Antonio López y el ramito de mejorana
Los japoneses tienen dos términos para referirse al arte que consigue expresar una belleza genuina, cercana a la naturaleza: shibui (estética simple, sutil, discreta) y wabi sabi (simpleza rústica). Que un japonés considere una obra shibui o wabi sabi es quizás el mayor halago que pueda hacérsele a un artista. De alguna manera sabía que el encuentro con Antonio López iba a ser como respirar aire limpio después de estar quién sabe cuánto tiempo confinado en la densa, rancia y pretenciosa atmósfera cultural y artística de los últimos tiempos. Es como sentir el viento barriendo las llanuras de Tomelloso.
Una amiga me había contado que cuando le conoció en una universidad de verano, quiso pasear y lo hizo con una flor que cogió de un árbol de la acera y no dejó de acariciar en todo el recorrido. Me hacía una idea de su carácter, y aunque la expectativa era mucho más que esperanzada, nunca imaginé que pudiera desbordarme como lo hizo. Ayer fuimos juntos por Valencia a la búsqueda de tomates secos y chufas, paseamos, conversamos. Le miré a los ojos.
Hay una escena en El Sol del Membrillo en la que canta una tonada popular mientras pinta una rama: Cariño, cariño mío, ramito de mejorana, espuma que lleva el río, lucero de la mañana. Planté por Sevilla entera banderas de desafío y dice cada bandera: "Cariño, cariño mío". La canta con Enrique Gran. Varias veces. Es emocionante por algo que me llevaría años definir. Toda la película -un ideario visible sobre cómo dejar que el arte (la vida) suceda a través de uno- es emocionante. Pero en esta escena se le ve a él siendo atravesado por la vida tantas veces como es necesario para que las dos estrofas ocurran entonadas, tantas veces como es necesario para que una ausencia resbale desde la garganta, tantas veces como es necesario para que un trozo de torta desaparezca de entre los dientes, tantas veces como es necesario para que una rama se esté quieta y el pulso la detenga sobre el lienzo.
La miro una y otra vez, y me doy cuenta de que es el mismo Antonio que caminó conmigo, que me dijo "La foto se hace sola", el que acaricia una planta en un tiesto como si fuera un pequeño animal en el regazo. Él es cálido. Es la luz arrojándose sobre el detalle de las cosas. La encarnación de una integridad artística fuera del alcance de casi todos los demás.
Es tan fácil adorarle porque es adorable. Su perfección (y perfeccionismo) emanan de una intimidad con la vida, de un ser, simplemente Antonio López, y de no querer ni necesitar ser otro, u otra cosa. A su lado, el ruido de la ciudad y el mercado tiende a desaparecer. Uno quisiera llevar un cortauñas en el bolsillo, para que no se le enganche la tela del abrigo, tomarle las manos y calentarlas. O permanecer junto a él en un banco, esperando a que hable o envolverse en sus silencios oportunos y confortables. En su compañía, la ciudad adquiere la quietud exacta de sus cuadros, que son siempre una versión mansa del modelo original.
Lo que pinta o esculpe es shibui porque él mismo es shibui. Sus manos de hombre simple. Sus arrugas de intemperie, de persona que anda a todas horas, en su humilde y eterno romance con los ramitos de mejorana de este mundo.
Mueve tanta energía y tan sutil, que es prácticamente imposible no rendir las propias corazas, no ser el niño que se arrima al abuelo que parece saberlo todo, pero a quien en absoluto le interesa alardear de ello. ¿Para qué? La vida se acerca y se tiende a sus pies como un perro de la calle lleno de pulgas al que él, sin embargo, pasa la cuarteada mano sobre el lomo, señalando el epicentro de la verdad misma.
Las manos
Ojos cerrados
Perfil
Antonio, comprando tomates secos en el mercado