Bicicletas públicas en la movilidad urbana sostenible
Mientras pensemos en la bicicleta pública como un modo masivo de transportar punto a punto dentro de la ciudad, no solo estaremos condenando el espacio público a la presencia de un nuevo devorador (menos agresivo que el automóvil, pero mucho más que el transporte público). Estaremos privando a la bicicleta de su enorme potencial.
La popularización de la bicicleta en las ciudades españolas es el cambio más sustancial en la movilidad urbana desde la reaparición del tranvía a principios de la década de los 90. El surgimiento de la bicicleta como modo de transporte en los desplazamientos urbano se explica con tres claves: el crecimiento de la conciencia ecológica, la crisis económica y la aparición en nuestras urbes de una nueva forma de utilizar la bicicleta: los sistemas de alquiler público, bicicleta compartida, o bike sharing.
Aunque podamos pensar lo contrario, la movilidad en las ciudades españolas es de las más ecológicas de todo el mundo desarrollado; con una enorme presencia de los desplazamientos a pie en el reparto modal, sobre todo cuando se computan todos los motivos de desplazamiento y no solo los de naturaleza laboral. El clima de nuestras ciudades y su tipología urbanística compacta facilita esta forma de desplazamiento, que en algunas ciudades podría incluso superar el 50% del total de los viajes. Pese a ello, la presencia de la bicicleta ha sido durante las últimas décadas muy marginal, sobre todo si comparamos con algunas de las ciudades del centro y el norte de nuestro continente, con gran tradición ciclista, como Ámsterdam o Copenhague.
Como antes mencionábamos, son varios los factores que podrían haber incentivado el uso de la bicicleta, cada vez más evidente en las calles de nuestras ciudades -no solo de las pequeñas y medianas urbes, sino también incluso en algunas de las grandes ciudades del Estado, como Barcelona, Valencia o Sevilla-; pero el más innovador, y el que ha supuesto una pequeña revolución en los modos de transporte urbanos es el sistema de bicicletas públicas. Cada vez son más las ciudades, desde algunas muy pequeñas, como Baeza, hasta las tres grandes urbes antes mencionadas, que han optado por instalar estos sistemas que casi todos conocemos, en los que el usuario abonado, pagando una cantidad anual, puede disponer de una bicicleta en cualquiera de las estaciones esparcidas por la ciudad y devolverla en cualquier otra, de forma que pueda hacer sus desplazamientos habituales sin preocuparse por la bicicleta o con la comodidad de no cargar con ella cuando se trata de viajes intermodales (por ejemplo, en metro o autobús y bicicleta pública).
Pese a la popularización y rápida expansión de este sistema por la geografía española todavía se repiten en prácticamente todas las ciudades los mismos problemas: nuestras urbes no están adaptadas a una nueva tipología de tránsito, en crecimiento exponencial, diferente del peatonal y el de los vehículos motorizados, por lo que la mayoría no cuenta con espacios segregados que permitan a las bicicletas circular sin generar molestias a los viandantes o sin el peligro y las dificultades que supone compartir vial con los coches. Esto genera multitud de inconvenientes, desde para la seguridad (tanto de peatones como de ciclistas) como en la convivencia. Pero no es solo esto. Los sistemas de alquiler de bicicletas tienen sus propias problemáticas intrínsecas al modelo: aparecen nuevos retos urbanos, como el de la solución al aparcamiento de las bicicletas en zonas de mucha afluencia de viajeros en horas punta, y su contraria, la solución a la demanda de bicicletas en las zonas de origen de los viajes.
Posiblemente los Ayuntamientos se hayan lanzado a la instalación en sus municipios de estas nuevas formas de acceso a la bicicleta que tanto han contribuido a popularizarla sin un estudio exhaustivo de sus necesidades previas. Primero, han cometido un error previsible: muchos ciclovehículos sin ciclovías (sea en forma de carriles bici segregados o de otras alternativas) iban a suponer un conflicto urbano equivalente al generado en el siglo XX con la popularización del automóvil en ciudades pensadas para la circulación peatonal y de tracción animal. Y en segundo lugar, los bike sharing han sido entendidos por la ciudadanía como algo diferente de la que es su utilidad real.
No se confudan, las bicicletas compartidas son un sistema público de transporte, pero no un transporte público. Es decir, gestionadas directamente o al amparo de organismos públicos, en el espacio público y con finalidad de uso público, constituyen una forma de transporte privado. Se entiende mejor con otro modelo de vehículo compartido, el que con éxito se está instalando en todas las ciudades italianas: el de coches de alquiler públicos. Aunque estén a disposición de todos, no dejan de ser un modo de transporte de los que hemos catalogado como privados, es decir, de los que sirven a un número limitado y pequeño de pasajeros (en este caso a uno solo) para hacer un viaje a su elección, con un recorrido a su elección, entre dos puntos geográficos también de su elección, en un momento del tiempo a su elección, con el único condicionante de que a diferencia de una bicicleta en propiedad que estará siempre disponible para nosotros, en la compartida dependemos del uso que hagan los otros abonados.
Y eso genera las mismas externalidades negativas que todo modo de transporte privado (sin entrar, lógicamente en las emisiones de gases de efecto invernadero o en el consumo de combustibles fósiles, aunque por otra parte, un coche o una motocicleta eléctricos podrían tampoco contar con estos hándicaps). Es decir, generan un tráfico intenso, que debe regularse, y que se contrapone a los intereses de otros ciudadanos -en este caso, peatones y conductores-, y que además necesita de viales propios y preferentemente segregados -de igual modo que los coches, por ejemplo-; ocupan el espacio público, que deberíamos apostar por destinar para la vida social, cultural y económica de los ciudadanos limitando en lo posible su ocupación por el tráfico "de paso", no solo con sus viales, sino también con sus aparcamientos (y es que este es otro problema de los vehículos privados, que hay que aparcarlos).
Que nadie me malinterprete. Ya sé que está usted pensando que hago un alegato contra los sistemas de alquiler de bicicletas públicas, o lo que es peor, contra la bicicleta. ¡Nada más lejos de la realidad! Creo que la introducción de la bicicleta en la movilidad urbana de nuestras ciudades es un grandísimo avance, equiparable al del tranvía moderno (reintroducido en España por primera vez en Valencia en 1994) o del metro (introducido en Madrid en 1919). Pero que, como cualquier medio de transporte, necesita un planteamiento profundo y un planeamiento sensato, que hasta ahora no sólo creo que no se ha producido en la mayoría de las ciudades de nuestro país, sino que además, allá dónde se ha producido se ha "errado el tiro", pensando en la bicicleta pública como un transporte público, cuando evidentemente no lo es. Mucho menos, como algunos pretenden, un transporte público de masas (como el metro).
La bicicleta pública debe entenderse como un sistema que potencie el paso del automóvil a la bicicleta privada, y que sirva como medio de transporte para desplazamientos intermodales que incluyan a la bicicleta en combinación con modos ferroviarios o viarios, pero no puede ser, por sus características, una forma de encauzar exclusivamente toda la movilidad urbana sostenible. El argumento de la bicicleta pública no puede distraernos de la necesidad de otros medios, como el tranvía moderno, el trolebús, el autobús (preferiblemente eléctrico) o el metro que sí son verdaderos medios de masas, y que en combinación con los sistemas de bike sharing pueden realmente vertebrar la ciudad.
Mientras pensemos en la bicicleta pública como un modo masivo de transportar punto a punto dentro de la ciudad, no solo estaremos condenando el espacio público a la presencia de un nuevo devorador (menos agresivo que el automóvil, pero mucho más que el transporte público). Estaremos privando a la bicicleta de su enorme e impagable potencial como elemento final de los desplazamientos, acercando a los ciudadanos de forma rápida y ecológica a los nodos de la red de transporte público, y además haremos que los ciudadanos encuentren dificultades, cuando no se sientan estafados, por ver como no pueden coger una bicicleta en su lugar de origen o dejarla en su lugar de destino, por una masificación mal gestionada.