropólogo Steven Pinker y su anodino libro Los ángeles que llevamos dentro. La pirueta de Pinker, y la de otros que piensan como él (como es el caso de Matt Ridley), consiste en explicar mediante la comparación empírica que, por ejemplo, la situación general de la clase trabajadora o del campesinado en 1900 era bastante más cruel que la actual. Pero una fotografía de la realidad en esos términos, a pesar de que pueda argumentarse fácilmente con datos, tiene poco rigor moral e historicista, puesto que es de sentido común que las situaciones de los campesinos alemanes en 1700 o de los esclavos hebreos en el Antiguo Egipto serían triplemente peores con respecto al punto de referencia que tomemos como más próximo (por ende, la coyuntura política, económica y cultural de cada época, con sus valores cívicos y sus creencias religiosas, con sus avances científicos, tecnológicos y artísticos, no puede ser descartada de un análisis serio).
Sin embargo, debido a su pretendida doctrina del optimismo, el estadounidense Pinker decide minimizar los efectos del cambio climático, dejar sin analizar las relaciones sociales derivadas de la actual estructura productiva, e ignorar la tendencia de los últimos 30 años en la adquisición a gran escala de tierras extranjeras por parte de las empresas más ricas (lo que está desposeyendo a los países con menor desarrollo económico y técnico de sus recursos naturales más preciados e, incluso, de su soberanía para diseñar las políticas que más los convengan, obligados por la hoja de ruta de los programas de reestructuración de deuda).
Por consiguiente, y es este el corazón del asunto al que pretendo llegar, la esperanza que alimenta a una sociedad necesita del conocimiento riguroso, nos urge que esté insuflada por información veraz y por una esplendorosa capacidad para el discernimiento de las situaciones complejas. La esperanza no debe estar vacía de argumentos morales basados en la lógica ni tampoco debe quedar sesgada política e intelectualmente al servicio del egoísmo de una minoría con unos valores y unas creencias particulares, sino que debe estar en contacto con la verdad y del lado de la justicia.
En 2017, la esperanza no debe conformarse con la espera de una vida de ultratumba, sino que debe conocer que las políticas y las leyes económicas que regulan nuestras vidas llevarán un curso, un movimiento, y es por este movimiento que no son inamovibles. El curso de la historia se puede enderezar con la misma facilidad con la que se puede torcer. Hacer historicismo es vital, no solo para entender las tragedias que hicieron que las utopías fracasaran, sino para conocer a fondo aquellas tragedias que facilitaron afirmativamente el avance hacia un modelo más social, aunque este continúe siendo lesivamente contradictorio.
Brech, en el magistral poema que cito al inicio (dedicado al sentido de la resistencia y al pensamiento de que no tener éxito en un proyecto que busca la emancipación de los hombres no debe ser valorado nunca como un completo fracaso), advierte a todos aquellos que niegan cualquier tipo de esperanza: "cuando habléis de nuestras debilidades, pensad también en los tiempos sombríos de los que os habéis escapado". Al hilo de este poema, quizás nos convendría reflexionar sobre las veces que hemos escuchado y leído datos y propuestas factibles para solucionar el cambio climático, ilegalizar los paraísos fiscales, subir los salarios, subvencionar el desarrollo industrial y la investigación o aumentar los impuestos para las rentas más altas, y también sobre la manera que hemos pasado por alto dichas propuestas, como si algo taumatúrgico hiciera que lo posible fuera a la vez inalcanzable.
Cuando las personas sufren, la esperanza debería contener un proyecto real y diferenciado con respecto al presente, y rechazar la doctrina conservadora de hallarnos en el mejor mundo posible. En este nuevo año, el cambio histórico continuará cristalizando un mundo paradójico e incomprensible para la inmensa mayoría de la población; si finalmente será mejor o peor para la existencia de millones de familias queda en manos del tipo de narración que decida el FMI, el Banco Mundial y el Banco Central Europeo. Estas instituciones, sustentadas por una compleja trama de intereses financieros privados con alcance geopolítico, engarzarán el final del cuento de Navidad dentro de otros 12 meses, es decir, validarán si la economía va creciendo o decreciendo a pesar de los que sufren, y de acuerdo con unos parámetros que, sin darnos cuenta, están cambiando (y nada tienen que ver con la desigualdad de renta o con el porcentaje de paro estructural).
Como señala la socióloga de origen holandés Saskia Sassen, desempleados y pobres cada vez cuentan menos para estimar si el crecimiento económico y las políticas de los gobiernos están realizándose correctamente o si la economía de un país es atractiva para invertir. Los desamparados y los necesitados de la asistencia gubernamental han quedado reducidos a espectros que pueden ser descontados de las cuentas que realmente tienen valor en el "juego" global.
Así, el sufrimiento de las personas en la época de mayor riqueza de la humanidad ha quedado subordinando al régimen disciplinario más antiguo: la deuda (lo que verdaderamente cuenta es engordar el volumen de los clientes endeudados, así como mantener una notable capacidad de maniobra para dictar las condiciones a las que estos quedan sujetos). Devolver la deuda es la idea cultural más influyente de nuestros días, convertida en la justificación psicológica y política para prorrogar en la mayoría de la sociedad la ansiada espera por mejorar. Entonces, es fácil deducir la conclusión de todo: la esperanza que más abunda a nuestro alrededor está corrompida por la estupidez, la ignorancia, el miedo y la desesperación, y así continuará hasta el próximo cuento de Navidad.