¿Acaso es mejor un mal acuerdo?
A menudo, un mal acuerdo es mejor que un desacuerdo. No tenemos ninguna certeza, convicción ni garantía de que sea así en el caso del pacto al que han llegado David Cameron con el resto de los jefes de Estado y de Gobierno de la Unión. Desoladoramente se ha dibujado, al contrario, un incentivo explícito a la desintegración con correlativo agravio a los socios cumplidores y con voluntad de honrar los compromisos contraídos en el Tratado de Lisboa.
Hace mucho que la UE declina lamentablemente: "ineficiencia", "impotencia"... son varios de los subterfugios que recurrentemente encubren un sentimiento de "vergüenza" para describir la inacción y/o la resignación con que la Comisión Europea -"guardiana de los Tratados"- ha asumido un papel vicario y subordinado frente a un Consejo -reunión de los Gobiernos de los Estados miembros (EE.MM)- cada vez más dominado por los egoísmos nacionales y la regresión antieuropea.
Esta deriva ha producido resultados miserables en el manejo de la crisis del euro y su repercusión bancaria, con el temprano abandono de la proclamada agenda de "gobernanza financiera", que se ha visto reducida a encorsetar los presupuestos nacionales (el llamado "semestre europeo"), aunque mostrándose incapaz de completar la "unión fiscal" con un combate conjunto contra los paraísos fiscales, contra la elusión y al fraude, contra el dumping fiscal de los tax rulings (competición predatoria en los impuestos sobre el capital entre los EE.MM.) y por la armonización de las figuras tributarias sobre las sociedades y rentas del capital.
Con todo, todavía más deplorables resultan los impactos políticos de esta interminable crisis que se ha cronificado en la suspensión de Schengen, desaparecido en combate ante la histeria seguritaria, y, por último, en la ominosamente expresa renuncia a una "Unión cada vez más estrecha" entre los pueblos de la UE tal y como lo había consagrado el Tratado de Lisboa como objetivo a alcanzar.
La ocasión y corolario de este desfallecimiento parece emblematizado por el llamado "Deal" (Acuerdo, Contrato) entre el Reino Unido y el conjunto de la UE. Un mal acuerdo orientado a "apaciguar" la salida de la UE de Gran Bretaña (Brexit) y, particularmente, a complacer al premierconservador David Cameron en su alocada estrategia de chantaje continuado al conjunto de la UE para obtener un "estatus singular" so pena de pedir el "no" en un referéndum que él mismo se comprometió a convocar para dilucidar si los británicos quieren o no abandonar la construcción europea "saliéndose" de la propia UE.
Tras su órdago a la UE, Cameron saca ahora pecho blasonando de sus "avances" tras meses ejerciendo presión: en síntesis, a) "poder de veto" contra eventuales avances en el gobierno de la Eurozona; b) extensión de su "opt out" sobre relevantes ámbitos políticos de la integración; c) exclusión de beneficios sociales a inmigrantes europeos en el Reino Unido (aun siendo ciudadanos europeos procedentes de cualquier otro Estado miembro: "¡qué se fastidien los españoles!"); d) limitación de las facultades regulatorias de la UE en el desarrollo del Mercado Interior y la Competitividad con vistas a eliminar las "excesivas regulaciones europeas y las cargas imperativas a las empresas".
A la vista está el excesivo precio que se ha convenido entre los negociadores europeos (Comisión y Consejo) con este socio singular que ha decidido erigirse en "díscolo" para evitar que el "hijo pródigo" abandone sin más la casa común dando un portazo.
A menudo, un mal acuerdo es mejor que un desacuerdo. No tenemos ninguna certeza, convicción ni garantía de que sea así en esta ocasión. Desoladoramente se ha dibujado, al contrario, un incentivo explícito a la desintegración con correlativo agravio a los socios cumplidores y con voluntad de honrar los compromisos contraídos en el Tratado de Lisboa.
El mal ejemplo de patrón negociador descrito en esta ocasión amenaza con disolver los últimos hilos conductores en la construcción europea, tal como la habíamos conocido. Se alienta, sensu contrario, una dinámica de desagregación y pérdida de aliento europeo.
Una vez que se ha premiado a quien hace valer su desafección y "diferencia" con el alegado objetivo de "beneficiarse al mismo tiempo de los dos mundos", nada impedirá en el futuro que esa "asimetría" contagie a otros EE.MM (una Francia eventualmente sometida al lepenismo). Ni que otros EE.MM decidan imponer condiciones a la circulación de los británicos, abusando, por qué no, de otros prejuicios simétricos a los que esgrimen los británicos contra los que "abusan de las prestaciones sociales", como que -por ejemplo- muchos británicos están malacostumbrados a circular libremente por la costa española, sea para comprar inmuebles, sea para practicar balconing o ingerir alcohol masivamente.
La acumulación de malas noticias en todos los frentes abiertos en el manejo de esta crisis, como sumatoria de muchas crisis de una envergadura, sin precedentes hasta ahora, amenazan, también como nunca, con cerrar sus compuertas detrás de sí, y hacerse por tanto irreversibles. El futuro puede ser no ya una "UE a dos velocidades" sino una "UE a la Carta" que premie a los más reluctantes y/o más nacionalistas.
No existe a escala europea -ninguno de sus actores contamos por el momento con ella- ninguna seguridad tampoco de que el referéndum en que el primer ministro Cameron ha embarcado a los británicos -y por extensión al conjunto de los ciudadanos europeos- culmine con un "sí" en la permanencia y continuidad del Reino Unido dentro de la UE.
La sucesión de "chantajes" y de "juegos del gallina" (ver quién llega más lejos en su amenaza a las reglas de la supervivencia individual y colectiva) trasciende, tristemente, con mucho, la teoría de los juegos: una vez más, un referéndum -binario, burdamente disyuntivo en la división que enfrenta a los partidarios del "sí" contra los del "no"- amenaza existencialmente un proyecto político cuya excelencia reside en su complejidad y en sus en dificultades.
La responsabilidad primera es del irresponsable premier conservador británico. Se ha arriesgado a surfear una opinión pública escorada a la eurofobia por los tabloides británicos (hegemonizados por Murdoch y su imperio mediático) y al rampante populismo nacionalista, xenófobo y ultraderechista del UKIP de Nigel Farage. Pero la Comisión y el Consejo comparten enormes parcelas de responsabilidad en este desaguisado.
Quienes quiera que se erijan en defensores de la razón de ser de la dimensión europea de la respuesta requerida por los retos globales y por tanto compartidos en este siglo XXI, van a tenerlo todo en contra para ganar el 23 de junio en el referéndum británico.
Una vez más, las probabilidades de que los más vociferantes se salgan con la suya, ante el apabullamiento de la confusión general, reaniman la amenaza de esa distopía regresiva que tantas veces en la historia hizo imposible hablar de Europa entre los europeos.