Ucrania, uno de los nuestros
KIEV - Veo la incierta tregua en Ucrania sentado en las escaleras de una hamburguesería de Kiev. Es mi "oficina", la puerta de la calle de un McDonald's en el mismo corazón de la Plaza de la Independencia, en el eje geográfico de las protestas, en el Maidan. El jueves veía la guerra, y el viernes los féretros de las víctimas de las últimas horas y la escenificación política en el Parlamento de esta nueva y parcial victoria de la llamada Resistencia sobre el poder errático del presidente del país, Yanukovich.
El McDonald's estuvo abierto hasta el martes 18, hasta el momento en que varios miles de antidisturbios y otros tantos policías ucranianos lanzaron una sangrienta ofensiva contra quienes ocupan las calles desde noviembre, la Resistencia o Revolución Naranja.
El martes por la tarde cerró todo en el centro de Kiev, a cal y canto. Los comercios, toda la Red de Metro, muchas calles principales... Pero el McDonald's lo hizo de forma tan súbita que el encargado olvidó desconectar el wifi. Gracias a él, que mantenía la conexión a través de los vidrios de las ventanas, he estado transmitiendo fotos, vídeos, tuits y post en facebook desde esas heladas escaleras en estos pasados días.
El jueves, a sólo 20 metros de mis escalones, depositaron siete cadáveres, tres de ellos víctimas de los francotiradores. Eran como las dos del mediodía. Dos horas antes, a poco más de 500 metros de ahí, había estado fotografiando otros 13 cadáveres, varios también como consecuencia de las balas. Por desgracia, eran sólo unos cuantos de los fallecidos ese día, un festival de casi un centenar de muertos acumulados en tres meses y con los que esa misma tarde, y sin rubor, el presidente Yanukovich recibía a representantes de Polonia, Francia, Alemania y Rusia que prometían "mediar" en el conflicto. Hasta Barak Obama se había pronunciado sobre la violencia policial.
Pero el hecho de que la Casa Blanca, Bruselas y Moscú hayan decidido intervenir por fin para frenar la sangría es cuestión de alta política, y yo no vine a Kiev a hablar de eso. Ucrania, un país acostumbrado a estar siempre ocupado por sucesivos imperios, no tiene ahora la culpa de haber descubierto en su subsuelo yacimientos increíbles de gas que en siete años podrían hacer de ella un país realmente independiente. Así es de golosa para los mediadores la pobre y generosa Ucrania, un país con 45 millones de habitantes que se rompe entre los magnetismos de la Europa comunitaria y Rusia.
Lo tristemente real me lo resumía en un chat mi amiga Branka Berberijan, con la que compartí muchas tardes de angustia en Sarajevo: quien está en la calle es el pueblo ucraniano, pero quienes dirigen al pueblo son representantes de la oposición a Yanukovich que tienen su escaño en su mismo Parlamento. Es decir, el acuerdo al que ambas partes parecen haber llegado en las últimas horas implica elecciones anticipadas que previsiblemente darán paso a un gobierno de coalición en el que participará esta misma oposición. Las cosas reales, el día a día de la pobreza no cambiará por eso. De esto estoy seguro.
De hecho el pueblo no había salido a la calle para ver legitimados a los opositores con sus carteras de ministros. Los ucranianos, cieneuristas la mayoría, salieron a protestar hartos de que los salarios no les lleguen ni a mitad de mes y de que el expresidiario Yanukovich y su familia se hayan estado enriqueciendo falseando los contratos de suministro de gas firmados con Moscú, poniendo la Banca del país en manos de amigos y familiares, saqueando con total impunidad la industria y las arcas públicas y promulgando los más hirientes decretos para poder matar y encarcelar de forma indiscriminada.
En estos días en que he tenido la suerte de ser el único periodista español que estaba en Kiev es lo que he visto. He visto a gente muy pobre donando la mitad de sus cien euros mensuales a las cajas de resistencia de los manifestantes, a los improvisados hospitales, a las cocinas comunitarias que florecían como setas en las calles del Kiev ocupado. También he visto lágrimas, muy pocas, entre esta gente acostumbrada a perder siempre a los suyos. Y también he visto suministros ingentes de medicinas y pertrechos sanitarios que sólo tienen una explicación: varios de los muy adinerados personajes que poseen las grandes cadenas farmacéuticas de Ucrania están haciendo donativos millonarios a esta revolución.
Una célebre corresponsal llamaba ciudadela a este territorio urbano ocupado por la Resistencia. Si prescindimos de lo peyorativo, en realidad lo es. Un ciudad inmersa en la ciudad. Un perímetro kilométrico en pleno casco céntrico de Kiev que lleva meses blindado por barricadas y que controla con precisión militar todos los accesos y salidas del mismo.
Dentro, además de una ciudad, hay una fortaleza defendida por hormigas. Mis ojos no daban crédito a lo que ocurrió el pasado jueves, cuando se habían retirado los antidisturbios y los muertos de la Resistencia aún se helaban tirados en los jardines y las aceras. Cientos, miles de personas, de forma casi castrense, limpiaron de escombros y ruinas todo el interior de la fortificación. En pocas horas, lo que había sido un paraje de guerra abierta volvía a ser un limpio, humilde y decente hogar de miles de personas.
Mientras unos limpiaban otros levantaban los adoquines de las aceras, los convertían en cascotes y los trasladaban en sacos o en cadenas humanas a las zonas donde están las barricadas de acceso. Otros muchos preparaban cantidades incontables de cócteles molotov. Otros cocinaban. Otros recogían los cascos, los guantes, la ropa tirada y hacían con todo ello tenderetes para que cada cual se surtiera de lo que necesitara. Largas filas de personas se acercaban a la Plaza de la Independencia con bolsas llenas de leche, de comida, de mantas, de tabaco, de todo tipo de enseres que permitieran restaurar de inmediato la extraña normalidad de este no declarado estado de sitio.
La generosidad es una cualidad inherente de la pobreza. Una vez más lo he comprobado. El primer día de los enfrentamientos, el pasado martes, un antidisturbios se acercó a mí para regalarme un casco con el que protegerme de los adoquines. Al día siguiente, mientras filmaba y hacía fotografías justo en medio de ambos bandos, uno de los altos jefes de la Resistencia me ordenó en ucraniano que saliera de allí. Estaba a más de 50 metros de mí, en medio del estruendo de los cohetes y las bombas lacrimógenas. Como no le entendía, saltó al medio del caos y me sacó del brazo. Supongo que me regañó.
Varias señoras a las que tampoco entendía me llevaron hasta los puestos de comida y me dieron cigarrillos y unas tazas de borsch, el caldo reconstituyente y tradicional de Ucrania, y un par de bocadillos bien envueltos para que guardara en mis bolsillos. Otros muchos jóvenes pertechados con casos de motoristas, palos, barras de acero, chalecos antibalas incautados a los policías, botas militares y pasamontañas para no ser reconocidos en las fotografías me explicaban con gestos que en varios de los edificios colindantes había francotiradores y que era muy arriesgado salir al medio del campo de batalla, porque entre el humo de los neumáticos ardiendo y la confusión nadie es capaz de distinguir el bando al que perteneces.
Me voy de Kiev con mucha pena. Pero miro el reloj y veo que mi hora ya ha llegado. Ya han llegado todos los corresponsales extranjeros que no estaban en los momentos críticos y han comenzado a publicar sus reportajes y sus flamantes análisis geopolíticos de la situación. Ellos tienen nómina y medio en el que publicar. Un free-lance tiene pocas posibilidades de competir informativamente con semejante despliegue.
Sin embargo, algo ha cambiado en mí. Mis pequeñas crónicas que lanzaba a facebook, los vídeos y las fotos que he hecho circular en twitter, han rebotado por medio mundo. Una anónima y calurosa acogida en las redes ha hecho que esa información se difundiera como la pólvora y que mis fotos de los cadáveres fueran de las primeras en circular por Internet. Es como si hubiera descubierto un nuevo medio en el que hacer periodismo en las palabras "me gusta" o "compartido" o en los cientos de comentarios a los que no he podido responder y que iban llegando a mis buzones desde sitios remotos del planeta. Ha sido un placer este Kiev tan sorprendente, esta Red desconocida de lectores ávidos de rigor e inmediatez.
Anoche estuve mirando los ataúdes. No se me va de la mente la imagen de sus cuerpos llegando a la improvisada morgue. Lo primero que hacían los médicos era cortarles la pierna izquierda del pantalón. En ella llevaban escrito con rotulador verde indeleble su nombre y su grupo sanguíneo. Sospechaban que iban a morir, por eso se habían grabado el nombre como hacían los que combatieron en Afganistán, que se tatuaban en el brazo el tipo de sangre que tenían. En los ataúdes, en ese emocionante momento sin apenas lágrimas entre la multitud, todos los ucranianos reconocían a uno de los nuestros.
Dios proteja a Kiev, como dicen aquí.