La Gran Familia
Érase una vez una familia compuesta por un próspero matrimonio, don Mariano, y su apuesta esposa, Petra, y sus tres maravillosos hijos: Pablo, Alberto y el pequeño Arturo. Este último, el más rebelde de los tres, decidió un día que era hora de emanciparse, de dejar la casa para vivir sus propias aventuras.
La Gran Familia. Foto: Manel Souto.
Érase una vez una familia compuesta por un próspero matrimonio, don Mariano, y su apuesta esposa, Petra, y sus tres maravillosos hijos: Pablo, Alberto y el pequeño Arturo. Este último, el más rebelde de los tres, decidió un día que era hora de emanciparse, de dejar la casa para vivir sus propias aventuras. Y fue durante una cena cuando el menor de los tres hijos comunicó a sus padres su determinación.
―Papá, mamá, voy a abandonar esta casa. He conseguido ahorrar algún dinero y creo que podré vivir por mi cuenta durante un tiempo hasta que encuentre algún trabajo estable.
―¡No digas estupideces, hijo mío! ―exclamó el padre de forma acalorada―. ¿Cómo vas a buscarte la vida tú solo si ni siquiera eres mayor de edad?
―Papá, he estado explorando diferentes formas de explicártelo desde hace tiempo, pero no quieres escucharme ―intentó defenderse el pequeño Arturo―. ¡Ya no soy feliz en esta casa y quiero marcharme!
―¡No se hable más! ¡Aquí las normas las pongo yo! ¡Vete a tu cuarto; estás castigado todo el fin de semana!
Después de que Arturo se levantase de la mesa, reinó un silencio que duró toda la cena y que generó una notable sensación de malestar.
―Pues yo creo que la solución sería cambiarle de cuarto a uno más grande. O pensar en pintarlo de otro color. Así estaría más contento ―sugirió Petra.
―Yo creo que más bien se debe al recorte de su paga semanal. Parece no entender las dificultades económicas por las que estamos pasando ―puntualizó Mariano.
―Tranquilos todos, no os preocupéis. Vamos a dialogar con él y a escuchar las razones por las que quiere marcharse. Quizá así podamos convencerle de que no se vaya ―propuso Pablo, el mayor de los hermanos.
―No le hagas caso, papá. Solamente quiere romper esta familia ―apostilló el joven Alberto.
―¡Eso no es cierto! Siempre he pensado que se atrapan más moscas con miel que con vinagre ―alegó Pablo mientras se apartaba la melena de la cara.
―Pues yo sigo prefiriendo el matamoscas ―sentenció el padre.
Momentos más tarde, el joven Pablo golpeó la puerta del cuarto de Arturo preguntando si se podía pasar. Ante la pobre respuesta, se decantó por entrar y sorprendió a Arturo tratando de escapar por la ventana.
―¡No, Arturo! ¡Así no te vayas! ―le recriminó el hermano mayor.
―Si papá no me deja irme por las buenas, me tendré que ir por las malas.
―Pero, Arturo, ¿tú estás seguro de que quieres irte?
―No sé, una parte de mí me dice que sí, aunque la otra parte me dice que no... Y no sé cuál de las dos tiene mayor peso. ¡Es que estoy harto de que papá no me respete ni me escuche nunca!
―Si no lo tienes claro, siempre puedes esperar y meditarlo tranquilamente. Piensa en los peligros que te acechan allá fuera, y en lo solo que te sentirás cuando nadie te acompañe. Piensa también en los buenos momentos que hemos pasado juntos. Siempre hemos formado una gran familia.
Al final de la noche, Pablo entró corriendo en el salón de la casa y anunció, entusiasmado:
―¡Papá, mamá, he conseguido convencer a Arturo de que no se vaya! Eso sí: a partir de ahora tendremos que cuidar más de él si no queremos que se marche.