Radiografía de la inclusión financiera
Hace unos días fueron publicados los resultados de la Encuesta Nacional de Inclusión Financiera (ENIF) de México. Con más de 7.000 entrevistas a hogares, las autoridades mexicanas cuentan hoy con más y mejor información del grado de acceso de la población a los servicios financieros existentes.
Hace unos días -el día 25 de abril- fueron publicados los resultados de la Encuesta Nacional de Inclusión Financiera (ENIF) de México. Éste ha sido un esfuerzo hercúleo de la Comisión Nacional de Banca y Valores y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) que buena parte de los que estamos interesados en los retos de la inclusión financiera esperábamos como agua de mayo poder conocer. Se trata de una medición de las pocas que se han llevado a cabo en el mundo con este nivel de detalle, y exclusivamente desde el punto de vista de la demanda, con las enormes dificultades que ello conlleva y la inigualable riqueza de los aspectos analizados. Con más de 7.000 entrevistas a hogares, las autoridades mexicanas cuentan hoy con más y mejor información del grado de acceso de la población a los servicios financieros existentes, del uso que de ellos realizan, de la calidad que los usuarios perciben de los mismos y el bienestar (o malestar) que les reporta su uso.
¿Por qué es esta información importante? Son varias las razones que motivan la respuesta afirmativa a esta pregunta.
En primer lugar, porque en países como México el objetivo de la inclusión financiera se encuentra hoy en posiciones prioritarias en la agenda política, apoyado con firmeza por la comunidad internacional. Es miembro de la OCDE pero con importantes retos de desarrollo pendientes, entre ellos la inclusión financiera; con más de 112 millones de habitantes de los que el 51% se encuentra por debajo de la línea de pobreza nacional; y tiene un porcentaje de crédito privado sobre el PIB de apenas un 26,1% en 2011 (en España, este indicador asciende al 205,9%; en Brasil, por acudir a un país de la dimensión de México, al 61,4% o en Chile, también miembro de la OCDE, al 71,2%, todos ellos según datos del Banco Mundial). Tomar decisiones de política pública sin información oportuna no resulta una práctica muy inteligente ni efectiva.
En segundo lugar, porque permite realizar una radiografía de la situación de acceso y uso de los servicios financieros -y lo que es quizá más importante, de la falta de acceso, de las motivaciones del uso, del no uso y del abuso de determinados productos y servicios- que ofrece una línea de base (foto del momento cero) contra la que contrastar, a lo largo del tiempo, el efecto de las políticas puestas en marcha. De este modo puede evaluarse tanto la efectividad (¿conseguimos el objetivo perseguido?) como la eficiencia (¿a qué coste?) de las políticas.
En tercer lugar, una encuesta tan innovadora y representativa constituye un valioso referente para otros países, tanto por el esfuerzo metodológico incurrido que ya está siendo compartido en el seno de la Alianza Global para la Inclusión Financiera del G20, como por las decisiones de política que surjan a partir del análisis detallado de los datos recabados.
Por último, este esfuerzo visibiliza la relevancia de determinados comportamientos de la población, condicionados por tres factores básicos: (i) la oferta de productos y servicios disponible en el mercado - que puede o no existir de forma universal (acceso) e idónea (calidad) para todos los potenciales clientes; (ii) la experiencia presente y pasada (uso); y la educación financiera de los usuarios, condición ésta última necesaria - junto con una adecuada protección al cliente - para que la inclusión financiera sea generadora de bienestar y promotora de inclusión en otros ámbitos de la vida.
Pues bien, la ENIF, en línea con lo expuesto, arroja datos tremendamente interesantes. Sin ánimo de ser exhaustivos, destacamos un par de ellos. Nos llama poderosamente la atención - aunque es una tendencia que ya hemos visto en países como Chile - el hecho de que el producto financiero estrella sea la tarjeta de crédito departamental, esto es, emitida por grandes almacenes. Concretamente, del total de adultos que afirman contar con un producto de crédito (apenas el 27,5 % de la población adulta, alrededor de 19,5 millones de adultos), el 72,2% dispone de una tarjeta de crédito departamental, y sólo el 32,9% dispone de una tarjeta de crédito bancaria. Les siguen, lejos, el crédito personal (12.8%), el crédito nómina (9,3%) y el crédito hipotecario (7,3%). ¿Qué ocurre con el 72,5% restante? El 48,6% de la población adulta no dispone de ningún tipo de crédito formal y el 33,7% prefiere financiarse de manera informal a través de préstamos de la familia o de amigos.
Desde la perspectiva del ahorro, sólo el 35,5% de los adultos cuenta con algún producto de ahorro formal (incluido aquí el equivalente a nuestra cuenta corriente, puramente transaccional), y los datos apuntan a que la mayoría de los que responden afirmativamente son trabajadores asalariados, ya que del total, el 60,5% reconoce tener cuentas nómina.
Recordando nuestra anterior entrada a este blog, mucho tienen que ver estos resultados con la elevada incidencia de la informalidad en México, donde 6 de cada 10 trabajadores -según cálculos del propio INEGI- son informales.