Cuatro errores enormes que cometí como esposa (ahora que soy la ex)
Al principio me resultaba fácil señalar a mi marido con todos los dedos de la mano y del pie por haber destrozado nuestro matrimonio. Ser un mentiroso y un infiel que había abandonado a su familia superaba cualquier cosa que hubiera hecho yo en nuestro matrimonio. ¿No? Pues no.
Por Sloane Bradshaw
Al principio me resultaba fácil señalar a mi marido con todos los dedos de la mano y del pie por haber destrozado nuestro matrimonio de 10 años. Fue él quien me engañó y se fue sin mirar atrás. Y ya mucho tiempo antes me ignoraba, prefiriendo quemarse en el trabajo con tal de evitar lo que nos ocurría en casa.
La culpa era mi mecanismo para sobrellevar los primeros meses difíciles de nuestra separación y mi mantra era "¡Cómo se atreve (sollozo)!". Me alié con un ejército de defensores que, como yo, estaban absolutamente, completamente escandalizados por la osadía -el descaro- de ese hombre.
Estaba claro que ser un mentiroso y un infiel que había abandonado a su familia superaba cualquier cosa que hubiera hecho yo en nuestro matrimonio. ¿No?
Pues no.
Estuve varios meses esquivando toda la culpa del fracaso de mi matrimonio, convencida de que yo era una mujer buena y abnegada que había sufrido mucho. Hasta que no fui a terapia y el psicólogo no me sacó toda la mierda, no me vi obligada a examinar con más profundidad mis fallos.
No fue agradable.
Esto es lo que ahora sé que estropeó mi matrimonio. Que os sirva de advertencia. Antes de que sea demasiado tarde.
1. Anteponía a mis hijos.
Es fácil querer a tus hijos. Cuesta muy poco adorar todo su ser. El matrimonio es el polo opuesto: cuesta trabajo. Cuando sentía que mi matrimonio me costaba esfuerzo, desconectaba y me iba con los niños a algún taller o al museo de ciencias. Normalmente planeaba esas aventuras cuando sabía que él no podría venir (ni echar a perder mi tarde). Me decía a mí misma que estaba bien porque él prefería trabajar y siempre parecía que le molestaban las salidas familiares. Me gustaba acurrucarme con ellos en nuestra cama, regañándole por irse tarde a la cama y roncar. Como consecuencia, apenas pasábamos tiempo a solas y nunca salíamos sin los niños. Bueno, quizá una vez al año por nuestro aniversario.
2. No puse fronteras con mis padres.
Venían a casa con frecuencia, a veces sin avisar y sin llamar. Nos ayudaban a hacer cosas de casa que no les pedíamos, como doblar la ropa (por supuesto, mal). Nos íbamos de vacaciones con ellos. Corregían a nuestros hijos con nosotros delante. Mi propio miedo a decepcionarlos me impedían trazar una línea en la arena y pedir que no la cruzaran. Las pocas veces que defendí la autonomía de mi familia, no me mantuve en mis trece. Mi marido se casó, de una forma bastante literal, con toda mi familia.
3. Lo denigraba.
Creía que el amor consistía en la honestidad, pero a veces la verdad duele. Cuando nos acomodamos (véase nos volvimos vagos) en nuestra relación, dejé de suavizar las cosas. Hablaba mal de él a mis amigas, mi madre, mis compañeros. Continuamente. "¿Puedes creerte que no hizo esto?" y "¿en qué momento se le ocurrió hacer aquello?".
En vez de reforzar su ego, se lo pisoteaba. Lo humillaba, decía que su trabajo no era importante y desdeñaba a sus amigos y colegas. Lo regañaba por hacer mal las cosas cuando, en realidad, no las hacía como yo quería. A veces le hablaba como un niño. Yo controlaba las cuentas familiares y lo freía a preguntas para averiguar en qué se había gastado cada céntimo. Y en la cama... bueno, imaginaos, todo lo hacía mal y no tenía ningún pudor en decírselo tal cual. Cuando el matrimonio se vino abajo, me dediqué a buscar sus faltas y errores para poder justificar mi superioridad. Al final, no tenía ningún respeto por él y me aseguraba de hacérselo saber cada día.
4. No me preocupé por aprender a discutir bien.
Sé que suena raro sugerir que hay una forma buena de discutir. Pero resulta que la hay. Yo intentaba mantener la tranquilidad en casa cerrando la boca cuando había cosas que me molestaban. Como imagináis, todas las pequeñas cosas que me volvían loca crecían en una bola gigante de enfado reprimido que a veces erupcionaba como una rabia aterradora digna de Hulk. Y cuando digo rabia, me refiero a su definición clínica en el ámbito de la salud mental. Después del numerito, justificaba mi enfado diciendo que una mujer sólo se puede tomar así las cosas. Echando la vista atrás, me ponía como una p--- loca en esos episodios.
Entono este mea culpa con la esperanza de recuperar a mi ex, o incluso en busca de su perdón. Escribo esto porque no me puedo creer cuánto tiempo tuve la cabeza enterrada en la arena. Espero que otras mujeres la saquen y miren bien a su alrededor. Aunque todavía me duele que mi marido decidiera resolver nuestros problemas en la cama de otra mujer cuando alguna conversación y algo de terapia nos podría haber ayudado, estoy convencida de que mi actitud fue parte de lo que lo empujó.
Este artículo apareció originalmente en YourTango.
Este post fue publicado anteriormente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco Serrano