Colombia y Nicaragua: inacción y reacción
Aunque sé que en medio de la sensibilidad (o la sensiblería) nacionalista que invade los últimos días a tanto colombiano, estos párrafos podrían motivar a más de uno a declararme persona non grata en mi propio país, creo que lo que ha ocurrido con Nicaragua es más justo de lo que muchos creen.
El pasado martes, 20 de noviembre, Colombia amaneció con un nuevo mapa, más pequeño, producto del fallo de la Corte Internacional de Justicia de La Haya, según el cual, conserva el archipiélago de San Andrés, pretendido por Nicaragua desde 1980, pero debe reconocerle a este país la soberanía sobre 70.000 kilómetros cuadrados del mar Caribe, que rodea a las islas y varios cayos, todos ubicados a más de 700 kilómetros de las costas colombianas.
Lo curioso es que 209 años atrás, también un 20 de noviembre, el rey de España, Carlos IV, había resuelto ampliar las fronteras colombianas, al pasar dichas islas, más la costa caribeña de Mosquitos (hoy pertenecientes básicamente a Nicaragua y Costa Rica), hasta entonces dependientes de la Capitanía de Guatemala, a jurisdicción del Virreinato de Santa Fe.
Para la época, Santa Fe (o la Nueva Granada) llegaba, incluso, hasta Panamá, lo que le daba cierta cercanía al archipiélago. Sin embargo, tras la independencia de este país, en noviembre de 1903, la pertenencia de esas islas a Colombia, objetivamente hablando, resulta curiosa. Y el asunto resulta más exótico aún si se observa que San Andrés está a tan solo 190 kilómetros al este de Nicaragua, país al cual perteneció originalmente.
Aunque sé que en medio de la sensibilidad (o la sensiblería) nacionalista que invade los últimos días a tanto colombiano, estos párrafos podrían motivar a más de uno a declararme persona non grata en mi propio país, creo que lo que ha ocurrido con Nicaragua es más justo de lo que muchos creen.
Tal y como lo dijo la propia Corte de La Haya en 2007, la soberanía de ese territorio insular no se puso en duda, pese a los reclamos nicaragüenses. Y, también como lo anticipó en ese mismo fallo, el alto tribunal definió ahora los límites marítimos, que supuestamente habían sido acordados por los dos países en 1928, en el tratado Esguerra-Bárcenas, pero que el Gobierno sandinista desconoció en 1980, alegando que cuando se firmó ese documento su país estaba invadido por tropas de Estados Unidos.
En Colombia, país centralista por tradición y defecto, la suerte de los territorios fronterizos preocupa muy poco al ciudadano promedio. Sin embargo, el pasado lunes, tras los anuncios de la Corte Internacional de Justicia, hubo una explosión de indignación, sobre todo en los medios y las redes sociales, pese a que son muy pocos los colombianos capaces de ubicar en un mapa los cayos o las islas de marras.
San Andrés ha sido tradicionalmente un destino vacacional que en 1953 fue declarado por el dictador Gustavo Rojas Pinilla como puerto libre de impuestos, con la supuesta intención de promover su desarrollo. No obstante, esa decisión, lejos de llevarle bienestar a la Isla, propició durante casi 40 años un desmesurado incremento de la población y una alteración de su ecosistema y su cultura.
En 1991, al amparo de la nueva Constitución Política de Colombia se le dio un nuevo estatus territorial, y, por lo menos en el papel, parecía que Bogotá iba a volver sus ojos al archipiélago; cosa que fue poco más que un catálogo de buenas intenciones, pues en los años recientes, en la isla de San Andrés se ha visto un caótico aumento del turismo y la hotelería, a la par con un incremento de la inseguridad, una precaria infraestructura de servicios públicos y sanitarios y unos índices de pobreza superiores al 60%, a todas luces injustificables, en un territorio de escasos 26 kilómetros cuadrados. Para completar, con una población cuya cifra es un misterio, pero que oscila entre 50 mil y 80 mil habitantes, se calcula que el desempleo es superior al 40%, según informaba hace un par de meses el diario El Espectador.
Aunque, desde luego, estos problemas no son recientes ni surgieron súbitamente, solo tras el fallo de la CIJ se encendieron las alarmas en el Gobierno central y surgió la preocupación por el destino de los raizales (habitantes oriundos de las Islas) y, sobre todo, por la suerte de los pescadores que derivan su sustento del mar, reducido ahora por ese veredicto.
A propósito del anuncio de la Corte, en su comparecencia por las cadenas de televisión, el presidente, Juan Manuel Santos, como si fuera posible un acatamiento fraccionable, optó por aceptar en su discurso solamente una parte del veredicto -la que reconocía la soberanía sobre el archipiélago- mientras dejó en un limbo diplomático y político las determinaciones relativas a la delimitación marítima.
Aunque no soy admirador del presidente de Nicaragua, Daniel Ortega, y discrepo de la mayoría de sus posturas ideológicas y políticas, aquí no se trata de un asunto de simpatías, sino de civilidad, no con él, sino con ese país. Por lo tanto opino que el Gobierno de Colombia está en mora de aceptar abiertamente y sin dobleces la decisión del alto tribunal; entre otras cosas porque es un fallo de última instancia, así Santos -al referirse a los límites marítimos- haya dicho que "rechaza enfáticamente ese aspecto del fallo que la Corte ha proferido en el día de hoy".
Juan Manuel Santos, que en sus dos largos años en la presidencia ha tomado distancia del proceder de "rufián de barrio" que caracterizaba al exmandatario Álvaro Uribe, no puede ahora hacer declaraciones que lo pongan en el mismo nivel de su guerrerista antecesor, quien ya le recomendó desacatar la providencia judicial.
¿Que es un fallo doloroso? Sin duda. ¿Que nos tomó por sorpresa? También. ¿Que es injusto? No estoy tan seguro.
Además, la adversidad de esta decisión no es responsabilidad de Santos, ni de su canciller, María Ángela Holguín. Este ha sido un pleito de siglos, que por razones imprevisibles tuvo ahora este desafortunado desenlace, pero que no compromete al presidente ni a su gabinete.
Lo que corresponde ahora es mirar hacia delante, como lo proponía un editorial del periódico El Tiempo, para afrontar de la mejor manera los retos que plantea esta nueva situación. Y así como Santos, en una jugada audaz, decidió bajarles la temperatura a los conflictos con Venezuela y Ecuador que heredó de Uribe, debe tratar, por todos los medios, de limar asperezas con Nicaragua, aprovechando el tono conciliador del Gobierno nicaragüense, que, excepto por algún desliz retórico de Ortega, ha tendido la mano a los pescadores y a los habitantes de San Andrés.
Así muchos aboguen por un desacato de imprevisibles consecuencias, Colombia no puede abandonar su tradición de apego a la ley y de respeto a los tratados internacionales. Tal proceder no favorecería al país ni al presidente en ningún escenario.
Por una parte se sentaría un pésimo precedente, justo cuando Santos empieza a consolidarse como líder hemisférico; tarea en la cual ha hecho varias movidas importantes y ha logrado notables avances.
Y, por otra parte, desconocer un fallo internacional debilitaría mucho la credibilidad del Gobierno colombiano, y la del propio presidente, en momentos en que se inician unas negociaciones de paz con la guerrilla, en un proceso donde la confianza juega un papel determinante.