El declive de la Marca España
Cuando Mariano Rajoy se encontró que el problema catalán –que había dejado pudrir por culpa de su inacción política– requería una actuación urgente barajó dos opciones: contentar el ala dura de su partido y a los que se encuentran todavía más a la derecha comiéndole votos (Ciudadanos) u ofrecer una imagen internacional de gobernante capacitado para solucionar problemas en vez de crearlos. Como ya es sabido, priorizó la primera, ya que él mismo había destruido cualquier posibilidad de ejercer como un estadista que aborda los problemas desde la raíz actuando con perspectiva histórica y visión de país.
Esto es lo que explica la represión policial del 1 de octubre, la voluntad de encarcelar a los miembros del Govern y a los dirigentes de las entidades soberanistas y la decisión de enardecer a las masas de toda España para obtener de ellas el orgullo por encima de la sensibilidad y la pasión por encima de la razón. Lo importante era vencer (aparentemente) al precio que fuera y a costa de su propio prestigio y el del país que preside.
La gestión del referéndum –y por extensión del problema catalán– que ha hecho Rajoy ha dejado en Europa una honda preocupación sobre la salud democrática y la capacidad del Gobierno para afrontar los problemas. Que Rajoy decidiera enviar a la Policía Nacional y la Guardia Civil a reprimir un referéndum que no podía impedir, porque el Govern le había ganado la partida introduciendo urnas y papeletas, ha generado estupefacción, no sólo en la opinión pública (y publicada) europea, sino también en las cancillerías.
Efectivamente, ningún dirigente europeo se ha salido del guion, porque no podían aplaudir, como era evidente, la torpe alternativa del Govern: saltarse la ley para culminar un objetivo avalado por el mandato surgido de las elecciones. Eso forma parte del cualquier manual de política internacional, algo que los dirigentes soberanistas han obviado de manera ingenua.
Pero con lo que no contaba el Gobierno de Rajoy es con la interminable lista de políticos europeos que cuestionarían en público su actuación: primeros ministros (el belga Charles Michel), exprimeros ministros (el también belga Elio Di Rupo o el esloveno Alojz Peterle), expresidentes (el finlandés Martti Ahtisaari), excandidatos a la presidencia (los franceses Ségolène Royal y Benoit Hammon) o exvicepresidentes de la UE (Viviane Reding) y una lista inacabable, a la que cabría sumar los infinitos reproches recibidos fuera de los circuitos públicos.
Tampoco contemplaba como un problema mayor que las cabeceras más prestigiosas del planeta (desde el Financial Times hasta el Washington Post pasando por The Times) no ahorrasen críticas a la gestión del problema y a la necesidad de abordarlo en un marco político y no judicial.
El balance que hace Rajoy y su caravana político-mediática es, como era de esperar, radicalmente diferente y señalan que las críticas públicas han resultado escasas, los políticos que las han pronunciado son de segundo nivel y ningún medio ha apostado por la unilateralidad. ¿Tal vez haya recibido España en los últimos cinco años tantos elogios internacionales como críticas en las últimas cinco semanas? ¿O es que alguien es tan iluso para imaginarse que Merkel, Macron y May –que, por cierto, no han lanzado ningún apoyo a la política de Rayoy tras la encarcelación de los miembros del Govern– no se limitaran a decir lo que tímidamente y sin convicción expresaron refiriéndose a que el asunto es de orden interno y debe resolverse en el marco de la ley? ¿Y realmente existe alguna cabecera seria en el mundo occidental que aplauda la vía unilateral para conseguir algo tan lícito como el derecho de autodeterminación? La torpeza es de tal nivel que su ministro de Exteriores se permitió reducir la represión policial del 1 de octubre a las fake news, desconociendo que en el mundo anglosajón no hay nada de peor prestigio que la mentira.
La Marca España ha quedado seriamente dañada. No es que gozase de una salud de hierro y ni ejerciese atractiva capacidad de seducción, pero es cierto que en los últimos cuarenta años España ha sido un ejemplo en las esferas europeas de cómo un país con escasa tradición democrática ha sido capaz de afianzarse económica y políticamente en el marco continental. Las imágenes de policías pegando a votantes que se colaron en las televisiones de toda Europa y medio mundo van a tardar en olvidarse. Y la torpeza que han mostrado los poderes del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial) para afianzar el encaje de Catalunya generan un panorama que lo que realmente existe en el sur de Europa no es el problema catalán, sino el problema español.