Que no cunda el pánico
Detecto entre mis buenos amigos, los conocidos e incluso los saludados en Madrid, mucha más preocupación sobre lo que está ocurriendo en Cataluña que en mi propia tierra. Quizá porque nosotros ya sabíamos exactamente lo que había y puede que a seiscientos kilómetros hubiera más desconocimientos y tópicos clavados a machamartillo sobre la realidad social y política. Ha habido pocas ganas de entenderse e informarse, por ambas partes, pero el cerrilismo de algunos medios de comunicación de la capital y muchas de las primeras plumas del país se estudiará en las facultades de periodismo.
No es mi intención contar cómo se ha llegado a esta situación con detalle, necesitaría el volumen de un par de tomos y, posiblemente, mucha más pericia de la que tiene una simple periodista catalana que lleva años yendo y viniendo por el puente aéreo. Pero sí intentar dar algunos elementos de reflexión y los motivos por los que, a pesar de estar también preocupados, no nos sentimos tan alarmados por lo que pueda ocurrir este domingo y, sobre todo, el próximo lunes.
La extraordinaria movilización que se está viviendo en Cataluña ha sido mérito, en una parte no desdeñable, de la torpeza en la actuación del Gobierno español. Ha sido mano de santo para convencer a los tibios y hacer salir de casa a los indecisos e, incluso, a los francamente contrarios a la independencia. Así lo admiten en privado personas próximas al Partido Popular. Se esperaba una intervención para pillar urnas y papeletas o, incluso, la aplicación del artículo 155 de la Constitución y la detención en pleno del Gobierno catalán.
No ha sido así, posiblemente por el vértigo del gobierno ante la posibilidad de aprobar en el Senado lo que quizá no podría sacar adelante en el Congreso. Pero poner en marcha a las fuerzas de seguridad, jueces y, especialmente a la fiscalía, no ha sido una gran idea. Primero, porque no se pueden parar una vez echan a andar y el estropicio causado tiene más difícil arreglo a partir del 2 de octubre. Y segundo, porque la desmesura en la actuación, que ha llevado incluso a Naciones Unidas a pedir a España respeto por los derechos básicos, ha indignado al grueso de la sociedad catalana. Perseguir un hecho delictivo se ha convertido de facto en perseguir la defensa de una idea, y así ha sido percibido el cierre de páginas web o el interrogatorio a diestro y siniestro de los que propugnaban el voto el domingo.
Seguimos: estas mismas medidas han sido leídas así también en una parte del resto de España, ayudando a la movilización por la izquierda y poniendo sobre la mesa el debate sobre el statu quo y el régimen surgido de los pactos del 1978, exhausto y manoseado hasta la extenuación. Quizá es algo que no importe demasiado al PP, teniendo en cuenta que también ha movilizado a su propio electorado, como ha podido comprobarse en las entusiastas despedidas de policías y guardias civiles de sus comandancias. Aunque tolerar esos adioses propios de Rambo rumbo a Vietnam – "¡A por ellos, oé, oé, oé!"- es justamente lo que corrobora la tesis independentista de que somos una colonia y se nos mandan fuerzas con clara intención de ocupación.
Toda esta exaltación, que es la que hace más ruido en los medios de comunicación, es la que ha asustado de golpe a muchos ciudadanos españoles que vivían ajenos a la realidad catalana más de allá de constatar que somos muy nuestros, muy tenaces y muy pesados. También en Cataluña, donde siempre hemos pensado que no llegaría la sangre al río, ver de golpe al barco de Piolín y a tantos guerreros impertérritos de verde y negro ha agitado los corazones. Pero esta semana se está empezando a abrir camino aquí una idea: el día 2 llegará y, con él, quizá un nuevo horizonte más lleno de política y menos de testosterona. El hecho de que el propio presidente de la Generalitat haya dejado claro que no ve una Declaración Unilateral de Independencia (DUI, en la terminología independentista), ha marcado los límites del desafío. Me gustaría saber dónde está el límite para los despachos de la Moncloa.
Mi hipótesis personal es que nos encaminamos inexorablemente hacia unas elecciones autonómicas que, quizá, esta vez sí, ganen de forma clara las formaciones independentistas. Más por errores ajenos que méritos propios, cabe decir. Y que, de nuevo quizá, después vengan las generales si Rajoy considera a su electorado suficiente motivado por el ardor guerrero de la Fiscalía.
Pero esa es, obviamente, la agenda partidista, no la política. ¿Qué salida se da a la reivindicación catalana, ampliamente compartida, de cambio en las relaciones con el Estado y de convocatoria de un referéndum? ¿Cómo se recomponen las relaciones? ¿Cómo se apaga el anticatalanismo y el rechazo hacia España sembrado en ambos campos? La respuesta a esta y otras preguntas habría que buscarla en el ámbito de la negociación, el debate y la cesión, muy presentes en aquel lejano 1978 y clamorosamente ausentes en el presente.
Una última apreciación. No me culpen si han detectado un cierto tono zumbón o socarrón en esta reflexión. El sentido del humor es el único cobijo ante el desconcierto y una buena capa protectora ante hiperventilaciones, banderas gigantescas y otras gesticulaciones.