Realismo (judicial) constitucional: ¿qué reforma queremos?
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Realismo (judicial) constitucional: ¿qué reforma queremos?

Si la Constitución incorpora cláusulas materiales acerca de la justicia y del bien común, entonces sus concretos términos competen a todos los miembros de la sociedad actual y la última palabra ha de residir en el Pueblo, no en una aristocracia judicial.

EFE/JUAN CARLOS HIDALGO

El mismo día en el que aparecía publicada en estas páginas nuestra reflexión Sobre la reforma constitucional, donde se señalaba como un asunto que tener en cuenta en una hipotética reforma constitucional la propia existencia de un Tribunal Constitucional con un poder insoportable, saltaba la noticia de que "Ciudadanos plantea suprimir el Constitucional por su politización".

La razón de dicha politización parece encontrarse en que los magistrados son elegidos por los partidos políticos. La solución pasaría por la elección de los jueces por los jueces. Y, de paso, se convertiría al Tribunal Supremo también el intérprete final de la Constitución. En mi opinión se equivocan. Se equivocan todos los que consideran que la politización se debe a la forma de elección de los magistrados de dicho tribunal. Por consiguiente, ése no puede ser motivo para la desaparición del Tribunal Constitucional. La causa de la politización se debe a la confluencia, por un lado, de jueces con autoridad final y supremos intérpretes de las leyes y, por otro, de Constituciones "materiales" como la que tenemos. Estos puntos han sido bien vistos recientemente por Albert Noguera en Sobre la despolitización del Constitucional: desmontando las propuestas de reforma constitucional. Naturaleza de la Constitución y del Tribunal Constitucional deben ser, pues, los auténticos ejes de un debate sobre la reforma constitucional.

Se equivocan todos los que consideran que la politización se debe a la forma de elección de los magistrados de dicho tribunal. Por consiguiente, ése no puede ser motivo para la desaparición del Tribunal Constitucional.

Constituciones materiales (o, si se prefiere, valorativas, axiológicas o, incluso, éticas) son aquellas que incorporan conceptos, principios o valores morales o de justicia sin definiciones claras y concisas. Échese un vistazo rápido a la Constitución de 1978 y se encontrarán por doquier tales referencias axiológicas. Baste citar, como ejemplos, la proclamación de la justicia como un valor superior del ordenamiento jurídico español (art. 1); o la propugnación, como fundamento del orden político y la paz social, de la "dignidad de la persona" (art. 10); o la prevención de que nadie pueda ser sometido a "tratos inhumanos o degradantes" (art. 15); o la indicación de que las leyes que regulen el ejercicio de los derechos y libertades deberán respetar el "contenido esencial" de estos (art. 53).

También se podrían citar todos y cada uno de los derechos y libertades que aparecen recogidos en el texto constitucional. Pero, ¿qué es la justicia? ¿Y el contenido esencial de un derecho?, ¿qué es la dignidad humana o un trato inhumano?, ¿cuál es la esencia de la libertad de expresión? O ¿cuándo se vulnera el derecho a la educación? Desde luego, no son preguntas que puedan contestarse de la misma manera que aquellas del tipo: ¿de qué órgano es tal competencia?, ¿se respetaron los plazos legislativos?, ¿qué es el defensor del pueblo?, ¿qué mayoría necesita la aprobación de una ley orgánica? Estas últimas cuestiones no necesitan ética ni ideología alguna para ser respondidas. Las preguntas materiales, éticas o axiológicas, bien al contrario, requieren de la ideología, de la moral o de las concepciones filosóficas para contestarlas.

¿Cómo evitar la axiología o la ideología en la Constitución? ¿Cómo eludir que haya un debate público o una politización de una constitución ideológica, de una norma que regula los derechos de los individuos y los procedimientos de toma de decisiones de una sociedad? A Hans Kelsen sólo se le ocurrieron dos vías para evitarlo: o la pormenorización de los conceptos morales de las constituciones o la aprobación de constituciones sin tales contenidos. La primera vía elimina el pluralismo político y el debate público, la segunda deja los derechos y otros conceptos morales o filosóficos al albur de las mayorías parlamentarias.

¿Cómo eludir que haya un debate público o una politización de una constitución ideológica, de una norma que regula los derechos de los individuos y los procedimientos de toma de decisiones de una sociedad?

Existe, no obstante, una tercera vía: que la Constitución no tenga fuerza jurídica alguna, sino sólo un carácter programático (al menos en lo que atañe a esos conceptos morales). Una de estas tres vías acerca de la naturaleza de la propia Constitución es lo que se debe discutir en una reforma constitucional.

La otra fuente de politización o ideologización se encuentra en los propios magistrados, en los jueces supremos intérpretes con autoridad final. Bien es sabido que la separación de poderes implicaría, entre otros extremos, que los jueces se limitaran a aplicar las leyes, no a crearlas. Sin embargo, para aplicar las leyes, y la Constitución es una ley, habrá que saber lo que dice. Creo que todos reconocemos que existe un gran debate social acerca de lo que quiere decir la norma que señala que "todos tienen derecho a la vida" (art. 15). Yo tengo cada vez más claro a qué casos es aplicable, qué es "vida" o quiénes son "todos". No obstante, puedo asegurar que mis opiniones (o definiciones) son distintas a las de mis padres y que tanto las opiniones de mis padres como las mías, sin fijar criterio interpretativo preeminente alguno, cabrían perfectamente en esa norma.

Recuérdese que la Constitución nada dice acerca de esos conceptos ni de los criterios de interpretación de las normas. Por tanto, lo que finalmente diga o no diga la norma depende de quién dice lo que diga. Y es ahí donde entran los jueces, que, como mis padres o yo mismo, también son humanos y que, como humanos que son, tienen sus propias opiniones. Lo que caracteriza a los jueces constitucionales sobre otros jueces y lo que los distingue de ellos e, incluso, de mis padres o de mí mismo es que sus opiniones son las que valen, ya no por ser sabios que tienen a su alcance la verdad, sino porque el ordenamiento jurídico (aprobado por humanos) los ha revestido de supremacía interpretativa constitucional y, para hacer valer su opinión, se les ha conferido autoridad final, lo cual significa que sus decisiones no pueden ser recurridas ni anuladas por ninguna otra autoridad humana (ni siquiera por el poder legislativo de nuestros representantes).

Puesto que los jueces son humanos, si asumimos una Constitución material, los términos del debate político deberían centrarse en seguir manteniendo tribunales como supremos intérpretes y con autoridad final en cuestiones constitucionales o dejar tal supremacía a las mayorías parlamentarias (como en Reino Unido o en Holanda, pero aquí se abren variadas opciones que pueden implicar únicamente al parlamento o también a alguna otra autoridad o tribunal, pero quedando la última palabra en manos del Pueblo). La plena soberanía parlamentaria cada vez me parece más atractiva.

Existe, sin embargo, otra alternativa: considerar que lo que los jueces dicen que la Constitución dice no es mera opinión, sino una simple declaración de conceptos objetivos. Me explico: se puede considerar que los términos justicia, dignidad, libertad, etcétera que la Constitución recoge reenvían o se corresponden con unos conceptos objetivos e independientes de lo que los humanos piensen. Se abrazaría, por ende, la idea de que hay una justicia única y absoluta que los jueces se limitan a aprehender sin error y, posteriormente, a exponer en sus sentencias. Así, por ejemplo, aquellas leyes declaradas como inconstitucionales por vulnerar la dignidad humana enunciada en la Constitución lo serían (inconstitucionales) por contradecir no una opinión (me temo que la de los propios jueces constitucionales), sino una verdad objetiva (no puesta por nadie o puesta por una divinidad o por la naturaleza...).

Me da que para no asustarnos del poder que tendrían los jueces si lo que impusieran fuera su opinión (insoportable para la separación de poderes) llevamos mucho tiempo viviendo en la ilusión de que en el test de constitucionalidad de las leyes se toma como baremo lo que es justo per se o proprio vigore. Dejando de lado la existencia o no de estas verdades absolutas (o, mejor, no queriendo extenderme en argumentos por aseverar que no existen), lo cierto es que el propio Tribunal Constitucional afirmó, hace ya tiempo, que el contenido esencial de los derechos dependía de las convicciones generalmente admitidas entre los juristas y los jueces (sentencia 11/1981, de 8 de abril, fundamento jurídico octavo).

Me da que para no asustarnos del poder que tendrían los jueces si lo que impusieran fuera su opinión (insoportable para la separación de poderes) llevamos mucho tiempo viviendo en la ilusión de que en el test de constitucionalidad de las leyes se toma como baremo lo que es justo per se o proprio vigore.

La ilusión, pues, ha de desvanecerse. Las decisiones acerca de lo justo y del bien común no deben mirar fuera de nosotros mismos, son decisiones políticas del aquí y del ahora. Si la Constitución incorpora cláusulas materiales acerca de la justicia y del bien común, entonces sus concretos términos competen a todos los miembros de la sociedad actual y la última palabra ha de residir en el Pueblo, no en una aristocracia judicial. Si queremos un Tribunal Constitucional, debe ejercer sus competencias en el marco de una Constitución meramente formal. Una de estas vías acerca de la naturaleza o, incluso, existencia del propio Tribunal Constitucional es lo que realmente se debe discutir sobre estos puntos en una reforma constitucional.