¿Volver al 77?
El pasado mes de mayo un conocido líder político español, emocionado ante las favorables perspectivas de su formación política en plena precampaña electoral, exclamó entusiasta: "¡Este es el año 77!". Lo que ese político quería decir es que la sociedad española estaba a un tris de corregir, gracias a una fabulosa máquina del tiempo, las decisiones políticas tomadas en el año 1977, durante la transición política desde la dictadura franquista a la democracia.
El pasado mes de mayo un conocido líder político español, emocionado ante las favorables perspectivas de su formación política en plena precampaña electoral, exclamó entusiasta: "¡Este es el año 77!". Lo que ese político quería decir es que la sociedad española estaba a un tris de corregir, gracias a una fabulosa máquina del tiempo, las decisiones políticas tomadas en el año 1977, durante la transición política desde la dictadura franquista a la democracia.
Para que esa frase tenga algún sentido lleva necesariamente implícita la siguiente premisa: "Podemos tomar decisiones como si estuviésemos en 1977 porque el mundo en que vivimos es lo suficientemente similar al de entonces para permitirnos reinicializar el país y emprender un nuevo camino". Algo parecido propusieron al pueblo británico los políticos pro-brexit: "Volvamos a 1973: anulemos nuestra equivocada decisión de incorporarnos a la entonces Comunidad Económica Europea y sigamos nuestra historia como si nada hubiese pasado".
Ambas propuestas, aunque en contextos muy diferentes, tienen en común la añoranza de un pasado no muy lejano, en el que ambos países podían decidir autónomamente su futuro. Para quienes han hecho esas propuestas, las equivocadas decisiones de antaño nos habrían traído a un presente desdichado. Los resultados de las elecciones generales en España parecen indicar que una mayoría de ciudadanos no ha aceptado volver al 77. La mayoría de los británicos sí han decidido huir al 73 y por todo el continente proliferan propuestas de similar cariz; el fenómeno Trump en EE.UU. pinta parecido.
¿Por qué compran tantos ciudadanos occidentales esos mensajes nostálgicos? ¿Podemos realmente comportarnos políticamente como si cuarenta años no fueran nada? Es posible encontrar respuesta a esas preguntas en uno de los gráficos que el economista de la Universidad de Oxford, Max Roser, muestra en su excelente web "Our World in Data".
En ese gráfico se representa la distribución de ingresos de la población mundial en diferentes años, a lo largo del último siglo. Para que sean comparables los datos de diferentes países y momentos históricos, éstos han sido convertidos a dólares internacionales de 1990 (en adelante $i), teniendo en cuenta el poder de compra en Estados Unidos en 1990.
Lo que nos dice el gráfico es que en 1929 (línea violeta) la inmensa mayoría de la población mundial ingresaba menos de 1.000 $i por persona al año; y menos del 10 por ciento de la población mundial ingresaba más de 5.000 $i. En 1970 (línea azul) la gran mayoría de habitantes del planeta continuaban ingresando menos de 1.000 $i, pero un importante subconjunto de la población mundial había conseguido abandonar el pelotón de cola y sumarse a los privilegiados que disfrutaban de más de 5.000 $i.
Ese cambio en la distribución se aprecia a simple vista como un segundo pico de la línea azul, situado más a la derecha. Una distribución con dos picos, bimodal en términos estadísticos, es característica de poblaciones duales, que no están sometidas a condiciones homogéneas. No hay que ser muy perspicaz para adivinar que esa nueva subpoblación de privilegiados corresponde a la clase media surgida en el mundo occidental tras la segunda guerra mundial.
¿Qué hizo posible ese aumento localizado de riqueza de 1929 a 1970? Deben ser muchos los factores que habrán influido pero dicho proceso histórico no puede explicarse sin el desarrollo científico-técnico que experimentaron esos países. Entre 1929 y 1970 esos ciudadanos se beneficiaron de las tecnologías del átomo y el electrón, sobre las bases de la nueva física de Einstein y Plank. La electrónica transformó la realidad cotidiana, permitiendo recibir información abundante por radio y televisión. Gracias al desarrollo de la ingeniería, el ciudadano occidental de a pie pasó a ser ciudadano motorizado, se generalizó el transporte aéreo y el ser humano llegó a la Luna.
La vacunación, el uso de antibióticos y el desarrollo de las medidas de salud pública redujeron drásticamente la mortalidad infantil, y la agronomía, como consecuencia del avance de la genética, multiplicó la producción de alimentos.
Pero el gráfico de Max Roser no termina ahí. Si observamos la curva del año 2000 (línea verde) detectamos de nuevo un cambio significativo. El pelotón de cola ha avanzado sustancialmente y ya no es mayoritaria, ni mucho menos, la parte de la población mundial que ingresa menos de 1.000 $i. La población con más de 5000 $i también ha aumentado sustancialmente pero ya no se distingue el segundo pico de antes, que se ha convertido en un suave hombro entre los 10.000 y los 30.000 $i. La población mundial del año 2000 ha dejado de ser bimodal en ingresos; se ha vuelto a homogenizar.
El conjunto de habitantes del planeta ha prosperado económicamente, y los moderadamente ricos ya no parecen ser un club tan definido y segregado del resto como lo eran en 1970. Ese cambio producido entre 1979 y 2000 se debe fundamentalmente al incremento de ingresos de la población asiática, singularmente de la República Popular China.
¿Y qué nos ha hecho globalmente más ricos a la par de más homogéneos? La transformación política del mundo, tras el término de la guerra fría, y la disminución de las barreras al comercio internacional deben ser factores causales. Pero ese proceso de globalización difícilmente habría avanzado tan velozmente sin el desarrollo exponencial de las tecnologías de la información y las comunicaciones. El apabullante desarrollo de la ingeniería electrónica y la informática ha conseguido democratizar el acceso a la información y permitir por primera vez que cualquier ciudadano emita información al resto del mundo.
Esa globalización de la información hace posible la innovación continua de los procedimientos de producción de bienes y servicios, lo que combinado con la caída de las barreras comerciales hace cada vez más accesibles esos bienes y servicios globalizados. Este proceso ha ocurrido además en el contexto de una población mundial fuertemente creciente, pero el constante progreso agronómico ha permitido incrementar aún más la productividad agropecuaria y ha logrado cubrir en gran medida las necesidades alimentarias sobrevenidas. El avance de la genética molecular ha creado un nuevo tipo de biotecnología basada en la utilización práctica de los genes y ha permitido desvelar la secuencia completa de los genomas, incluido el humano.
Una nueva medicina, fundamentada sobre el gran avance de la biología, se ha extendido más allá del mundo occidental, permitiendo incrementar la esperanza de vida en todo el planeta y haciendo frente de manera muy eficaz a nuevas pandemias, como la causada por el VIH. En suma, no es posible entender el mundo que subyace baja la curva verde sin el desarrollo científico-técnico del último tercio del siglo XX.
A estas alturas no tengo que confesar que el gráfico de Max Roser me suscita un gran optimismo. Veo una humanidad que avanza y que converge en ese proceso de progreso. ¿Por qué entonces tantos ciudadanos occidentales quieren dar marcha atrás en la historia? Mi impresión es que se comportan como la Teresa de Juan Marsé en la Barcelona de los 70. Se sienten trabajadores, miembros de ese grupo indefinido que antes se llamaba la clase obrera o el pueblo, y al que ahora denominan la gente. Así se sienten solidarios con aquellos que ocupan la parte inferior de la pirámide social mundial, como la Teresa de Marsé aceptaba mezclarse por las tardes con el lumpen del barrio del Carmelo, para regresar a dormir al confort del hogar burgués en el barrio de Sant Gervasi.
Quienes miran al 77 añoran también poder dormir en la protectora seguridad del segundo pico de la curva azul. Miran atrás porque inconscientemente querrían volver a un mundo no globalizado donde el progreso tecnológico fuera de nuevo patrimonio de una pequeña lista de países, mientras el resto de la humanidad jugase su dócil papel de mercado al que suministrar productos elaborados a cambio de materias primas.
Como occidental entiendo el temor que la incertidumbre económica produce en aquella parte de la población que ha visto limitada su calidad de vida y reducidas sus expectativas; pero como ciudadano del planeta en pleno siglo XXI, volver al 77 me parece profundamente reaccionario.
Afortunadamente, ninguna máquina del tiempo logrará hacer eso. El conocimiento será cada vez más global y la tecnología derivada de éste será el principal componente de la riqueza de los países. No hay barreras que puedan invertir esa tendencia. Cuanto antes aceptemos esa realidad, antes nos adaptaremos a la nueva situación y trabajaremos para ser competitivos a escala global.
El gran reto es profundizar el conocimiento científico, utilizarlo para generar nuevas soluciones a los muchos problemas que colectivamente enfrentamos (energéticos, ambientales, agrícolas, de salud, de convivencia) y ser capaces de ofrecérselas al mundo entero desde aquí. Sólo eso mantendrá nuestros niveles de riqueza. Miremos al 2050, no al 1977. No hay otro camino posible, ni deseable. Empujemos la curva verde, con todos nuestros conciudadanos planetarios, hasta hacerla coincidir con el segundo pico azul y más allá.