El Alzheimer o ese desgraciado
Se llama Josefa. Tiene noventa y cuatro años y es mi abuela. La madre de mi padre. O lo que queda de ella. Hace un par de años le diagnosticaron Alzhéimer, y la enfermedad la está borrando del mapa rápidamente. Mi abuela es, o quizás sería mejor decir era, una mujer de campo.
Se llama Josefa. Tiene noventa y cuatro años y es mi abuela. La madre de mi padre. O lo que queda de ella. Hace un par de años le diagnosticaron Alzheimer, y la enfermedad la está borrando del mapa rápidamente. Mi abuela es, o quizás sería mejor decir era, una mujer de campo. Nació en un cortijo, a las afueras de un pequeño pueblo almeriense. Sus padres tenían tierras. Ella no fue a la escuela. Apenas sabía leer y escribir. Incluso cuando hablaba tenía un particular modo de hacerlo, inventándose palabras y terminaciones verbales. Me hacía mucha gracia. Yo siempre bromeaba con esto y a ella nunca le importó.
Me dijo una vez que de joven no era especialmente guapa, ni lista, ni graciosa. Ella creía que se iba a quedar soltera y entonces apareció mi abuelo. Guapo. De tez bronceada y mandíbula prominente. Y ella se fugó con él.
Se fugó con él porque estaba claro que sus padres no lo aceptarían. Se casaron contra su voluntad. Y al hacerlo, la desheredaron. Más pronto que tarde se dio cuenta de que el matrimonio no era como ella lo había imaginado. Fueron años difíciles.
Entonces, emigraron a Cataluña. Querían probar suerte. Empezar de cero en un lugar donde no los conociera nadie. Sólo ellos y sus dos hijos, que ya habían nacido.
Nunca la vi coser ni hacer nada de lo que hacen las abuelas. En ese sentido era una mujer un tanto atípica. Sin embargo, vivió dedicada a cuidar de los suyos. Sin quererlo se convirtió en enfermera cualificada. Primero se ocupó de su madre, que murió de vieja a los ciento cuatro años. Después, de su hermano, herido de guerra e inválido para el resto de sus días. Y, finalmente, del marido, que tantos disgustos le había dado. Los cuidó a los tres hasta el final. Y con 85 años recién cumplidos se quedó sola.
No tenía amigas. Ni hobbies. Su vida consistía en dejar pasar los días. Siempre en casa. Pero apenas tuvo algo de descanso, entonces llegó él... ese desgraciado.
Ahora la cuida mi tía. Viven juntas, las dos. Y aunque su hija nunca se queja, y cuando habla del tema lo hace con humor, sé que esta experiencia es más de lo que yo podría soportar. Atrapada junto a alguien que pierde la cabeza te puedes acabar volviendo loco. Detectar la enfermedad ya fue toda una odisea. Un periplo de médico en médico, a cual peor.
Porque en una visita de apenas cinco minutos, y sin conocer a la persona, ¿cómo se puede acertar con el diagnóstico? Las probabilidades de ganar la lotería son más grandes.
Fueron meses duros. Médicos. Visitas. Pruebas. Hospitales. Más médicos. De cabecera. Especialistas. Es lo que yo llamo la puta ruta del sufrimiento, que dura hasta que un día un gilipollas de bata blanca se atreve a pronunciar la palabra fatídica. Y aunque sea un gilipollas, y te lo suelte sin pizca de humanidad, se lo agradeces. Al menos, ahora ya sabes a qué atenerte.
Empieza entonces la siguiente etapa del tour de los calvarios: la dichosa burocracia. Los papeles. Formularios. Entrevistas. Comprobantes. La renta. La pensión. Las cuentas del banco. Todo con el único objetivo de conseguir plaza en un centro de día. Un lugar en el que poder dejarla aunque sólo sea unas horas. El tiempo justo para hacer la compra, limpiar la casa o preparar la comida. Pues con ella cualquier tarea es imposible. Necesita atención constante. Vigilancia policial. Sufre paranoia. Delirios. Recuerda al detalle su pasado. No tiene ni puñetera idea del presente.
Tenerla en casa es como tener una bomba de relojería. Es preciso esconder los objetos punzantes: tijeras, cuchillos, clavos,... Imprescindible poner baldes en la puerta, ya que a veces le da por escaparse. Esconder el material tóxico. En un descuido le mete un trago a la botella de lejía. Eso sin contar su obsesión por esconder las cosas. Dinero. Llaves. Documentación. Y luego te puedes volver loca intentando encontrarlos. O eso o directamente te agrede con el bastón. Porque la enfermedad le ha dado por ponerla violenta. Ironías de la vida. Ella, que nunca lo fue. Y es que la cabeza se le está yendo, poco a poco, pero la fuerza tarda más en abandonarla. El corazón late. Los pulmones funcionan. Sus órganos internos continúan trabajando. Y sin embargo, la cabeza...
Después de remover cielo y tierra, al fin, mi tía lo consigue. El día que me llama para contármelo no cabe en sí de contenta. Le han adjudicado una plaza. Podrá tener cuatro horas para ella. Las necesita. Estos meses le han pasado factura. En menos de un año ha envejecido una década. Hace esfuerzos por reírse. Estar contenta. Parecer animada. Pero por más que disimule está hecha polvo. Sin energía. Sin fuerzas. "Estoy muy cansada ", dice.
El centro que le han asignado cuenta con buenas instalaciones y personal cualificado. Los pacientes hacen muchas actividades. Pero mi abuela dura cuatro días. Al quinto, la echan.
Sólo se la quedarán con una condición. Sedarla. Atarla a la cama. Es una tortura, pienso yo. Es por su bien, se excusan ellos. Mi tía no lo permite. No quiere drogarla, no más de lo que ya está. Y, otra vez, las dos de vuelta a casa. Mi abuela cada vez está peor.
Un día sale del piso corriendo. Escaleras abajo. Gritando. Según ella, la quieren matar. ¿Quién? Su hija, que para ella es un hombre salido de la nada. Hay que llamar a la policía. Sólo los agentes consiguen calmarla. Viene la ambulancia. La ingresan de urgencia en el hospital. Allí le ajustan la medicación, pero la enfermedad es incurable. Irreversible. Cada día avanza, imparable. No se la pueden quedar, nos dicen. Necesitan las camas. Hay más enfermos.
Aprovecho que estoy en España de vacaciones para hacerle una visita. Hace tres meses que la vi por última vez. Lo hago y me encuentro con una persona distinta. No es ella. Esta mujer no es mi abuela. Es una viejecita frágil. Débil. De ojos acuosos y mirada perdida. Está en los huesos. Se pasa la mayor parte del tiempo sentada, mirando al vacío. Cuando se levanta lo hace lentamente. Con mucho esfuerzo. Anda despacio, con pasitos pequeños. Deambula por el piso. Le hablo pero ella no responde. Cuando lo hace, tres palabras sueltas y sin sentido salen de su boca. No soy capaz de entender nada.
Atrapada en un segundo piso sin ascensor ya no puede salir a la calle. Ya no agrede. Ya no tiene alucinaciones. Pero tampoco habla. Apenas mastica. No se mueve. Se lo hace todo encima.
Mi abuela no tuvo una vida fácil, pero está teniendo una despedida aún más difícil. Me siento a su lado en el sofá. La cojo de la mano. Le tapo las piernas con la manta. Y así nos quedamos. Sentadas bien juntas. Ella apoya su cabeza en mi hombro. Parece tan tranquila. Esto es lo único que me consuela. Saber que no sufre. Pero llegados a este punto la pregunta es otra: ¿hasta cuándo? No quiero que se muera pero, la realidad, es que ya está muerta. Muerta en vida.
El Alzheimer... ese desgraciado.
Este artículo fue publicado originalmente en el blog de la autora http://www.adaiateruel.com