Qué fue de los niños de Bosnia que se refugiaron en España
Me pregunté qué habría sido de aquellas madres y padres, tíos y abuelos, y, sobre todo, de aquellos niños refugiados que una vez llegaron a nuestro país buscando una vida nueva. Algunos han vuelto, otros se han quedado, pero todos tienen sus vidas rehechas.
Allá por 1992, cuando empezó la guerra de Bosnia, yo tenía ocho años y mi madre comenzó a colaborar como voluntaria para la Cruz Roja ayudando a los refugiados. Recuerdo que a veces llegaba a casa por la noche y nos hablaba de su jornada con ellos. Lo que ella hacía, yo no lo acaba de entender; al igual que tampoco acababa de entender cuál era aquel país lejano (pero europeo) llamado Bosnia-Herzegovina y qué estaba pasando allí exactamente. De lo que sí que me acuerdo es que en todas partes se decía que había una guerra y que las guerras eran malas porque la gente sufría mucho... y por eso mi madre les ayudaba.
Un buen día llegó a casa y me pidió que hiciéramos una selección de mis juguetes para entregársela a algunos de aquellos niños que no tenían nada. Sus palabras debieron resultar muy convincentes porque en seguida nos pusimos manos a la obra y escogimos unas cuantas barbies, pinypones, ponis y algún playmobil que mi madre guardó en una bolsa y se llevó consigo. Al cabo de unos pocos días regresó con una caja de maquillaje, en forma de cocha marina, que alguien le había regalado...
La tarea que tenía asignada mi madre en la Cruz Roja era la de tomarles los datos personales a los recién llegados para poder identificarlos y más tarde ubicarlos en diferentes alojamientos provisionales en Madrid. Se les preguntaba por sus nombres y apellidos, origen, miembros de la familia y objetos personales que habían traído consigo. La mayoría llegaba sin absolutamente nada más que con lo que portaban bajo el brazo. Uno de aquellos refugiados era una madre con varias niñas, cuya única pertenencia lujosa era una caja de maquillaje en forma de concha marina. Fue a esa madre con quién esta otra madre había decidido compartir las muñecas de su hija. Y fue por eso que ella, en un agradecimiento silencioso, le entregó el único objeto de valor que poseía.
Aquel gesto mutuo consiguió impactar a la pequeñuela de ocho de años que era yo, y entonces comprendí lo que no había logrado entender hasta ahora: que las guerras son tan devastadoras que tan solo un pequeño gesto de generosidad hacia el que está sufriendo puede ser un mundo. Comprendí, también, lo duro que debía resultar quedarse sin nada.
Es por ello que, años después, ya adulta, me pregunté qué habría sido de aquellas madres y padres, tíos y abuelos, y, sobre todo, de aquellos niños refugiados que una vez llegaron a nuestro país buscando una vida nueva. Para ello, me documenté, busqué aquí y allá, contacté y viajé para conocer in situ a sus protagonistas. También tuve la suerte de encontrarme con gente estupenda que me ayudó a ir tirando del hilo y a ir transformando las cifras borrosas en nombres y caras.
Hoy en día aquellos mayores son más mayores y los niños ya han crecido -ahora ya rondan la treintena-. Algunos han vuelto, otros se han quedado, pero todos tienen sus vidas rehechas. Diez de ellos son los que salen en este libro. No son todos, pero sí una pequeña muestra de lo que fue aquello contada de primera mano por personas que lo vivieron: Miso, Davor, Julijana, Jasmin, Maja, Vlado, Almir, Damir y las dos Amelas ya son historia viva.
Tania Lobato acaba de publicar Los niños de Bosnia, editorial La Lluvia.