Por qué el bipartidismo beneficia a gente como Trump y Le Pen
Francia y Estados Unidos se consideran a sí mismos hermanos fundadores de la democracia republicana moderna, y del sistema bipartidista que deja fuera los extremismos.
No obstante, esta semana las votaciones, los sondeos y la retórica de las campañas han despedazado esta idea reconfortante y en general acertada fruto del período de Ilustración del siglo XVIII.
El miedo a los refugiados, inmigrantes y terroristas islamistas radicales está sacando a la superficie un nacionalismo virulento y xenófobo en Estados Unidos y Francia, la antítesis de los valores inclusivos y tolerantes que ambos países aprecian y que tanto han luchado por preservar.
Es de todos sabido que Marine Le Pen, líder del ultraderechista Frente Nacional francés, y Donald Trump, precandidato republicano a las elecciones presidenciales en Estados Unidos, están impulsando esta ola de miedo en sus respectivos países.
En el proceso, también están demostrando una realidad más sutil: que, muy probablemente, los principales partidos políticos hayan dejado de ser grandes influencias (o influencias, a secas).
En muchos lugares, los partidos políticos no están vistos como vehículos para el cambio, sino como métodos de control de la élite en un sistema corrupto.
En la actualidad, las redes sociales permiten la formación de grupos de manera espontánea en torno a una personalidad o a una causa. La historia de un partido político dado, y de sus valores, prioridades y acciones a lo largo de las décadas importan ahora menos que nunca.
En ambos países, los partidos también se han movido por sí mismos.
En Francia, Le Pen y su Frente Nacional fueron validados por mimetismo, especialmente tras los atentados de ISIS que provocaron 130 muertes en París.
Los republicanos, el partido de centro-derecha liderado por el expresidente Nicolas Sarkozy, viró hacia la derecha en un intento por quitar votos a Le Pen. Sarkozy denunció a Le Pen, pero también copió sus propuestas más duras relativas a la delincuencia, la inmigración y el fin del Acuerdo de Schengen de libre circulación. En las elecciones regionales de Francia de esta semana, Sarkozy se llevó un buen varapalo.
El presidente François Hollande, líder de los socialistas, asumió el rol de poli malo y de líder bélico tras los atentados de París. También viró en dirección a Le Pen, presionando para un aumento extraordinario de la vigilancia nacional y llevando a cabo una misión de combate contra ISIS en Siria.
Pero Hollande no fue recompensado por ello, en gran parte porque su nueva obsesión por la política exterior ocultó la amenaza real de su mandato, en forma de una tasa de desempleo de dos dígitos y en aumento. Los resultados de esta primera vuelta electoral permitieron a Le Pen declarar que ella lideraba el "primer partido de Francia sin ninguna duda".
En Estados Unidos se muestra la misma dinámica, pero con un pequeño giro. Los demócratas están validando a Trump al ir contra él. Los republicanos, mientras tanto, dan validez a Trump —al menos, hasta ahora— acogiéndolo con los brazos abiertos.
Desde que entró en la carrera presidencial para 2016, los demócratas han dado protagonismo al perfil de Trump a propósito. Su teoría es que cuanta más cobertura se le dé, mayor carga supondrá para la oposición republicana.
Por ejemplo, el martes, la precandidata demócrata Hillary Clinton utilizó un gran discurso en New Hampshire para denunciar la reciente propuesta de Trump de prohibir la entrada a cualquier musulmán en Estados Unidos, aunque sean turistas.
Los republicanos mordieron el anzuelo, y ahora están pescados.
En mayo, cuando Trump anunció lo que muchos consideraban una candidatura de broma, los republicanos decidieron acogerlo. Al fin y al cabo, era un hombre de negocios y una estrella de la televisión que podría aportar dinero al partido.
En 2012 ya había demostrado su irritante potencial al sembrar dudas sobre si el presidente Barack Obama era en realidad ciudadano estadounidense y cristiano. Se trata de provocaciones explosivas que la mayoría de los republicanos no se atreve a pronunciar, pero que juegan un importante papel en sus votantes de base.
Los líderes del partido pensaban que fueron inteligentes al exigir que Trump firmara un juramento de "lealtad" para obligarlo a apoyar al candidato final del partido, fuera quien fuera.
Pero sólo fueron inteligentes a medias. Como parte de esa promesa, los otros candidatos republicanos también tuvieron que prometer su apoyo a Trump en caso de que él fuera el vencedor.
Nadie pensó en ese momento que fuera posible, excepto el propio Trump.
Habiéndole dado poder, ahora no les queda más remedio que seguir con él hasta el final. Después de que Trump propusiera su "bloqueo" a toda la inmigración musulmana —una idea indignante, manifiestamente pro-odio y posiblemente inconstitucional—, incluso el ex vice presidente Dick Cheney lo denunció.
También lo hizo el presidente del Partido Republicano, varios de sus líderes en el Congreso y muchos (pero no todos) de los candidatos para 2016.
Aun así, los republicanos ya le han erigido en capitán. Y ya es demasiado tarde para hacer algo.
Este artículo fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano