La desaparición del liberalismo

La desaparición del liberalismo

El auge de líderes populistas poderosos a lo largo y ancho del mundo constituye una amenaza real, tanto para nuestros sistemas políticos como para nuestros valores más preciados. En lugar de intentar desentrañar estos desarrollos de manera precisa, nos hemos conformado con denuncias incompletas que lo único que hacen es expresar nuestro desacuerdo.

ANKARA, TURKEY - APRIL 6: Turkish President Recep Tayyip Erdogan addresses neighborhood leaders (mukhtars) during the mukhtars meeting at the Presidential Complex in Ankara, Turkey, on April 6, 2016. (Photo by Okan Ozer/Anadolu Agency/Getty Images)Anadolu Agency via Getty Images

Durante la última década, ha habido hombres populistas muy influyentes que han subvertido las bases de las democracias liberales de Turquía y Hungría. A juzgar por los recientes acontecimientos, los actuales líderes de Polonia y de la India están haciendo lo posible para seguir sus pasos. Y si también tenemos en cuenta las intenciones de los insurgentes de extrema derecha que todavía no han llegado al poder (Marine Le Pen en Francia o Donald Trump en Estados Unidos), puede que se desencadene una serie de eventos similares en los aparentemente consolidados sistemas políticos de América del Norte y de Europa Occidental.

Estas situaciones provocan miedo y son despreciables. El auge de líderes populistas poderosos a lo largo y ancho del mundo constituye una amenaza real, tanto para nuestros sistemas políticos como para nuestros valores más preciados. Pero eso sólo hace que la tarea de comprenderlos por lo que son realmente sea aún más importante. Desafortunadamente, no es algo muy común. En lugar de intentar desentrañar estos desarrollos de manera precisa, nos hemos conformado con denuncias incompletas que lo único que hacen es expresar nuestro desacuerdo: Viktor Orbán y Recep Tayyip Erdoğan, de quienes nos quejamos sin ganas, son peligrosos porque están "perjudicando a la democracia".

Lo cierto es que, tal y como demuestra el caso de Turquía, es algo mucho más complejo. Durante décadas, la élite seglar restringió los derechos religiosos de muchos turcos. Al mismo tiempo, una poderosa jerarquía militar vigilaba las instituciones democráticas y detenía los cambios radicales utilizando la fuerza (aunque más frecuentemente se ayudaban de amenazas). Aunque pareciera que se trataba de una democracia liberal, muchos turcos tenían motivos para creer que el sistema político ignoraba continuamente sus preferencias políticas.

Erdoğan llegó al poder porque prometió erradicar los elementos no democráticos del sistema político turco, principalmente. Lejos de oponerse a la democracia, mostraba intenciones de dar voz a la gente. Prometió que, cuando llegara al poder, la mayoría de los turcos religiosos tendrían lo que buscaban, sin tener que prestar demasiada atención a las exigencias del ejército o a los derechos de las molestas minorías.

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Marine Le Pen en un mitin en Lille (Francia), el 30 de noviembre de 2015. (REUTERS/Pascal Rossignol)

En la mayoría de los aspectos, Erdoğan ha cumplido su palabra, pero su gobierno ha sido un completo desastre. La libertad de prensa ha desaparecido. El derecho a manifestarse se ha visto perjudicado. Se ha humillado a la oposición política en juicios amañados. La persecución a las etnias minoritarias va de mal en peor. Pero, por muy poco liberales que sean estas políticas, están de acuerdo con las inclinaciones políticas de una clara mayoría de ciudadanos turcos. Si los tachamos de antidemocráticos, estamos negando un aspecto importante del gobierno de Erdoğan y apartando la mirada de una de las razones principales de su éxito.

Por eso, tenemos que ser más transparentes de lo normal con respecto al hecho de que nuestros sistemas políticos están basados en dos elementos separados que no van juntos de manera natural o inevitable: el liberalismo y la democracia. El liberalismo, desde este punto de vista, consiste en respetar los derechos de las personas y de las minorías, además de respetar profundamente instituciones liberales clave, como los tribunales independientes. En cambio, la democracia es un concepto mucho más simple, pero a la vez mucho más exigente: un país es democrático siempre y cuando sus instituciones consigan convertir la opinión pública en políticas públicas.

Lo más valioso de nuestros sistemas políticos es que, históricamente, han conseguido reconciliar estos dos conceptos: hasta cierto punto, un grupo de países de América del Norte y Europa Occidental han sido capaces de dar voz a sus ciudadanos y de proteger los derechos de las personas. Han sido capaces, en gran parte, porque su economía ha crecido rápido, algo que ha suavizado las opiniones de la gente de a pie y que ha hecho que confíe en las élites políticas tradicionales y que ha hecho que esté dispuesta a tolerar la protección de los derechos de las minorías poco populares.

Al ver cómo se han estancado sus ingresos, las personas de a pie han manifestado su enfado contra el sistema político y contra las minorías que gozan de poca popularidad.

Pero este matrimonio entre el liberalismo y la democracia parece tener cada vez más problemas. A lo largo de la historia de la democracia liberal, los ciudadanos de a pie han visto cómo su calidad de vida ha ido mejorando generación tras generación, pero, en los últimos 30 años este progreso se ha detenido -o incluso revertido- en prácticamente todos los países de América del Norte y Europa Occidental.

Al ver cómo se han estancado sus ingresos, las personas de a pie han manifestado su enfado contra el sistema político y contra las minorías que gozan de poca popularidad. Como su continuo apoyo a la forma de gobierno ha dependido en gran parte de la capacidad de hacer crecer la economía, ahora se están volviendo más críticos con las instituciones liberal-demócratas. Hasta ahora, el liberalismo y la democracia han venido de la mano, pero ahora se están separando. Mientras que las élites políticas y económicas cada vez se muestran más dispuestas a debilitar la democracia, si ese es el precio que hay que pagar para proteger el liberalismo, cada vez más gente exige decidir en igualdad de condiciones, y tal vez especialmente si eso implica acabar con los derechos liberales.

Esta situación nos ayuda a ver que Erdoğan no ha convertido a Turquía en un país menos democrático, sino que lo ha convertido en uno menos liberal. Y lo mismo se aplica a Orbán, a los Gobiernos de India y de Polonia y a los populistas de extrema derecha como Trump y Le Pen. Todos buscan convertir a sus países en democracias no liberales, en lugares en los que es posible que a menudo se ignoren los derechos individuales se ignoren a menudo, pero en los que reine la voz de la mayoría.

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Un manifestante en Estambul (Turquía) el 1 de abril. (OZAN KOSE/AFP/Getty)

Hay que tener en cuenta un aspecto fundamental en el que el auge de los populistas pone en peligro los valores democráticos y liberales. Estos líderes llegan al poder con mucho apoyo popular y comienzan sus mandatos aplicando políticas que cuentan con un sólido respaldo por parte de la población. Pero cuando pierden popularidad, como les pasa a muchos mandatarios después de pasar un tiempo en el cargo, muchos de ellos no están dispuestos a abandonar el poder. Muestran desprecio ante lo liberal, están convencidos de que tienen una capacidad única de canalizar la opinión de la gente de a pie, incluso cuando están abocados a perder en las urnas, y culpan a los traidores de la actitud de toda la oposición política e intentan quitar autoridad a unas elecciones libres y justas. Fueron votados como los campeones del pueblo, pero poco a poco empiezan a convertir las democracias no liberales en claros sistemas basados en la autocracia.

Nada es inevitable. Los ciudadanos de las democracias liberales no han acabado descontentos por razones inventadas. De hecho, están reaccionando con enfado porque el sistema político no está cumpliendo con lo que les hace mantenerse fieles a él. Por eso, asegurarse de que gran parte del crecimiento económico se note en la mayor parte de la población no es sólo un asunto de justicia. Al contrario, es nuestra única esperanza para acabar con la transformación de la democracia liberal en una democracia no liberal, y con la transformación de la democracia no liberal en una autocracia.

Este post fue publicado originalmente en 'The WorldPost' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.

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