Cuatro refugiados serbios se mudaron a mi casa y esto es lo que aprendí
"Pues mételos en tu casa si tan solidaria eres". Más de una vez me han dicho esto. Porque me niego a comprender los miedos de la gente hacia los refugiados. Porque las políticas de asilo bávaras me parecen peligrosas. Y porque es indignante dar legitimidad a los refugiados que huyen de la guerra y en cambio tratar a los migrantes económicos como parásitos.
"Pues entonces mete en tu casa a una familia de refugiados si tan solidaria eres". Más de una vez he escuchado esto en boca de amigos y conocidos cuando hablamos sobre la situación de los refugiados.
Porque me niego a comprender los miedos y preocupaciones de la gente con respecto a este tema. Porque pienso que la política de asilo del jefe de Gobierno de Baviera, Horst Seehofer, es peligrosa. Y porque me parece horrible que demos legitimidad a los refugiados que huyen de la guerra y en cambio rechacemos a los migrantes económicos y los tratemos como parásitos.
Estas afirmaciones no tienen ningún sentido. Se trata de un intento vago por silenciar a las personas tolerantes. Se puede ayudar a los refugiados de muchas formas; nadie está obligado a compartir su habitación con ellos. Ni siquiera los ciudadanos comprometidos.
Hace unas semanas, lo experimenté: acogí en casa a cuatro refugiados. Y nunca olvidaré lo que aprendí de ellos.
"Obviamente, el sistema ha fracasado. Tuve que elegir entre indignarme y acusar a los culpables... o, directamente, ofrecer mi casa a esta familia".
Marija, Predag, Velko y Marco son de Serbia. Son romaníes y sufren discriminación en su propio país. Los conocí en un centro de ayuda para refugiados en Berlín. Intercambiamos números de teléfono y prometí a Marija que podría contactar conmigo si en algún momento necesitaba ayuda.
Pero nunca me imaginé que la vería con su marido y sus dos hijos en la puerta de mi casa, congelados y empapados hasta los huesos.
La familia no tenía ningún lugar donde pasar la noche. Durante 18 largas y frías horas, se trasladaron con sus pocas pertenencias de hotel a hotel. Todos les negaron la entrada. Que estaban completos, les dijeron. Incluso los echaron de la oficina de policía. Un agente les gritó: "¡Fuera! ¡Salid de aquí!". Sí, yo misma lo escuché, porque Marija estaba hablando conmigo por teléfono cuando ocurrió.
Obviamente, el sistema ha fracasado. Tuve que elegir entre indignarme y acusar a los culpables... o, directamente, ofrecer mi casa a esta familia.
Decidí acogerlos. Quería demostrar que Alemania no es sólo una nación de idiotas que lanzan artefactos incendiarios en centros de refugiados. Quería mostrarles que Alemania también estaba llena de gente buena, y que no debían temer a los alemanes.
No me di cuenta de que esta experiencia también me cambiaría a mí. Por ejemplo, me sensibilicé con las cosas que yo consideraba evidentes y, aun así, no lo son.
Lo primero que hice fue meter a los dos niños en la bañera. Estaban temblando por el frío y por las calamidades que habían pasado ese día. Y estaban traumatizados por lo que habían experimentado en los últimos dos meses. No sólo podía sentirlo en su silencio; también podía ver el dolor en sus ojos.
La familia había estado viviendo en un centro de acogida en Berlín con otros 300 refugiados. En teoría, sólo pueden permanecer en este sitio unos días. Vivían sin trabajo, sin agua corriente y sin puertas. Y, lo más importante, sin privacidad.
Vi lo agradecidos que estaban los niños por poder vivir en un apartamento. Marco tocaba todo lo que podía con sus manos. Observaba, investigaba... Estaba fascinado.
Lo primero que descubrió fue el grifo. Lo abrió y dejó correr el agua fría entre sus diminutas manos. Estaba tan feliz. Es como si no hubiera visto nunca agua saliendo de un grifo.
A su hermano Velko le gustó mucho la puerta de la habitación. La abrió y la cerró. La abrió y la cerró. Una y otra vez. No es porque estuviese aburrido. Le gustaba esa sensación: cerrar una puerta. Una habitación privada. Para él, para su hermano, para sus padres. En el centro, lo único que los separaba del resto de refugiados era una fina cortina. Sin zonas privadas, sin normalidad. "Todas las familias necesitan una puerta", dijo Velko.
"Es el deseo más básico que alguien puede expresar, ya sea alemán, sirio o refugiado económico. Ser feliz y luchar por una vida mejor".
Marija y su marido Predag también parecían aliviados. En mi casa, pudieron escapar de la sensación de desesperanza que habían sufrido las anteriores semanas. Por fin.
Marija preparó comida serbia, lavó los platos y limpió la mesa. No pude pararle los pies. "Sophia, por favor, déjame que lo haga. Por fin puedo hacer algo. Estoy muy agradecida". Agradecida: por las cosas que a nosotros nos irritan. Las cosas que no queremos hacer, y por las que solemos quejarnos.
Predag barrió la terraza y sacó la basura. Tal cual. Lo hizo porque quería volver a sentirse útil. No podíamos hablar, porque no habla inglés. Pero las lágrimas en sus ojos comunicaban lo suficiente.
Después de acostar a los niños, nos sentamos juntos en la mesa, en plena noche. Hablamos, nos reímos y lloramos.
Pregunté a Marija qué era lo que más quería para ella y su familia. Me cogió la mano con dulzura y me miró a los ojos: "Sophia, todo lo que quiero es una pequeña habitación para mi familia. Una mesa donde podamos comer juntos. Y una cama que podamos compartir. No vine a Alemania para hacerme millonaria. Vine aquí porque quería que me considerasen como un ser humano. Quería ser feliz".
Es el deseo más básico que alguien puede expresar, ya sea alemán, sirio o refugiado económico. Ser feliz y luchar por una vida mejor.
Gracias, Marija, por recordármelo.
Este post apareció por primera vez en la edición alemana del 'HuffPost' y ha sido traducido del inglés por Marina Velasco