Donde es más peligroso ser mujer que soldado, ellas nos dan una lección
Las historias no se resumen casi nunca, por no decir nunca, con simples estadísticas. Pero a veces dan que pensar. ¿Por qué las mujeres representan sólo un 12% del total de los migrantes llegados a Europa por el mar Mediterráneo? Ellas también tienen su propia historia, trágica la mayoría de las veces.
Las historias no se resumen casi nunca, por no decir nunca, con simples estadísticas. Prueba de ello son los refugiados, solicitantes de asilo y otros migrantes que están llegando en una ola sin precedentes a las costas y fronteras europeas desde hace varios meses. Son cientos de miles -y se espera que lleguen muchos más-, cada uno con su propia historia, trágica la mayoría de las veces.
En su mayoría venidos de Siria y Afganistán, muchos han huido de su país en guerra a falta de poder construirse un futuro, tras haber asistido a la destrucción de su casa y de sus medios de subsistencia, o tras haber presenciado la muerte de sus seres queridos. Sin embargo, sólo son la parte más visible de un fenómeno mucho más vasto: en África, en Asia y en América, un sinfín de migrantes viven en países afectados por un conflicto armado o una situación de violencia, o los cruzan. Ellos también tienen su historia, su propia experiencia de sufrimiento y adversidad.
No obstante, es una estadística lo que llama la atención: la pequeña proporción de mujeres entre los migrantes llegados a Europa por el mar Mediterráneo desde principios de 2015 (según la Agencia de la ONU para los Refugiados, sólo representan un 12% del total -los niños, el 13%-, mientras que su porcentaje entre la población de refugiados y migrantes se eleva a una cifra mucho mayor). ¿Cómo se explica entonces un fenómeno así? ¿Por qué son tan pocas las mujeres dispuestas a hacer este viaje? ¿Por qué se abandonaría a su suerte a la mayoría de ellas?
Hace unos años, un famoso comandante de las fuerzas de mantenimiento de las Naciones Unidas que había trabajado en la República Democrática del Congo pronunció esta frase que permaneció en la memoria de la gente: "Hoy en día, en los conflictos modernos es más peligroso ser mujer que soldado". Y no estaba equivocado. La guerra siempre ha tenido repercusiones diferentes en hombres y mujeres, siendo en general estas últimas poco propensas a participar en las hostilidades. Sin embargo, en los conflictos armados contemporáneos -tanto en Siria, como en Afganistán, Yemen y República Democrática del Congo- cada vez más mujeres y niñas son víctimas de agresiones desproporcionadas, lo que resulta preocupante. En muchos casos, ellas son deliberadamente el blanco en estrategias de guerra, víctimas de la trata, de violencias sexuales abominables y de otras formas de explotación. En un contexto de guerra y de otras situaciones de violencia, se ven obligadas a desplazarse y a separarse de su familia, lo que les dificulta más el aprovisionamiento de alimentos, de agua potable y de cuidados de salud. A veces son las únicas responsables del mantenimiento de una familia.
Mientras que el número de civiles que huyen de países como Siria y Afganistán no deja de aumentar, muchas mujeres y niños forman parte del grupo de los que se quedan, demasiado frágiles y vulnerables para emprender el peligroso viaje que ya ha costado la vida a varios miles de personas. Las poblaciones que huyen tienen una necesidad imperativa de protección, no solamente durante su periplo, sino también después. Más aún para las mujeres y niños refugiados y migrantes, más expuestos a la violencia y a la explotación. Además, el viaje les cuesta caro (un factor explotado por los traficantes): los hombres salen a veces los primeros, con la esperanza de poder traer después a su familia.
También hay numerosas mujeres que se quedan para seguir con su papel de cabezas de familia y cuidar de los que no pueden escapar. En esos casos, son ellas las que, por su fuerza y resiliencia, dan vida a sus familias y aseguran la cohesión de una comunidad amplia.
A nivel mundial, se desprende de estos datos que las necesidades humanitarias alcanzan en la actualidad una magnitud sin precedentes en los países afectados por un conflicto armado: nunca en el pasado hemos tenido que hacer frente a tantas crisis complejas al mismo tiempo, y nunca la respuesta humanitaria global ha resultado tan insuficiente. La "crisis migratoria" a la que se enfrenta Europa demuestra no solamente la incapacidad del sistema internacional para hacer frente a las causas y consecuencias de los conflictos armados de larga duración, sino también los obstáculos cada vez mayores que experimentan los actores humanitarios internacionales en su misión de asistencia y protección en favor de las poblaciones afectadas por estos conflictos.
La falta de fondos explica en parte este estado de los hechos, pero no es la única causa. Numerosas organizaciones humanitarias no llegan a las zonas de conflicto debido al clima de inseguridad y de violencia extremas que allí reina, o porque el Estado -o los grupos armados- les bloquean el acceso. Se violan (normalmente con total impunidad) las reglas del derecho internacional humanitario más básico. En estas condiciones, numerosos actores humanitarios internacionales deciden delegar las operaciones en el terreno a colaboradores locales, que deben asumir los riesgos.
Para una organización humanitaria como el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR), es indispensable actuar respetando los principios fundamentales de imparcialidad, neutralidad e independencia para que todas las partes los apliquen con la mayor exactitud posible y se dé acceso seguro a las personas que necesitan asistencia y protección. Para lograrlo, tenemos que hacer frente a un gran desafío: hay que aportar continuamente pruebas de la pertinencia y de la eficacia de nuestras acciones y, en un ámbito en el que la confianza brilla por su ausencia, convencer de nuestra legitimidad a los que más nos necesitan.
En cuanto a las mujeres en particular, no sólo tenemos que ganarnos su confianza trabajando en estrecha colaboración con ellas, sino aprovechar su propia capacidad [...]. Resulta fundamental elaborar proyectos inteligentes e innovadores que expriman al máximo las nuevas tecnologías y vinculen plenamente a las mujeres al análisis de las necesidades y la puesta en marcha de los programas. Como por ejemplo, las transferencias de dinero por teléfono móvil que se llevan a cabo en Somalia y tienen en cuenta las necesidades de las mujeres en materia de protección, los programas de creación de ingresos destinados a las mujeres cabezas de familia en Irak, o los programas integrados -que proporcionan cuidados médicos y asistencia psicosocial y forman a las comunidades en los principios de protección y reducción de riesgos- para tratar las causas y consecuencias de la violencia sexual en países como la República Democrática del Congo, Sudán del Sur, Siria, Jordania y Colombia.
Más vale prevenir que curar. El principal reto consiste, por tanto, en impedir que la violencia sexual se utilice como arma de guerra, velando por que los Estados y los grupos armados respeten las reglas del Derecho internacional humanitario (DIH). Si bien el papel del CICR se basa en la formación y difusión del DIH en este ámbito, el núcleo del problema reside en el no respeto del derecho por las partes en los conflictos, en un clima de impunidad persistente.
Lo primordial es, por tanto, conseguir que se respete el DIH, pues esto contribuirá a prevenir o, al menos, reducir el desplazamiento de hombres, mujeres y niños en ciertas situaciones de conflicto armado. Al mismo tiempo, resulta esencial proporcionar a la población de países afectados por un conflicto armado ayuda humanitaria sostenible y fundada sobre unos principios, quizás a riesgo de confundir la frontera entre ayuda humanitaria y ayuda al desarrollo, pero siempre en el respeto absoluto de los principios de neutralidad, independencia e imparcialidad.
Independientemente de si las mujeres que sufren la guerra deciden quedarse en su país o huir al extranjero, deben estar plenamente implicadas en la elaboración de soluciones destinadas a responder a sus necesidades específicas y a reducir su vulnerabilidad. Esa es la condición previa si queremos tener posibilidades de éxito. Las organizaciones humanitarias y los donadores, incluidos los Estados, deben esforzarse por integrar esta exigencia en sus programas a lo largo de todas las fases del conflicto armado, desde la prevención hasta la reconstrucción posconflicto, pasando por la protección.
Como constatamos cada día en el marco de nuestras actividades en los países afectados por un conflicto, las mujeres no son, ni mucho menos, víctimas pasivas. Es imprescindible cederles la palabra y que participen en todas las iniciativas que aspiran a proporcionarles asistencia y protección adecuadas y eficaces no sólo para ellas mismas, sino también para sus hijos y sus familias. Si no nos esforzamos por escucharlas mejor y aprovechar su experiencia, corremos el riesgo de que nuestras acciones no sirvan de nada.
Este artículo apareció originalmente en la edición francesa del 'Huffington Post' y ha sido traducido del francés por Marina Velasco