El escalofrío
¿Y si no fuéramos capaces de encontrar una solución sensata a este fenomenal laberinto en el que desde hace tiempo se encuentra la vida política en España y su propio diseño institucional? ¿Y si el PSOE, tras una racha de resultados electorales que muestran su incapacidad para encontrar un suelo firme sobre el que asentarse, se instala en esa situación de inútil instrumento social que ha comenzado a ser visible en una buena parte de nuestras grandes ciudades y comunidades autónomas?
Foto: EFE
Escribo estas líneas en un estado de profunda tristeza. No sé bien como debo comenzar esta reflexión. Hace unos días en una tertulia con amigos y compañeros advertí contra ese optimismo poco consistente que tiende a destacar las virtudes de un país como España, que va a cumplir pronto un año con un gobierno en funciones sin que parezca resentirse de ello gravemente, y también contra aquél que, cuando proviene de las filas socialistas, recuerda las numerosas vicisitudes que han aquejado a un partido centenario como el PSOE y su transformación tras la guerra y el exilio en el partido que ha dado forma y textura social a esa España que reinició su andadura en paz y en libertad tras la muerte de Franco.
¿Y si no fuéramos capaces de encontrar una solución sensata a este fenomenal laberinto en el que desde hace tiempo se encuentra la vida política en España y a su propio diseño institucional? ¿Y si el PSOE, tras una racha de resultados electorales que muestran su incapacidad para encontrar un suelo firme sobre el que asentarse, se instala en esa situación de inútil instrumento social que ha comenzado a ser visible en una buena parte de nuestras grandes ciudades y comunidades autónomas?
Mientras que escribo, leo que en la sede del PSOE comienzan a producirse esa suerte de acontecimientos que suelen preceder al acto final de las tragedias. En eso consiste el escalofrío, en contemplar que el peor de los escenarios, el del enfrentamiento y la división es el que ha preferido escoger la dirección del Partido Socialista. Por supuesto, había otras vías posibles al alcance, tras haber cosechado un conjunto de resultados electorales no igualados por la magnitud del descalabro. Muchos de nosotros hemos pensado una y mil veces en estos meses en la más sencilla y casi siempre la más sensata: asumir la responsabilidad por parte del Secretario General del Partido. Al fin y al cabo todos los dirigentes del PSOE que le han precedido habían terminado buscando y encontrando una salida en esos términos cuando la situación lo ha exigido a lo largo de las dos últimas décadas. Nada nos permitía pensar que no tuviera que ser así también en esta ocasión.
En política, como en tantas otras cosas, la responsabilidad es esencial y no resulta delegable en nadie, ni siquiera en el conjunto de los militantes. Uno puede y debe tratar de encontrar explicaciones a lo que sucede en cada momento, pero el análisis y la interpretación adecuada de los acontecimientos no puede sustituir a la asunción de responsabilidades por parte de los que dirigen las organizaciones. Y, aun así, todos éramos conscientes de las enormes dificultades que tan sencilla y trivial solución llevaba aparejadas. Sabíamos bien que la situación era excepcional y que resultaba preferible conceder prioridad a buscar una salida que permitiera al país tener un nuevo gobierno, que centrar nuestra preocupación en las necesidades de recomposición y reflexión absolutamente ineludibles para un Partido que, aunque muy mermado en su influencia parlamentaria, seguía y sigue siendo una de las columnas vertebrales de la democracia española. Se trataba también de un enfoque compartido por la propia dirección del PSOE.
Cuando, tras las elecciones de diciembre de 2015 se planteó la conveniencia de celebrar pronto un congreso para analizar la situación creada tras aquel resultado electoral, la respuesta articulada entonces fue ampliamente compartida: primero conformar un gobierno -esa, al fin y al cabo, es una de la funciones esenciales de la elección en democracia- y después celebrar Congreso en el PSOE. La ceguera histórica que llevó a la fuerza emergente de la izquierda en la elecciones de diciembre a no apoyar aquel proyecto de gobierno entre Ciudadanos y el PSOE, impidió la formación de un nuevo ejecutivo -da igual como queramos calificarlo- que habría insuflado un nuevo impulso de cambio y de regeneración democrática a una sociedad golpeada, como pocas en Europa, por la crisis.
Y llegó el mes de Junio. Y casi nada cambió, salvo que el PP fue el único que salió reforzado. Como Anguita, Iglesias no lo pretendía -es un decir-, pero eso es lo que ocurre cuando la característica esencial del discurso comunista, y ahora de Podemos, repite los viejos esquemas del tradicional relato que enfrentó en Europa a comunistas y socialdemócratas a lo largo de más de medio siglo. El PSOE vio algo más mermada su fuerza en el Parlamento pero las dificultades para formar un gobierno estable seguían siendo insuperables. Algunos descubrieron, con casi seis meses de retraso, que la mejor solución era alguna forma de entendimiento que pudiera conformar un Gobierno entre PSOE, Ciudadanos y Podemos. El único problema era, y es, que dos de las tres fuerzas nunca estuvieron dispuestas a sostener tal proyecto.
Dado que el PP fracasa en su investidura pactada con Ciudadanos, creo que el PSOE tenía el derecho y el deber de buscar también alguna salida a la situación que impidiera una nueva repetición electoral. Pero, hoy lo sabemos bien, no había demasiados indicios para pensar en que eso fuera algo capaz de superar el marco de la imaginación. Además, las fuerzas nacionalistas -imprescindibles ante la advertencia de Ciudadanos de que no iba a permitir con su abstención un hipotéticamente posible gobierno PSOE-Podemos-, lejos de ayudar, han terminado por cancelar cualquier posible vía de salida: Puigdemont, el President de la Generalitat catalana, acaba de anunciar que alguna forma de referendum unilateral se convocará el año próximo.
Todo esto ha sucedido en muy poco espacio de tiempo y, sin embargo, la respuesta del PSOE, de sus dirigentes, ha consistido en elegir, tras el resultado de las elecciones en Galicia y País Vasco -no hay porqué calificar lo obvio-, la vía más insospechada. Ni dimisión o asunción de responsabilidades -dada la excepcionalidad de la situación, prácticamente nadie en el PSOE lo había planteado-, ni "gobierno de cambio" -una opción mucho más alcance de las palabras que de los hechos y que, en cualquier caso, exigiría el acuerdo de los partidos que impulsan la independencia en Cataluña-, ni abstención condicionada en una investidura que seguiría situando al PSOE y a Podemos en el centro de la decisión respecto a la agenda y a la propia duración de un hipotético gobierno así configurado. Pero además, si ninguna de ellas fructificara, aun quedaba la vía de ir a unas terceras elecciones con un discurso difícilmente objetable: el PSOE ha intentado todas las opciones a su alcance antes y después de las elecciones de junio y yo, Pedro Sánchez, encabezaré la candidatura socialista en unas elecciones que en ningún momento han sido deseadas por PSOE. Nada de esto ha sucedido y, sin embargo, la vía elegida puede sumir al PSOE en una de las peores vicisitudes de su historia. Esa es la causa del escalofrío.