Un mes para (no) olvidar: los pueblos que siguen en pausa tras la DANA
El 'HuffPost' se traslada a los pueblos de Valencia afectados por las riadas del pasado 29 de octubre cuando se cumple un mes de los hechos.
Los valencianos siguen con la vida en pausa un mes después de que la DANA arrasara sus pueblos. No hay adjetivos suficientes para describir la nada, el desastre, la ruina que ha dejado el agua tras su paso en gran parte del levante español. Ningún texto sería lo suficientemente explícito como para expresar y transmitir de la manera más justa y humana posible la tristeza que asola a los vecinos afectados. El estruendoso silencio que rodea a los centenares de personas que aún siguen sacando fango de sus hogares, las miradas húmedas, el hedor de las calles, los miedos que han asustado a los niños, la desolación que sienten los más mayores mientras observan, con quietud, el esfuerzo de su vida hecho escombros. Con todo ello, nada más llegar a Paiporta algunos de los que lo han perdido todo me ofrecen un plato de lentejas recién hechas. Hay cosas que ni la mayor de las riadas se puede llevar.
De Madrid a Chiva -uno de los municipios más cercanos al barranco del Poyo- hay poco más de 300 kilómetros. Sin embargo, las cunetas que unen a Utiel y a Requena, Siete Aguas o Cheste, parecen las de un lugar extraño y desamparado. Pese a que el tráfico es fluido y los caminos están despejados, el polvo que se agolpa en la luna del coche y todo lo que se acumula a ambos lados del asfalto ya advierte de que recientemente una fuerza incontrolable descolocó el paisaje a su antojo. Llaman la atención los objetos que se apilan en un contexto que no les corresponde. En los márgenes que llevan a las ciudades más dañadas encuentras desde una bañera de bebé hasta algunas sillas, camisetas, zapatillas o palets. Todo coloreado de un tono rojizo que lo vuelve mucho más marciano a la vista de cualquier ojo lejano a la tragedia que se acerque por allí.
Tampoco hay agua corriente en todas las zonas afectadas. No, treinta días después hay gasolineras, restaurantes y algunas casas en las que no se puede cocinar o ir al baño con ‘normalidad’. Así lo subraya Manuel, el trabajador de la estación de servicio de Chiva que linda con la rambla donde empezó todo. “Por favor, lo que tenéis que hacer los periodistas es hablar de esto, que nadie se olvide de nosotros”, pide visiblemente serio mientras apunta al rehoyo que se ve desde la cristalera y que ahora acumula una cantidad inconmensurable de barro, ramas y enseres de todo tipo. Aconseja que visite Aldaia porque los vecinos “están muy quemados” con la gestión.
Aldaia “se come la pena”
Aldaia impacta nada más llegar. Todo está en silencio, pero sus calles están repletas de vehículos sin cristales, destrozados y embarrados, locales reventados, casas abiertas, manchadas y vacías y todo desprende un potente olor a algo similar a la humedad. No es agradable, pero si reconocible... El pueblo huele a lejía. “Es horrible, pero no tiene nada que ver a como estaba todo hace un mes. Está mucho más limpio”, comenta Antonio, un vecino cordobés que lleva más de cincuenta años viviendo en este pueblo. Está tomándose una caña en el bar que hay enfrente del que solía frecuentar, el de su amigo José. “Su local está destrozado y no va a poder abrir tan pronto”, lamenta mirando de frente el local cuya fachada ha quedado completamente al desnudo.
“Ha sido una pesadilla. No me voy a olvidar de cómo bajaba el agua por la rambla a las ocho de la tarde, lo vi desde mi ventana. Es lo más parecido que vi a la guerra”, cuenta ansioso. La camarera que escucha desde el otro lado de la barra se une a la conversación para contar cómo vivió el pasado 29 de octubre: “Yo estaba aquí, en el bar, nadie nos avisó y cuando nos quisimos dar cuenta el agua rompió los cristales y me quedé atrapada en la barra. Venían corrientes de varias calles y aquí se hizo un remolino, bajaban los coches como si fuesen de juguete. Mi jefa me ayudó a subir a un altillo y estuvimos horas y horas a oscuras por la noche esperando a que pasara”, explica ahora como si todavía no se creyese haber vivido algo tan surrealista.
En Aldaia los vecinos están enfadados. Están molestos con la “inacción” de su alcalde, siguen sin comprender que nadie les avisara de lo que venía y reclaman a viva voz entre ellos y en las calles “más ayuda” para recuperar sus vidas. Muchos todavía no han recuperado la luz, el gas o el agua potable y consideran que la empatía de las instituciones ha brillado por su ausencia. Hace tan solo un par de días una vecina recordaba a lágrima viva en un pleno por la DANA abierto al público que el día de la tragedia llamó tres veces al Ayuntamiento y que su respuesta fue: “Señora, tranquilícese que no es para tanto”.
“Aquí son los vecinos y los voluntarios los que han quitado mierda”, explica Antonio. “Tienen un coraje que les hace comerse la pena y volver a sacar sus negocios y sus casas adelante como sea. Las ayudas ni están ni se las espera ya. En un mes nadie se acordará de nosotros. Pasó con Lorca, pasó con La Palma...”, termina. Pero lo que nadie va a poder olvidar son los fallecidos que se llevó la corriente. En su honor los vecinos han levantado un pequeño altar a orillas del barranco a base de flores, velas y mensajes de amor en cartones: “Que la luz siga brillando”, rezan.
Paiporta solo puede renacer
Todo sorprende cuando no has visto lo peor. La llegada a Paiporta es de esas cosas que sabes que no vas a poder olvidar. Todo en ella misma es un paréntesis. Las paredes, en gran medida, ya solo son pizarras que advierten, piden y desean. ‘No tirar el barro a las alcantarillas’, recogen algunas; ‘Bar abierto al final de la calle’, otras y ‘Gracias voluntarios’ en decenas de ellas junto a peticiones de dimisión a Sánchez y Mazón. La desesperación ha abierto vías de comunicación por todos los rincones, incluidos los coches. Todos los vehículos están marcados. Algunos con una X, otros con una D o un círculo... Pero los que no quedaron siniestros además llevan carteles incorporados que avisan de su situación, “¡¡Si funciona!! No mover”, o de su utilidad, “operativo para urgencias”, siempre junto a un número de teléfono.
Es desolador ver de cerca cómo el desgaste ya no es solo material, ni siquiera físico. La gente está adormecida y ralentizada. Está incluso callada en gran parte de la ciudad. Se percibe fácilmente un ritmo pausado, un afán de observar la ruina y comentar en bajito lo mal que está todo, como para que el de al lado no pierda la fe. Y es que centenares de personas siguen intentando asimilar que nada volverá a ser como antes. “Paiporta tiene que volver a construirse, parece un campo de batalla”, explica una mujer mientras observa junto a otras dos amigas cómo varios camiones cisterna vierten al barranco del Poyo todos los residuos que continúan sacando de sótanos y garajes. Por la ladera de esa gran zanja baja un líquido completamente negro mientras un fuerte olor a putrefacción y a químico lo empapa todo. “No nos ha matado el agua y nos va a matar este nido de infección”, responde la mujer de al lado.
Son Carmen, Juana y Pili. Dos de ellas son hermanas y llevan toda su vida en el pueblo. La tercera trabajaba en un taller de trajes de fallera que fabricaba decenas de valiosas prendas regionales en la calle mayor de Paiporta. Ahora está en ERTE y del local no queda nada. “Me fui del taller a las siete y algo porque veíamos que empezaba a venir agua y lo nuestro era un bajo. Salí a la calle y según vi cómo se estaba inundando de rápido y todas las cosas que traía la corriente me di la vuelta y me encerré en el local con otras dos compañeras”, relata Pili a este medio.
El agua al parecer empezó a entrar sin medida en el negocio y pese al intento de salvar los vestidos, los pañuelos y los cancanes a los que tanto tiempo habían dedicado, el tiempo apremiaba y tuvieron que perder todo para poder salvarse ellas. “Teníamos una pequeña buhardilla donde dejábamos los cancanes porque ocupaban más. Al principio nos subimos ahí, pero el nivel del agua siguió aumentando y de habernos quedado resguardadas nos habríamos ahogado. No sé por qué ahí había una especie de tragaluz, nunca me había fijado, pero fue lo que nos salvó”, cuenta nerviosa.
“Empezamos a salir al tejado y todo se quedó a oscuras, yo había perdido todo, mi bolso con la documentación, mi dinero...Nos quedamos las tres en las tejas y empezamos a gritar. Un chico saltó desde otro tejado y empezó a impulsarnos una a una para subir a su azotea. Nos pasamos allí toda la noche y sin saber nada de nuestros maridos ni de nuestros hijos porque no había señal. Fue un infierno el pensar cómo y dónde estarán”, explica antes de un largo suspiro.
Las tres pasean juntas por el casco antiguo de la ciudad y siguen lamentando que todo siga inhabitable un mes después. “Dicen que ni en cinco años podremos volver a tener todo más o menos como antes”, siente Juana con lágrimas en los ojos. Hay muchos vecinos que han perdido sus hogares y ellas lamentan que “no se les ha habilitado ni un hotel”. Cada quién se ha acoplado “como ha podido a familiares o amigos cercanos”. Una situación que no podrán prolongar demasiado en el tiempo. Mientras, todos ellos aguardan con una inevitable paciencia a que empiecen a llegar las ayudas para poder levantar las paredes de sus casas.
Con casa o sin ella, todos comen de lo que facilitan y cocinan los voluntarios desde puntos de recogida y locales prestados. “Ni supermercados, ni colegios, ni guarderías... Vamos, han abierto ahora un centro de salud y solo la parte de arriba porque lo demás está arrasado”, comenta Carmen mientras enseña la altura a la que llegó el agua en esa zona, a casi tres metros en algunas casas. "Mira, ahí el peso del agua abrió el suelo y han descubierto un refugio de la guerra que llega hasta el barranco", señala mientras los allí presentes le dan la razón.
Las tres van reconociendo y abrazando a amigos y conocidos por las calles de Paiporta. “¿Sabes qué le pasó a Manolita?; ¿Tú conocías a Paqui?”, se preguntan y responden con miedo a conocer la más fatal de las noticias. “Nos vamos enterando a cuentagotas de todos los vecinos que murieron. Algunos estaban desaparecidos y los han ido encontrando. A mí se me han ido cinco de mi calle”, comenta Pili. “Todo esto era muy bonito antes, de verdad”, repiten todas en varias ocasiones como intentando que comprenda que su ciudad ya no es la que ellas conocían.
Un respiro para los niños en Alfafar
La entrada de Alfafar es un cementerio de coches. En un descampado varias torres de vehículos destrozados y envueltos en lodo esperan que sus dueños acudan a hacer “una foto para el seguro” un mes después. Puede que el propietario perdiese su coche a kilómetros de este pueblo. Nada está donde debería. En las calles más de lo mismo. La UME sigue vaciando garajes y colocando los coches donde se puede.
“Es que casi todos lo hemos perdido”, comenta un vecino a otro mientras observan la hilera de ‘chatarra’. Es precisamente por ese motivo que algunos niños no han podido ser reubicados en colegios de Valencia ciudad: no tienen cómo llegar. “Hay alguna lanzadera, pero muchos profes han optado por mandarles deberes para hacer en casa y que al menos así sigan haciendo algo”, cuenta una vecina.
Sin embargo, lo que más preocupa a los adultos es que los pequeños están sobrepasados emocionalmente ante un cambio tan drástico. Algunos temen salir de casa, otros lloran si ven llover y los que no lo temen “lo normalizan” jugando a “que viene la ola”. Los adultos consideran que necesitan salir de allí.
Por ello, el CEIP Orba de Alfafar ha sido el primer colegio que ha puesto en marcha el proyecto ‘Una infancia sin barro’ de FAMPA-Valencia, Educo y Save the Children y se ha llevado a cincuenta alumnos a disfrutar de “un respiro emocional” en la Vall d´Albaida lejos del panorama desolador que llevan observando más de un mes en sus barrios.
Las preocupaciones son similares en la mayoría de los municipios. Massanassa, Albal o Catarroja también temen la proliferación de insectos e infecciones por la acumulación de lodo, tienen más presente que nunca el peligro de las aguas estancadas para los cimientos de sus edificios y saben que el invierno y las Navidades no van a ser una tarea fácil.
“Hay gente que perdió toda su ropa y ahora se acerca el frío y no tienen ni sus jerséis, qué ganas vamos a tener de Navidad ni de nada”, lamenta Mercedes, vecina de Massanassa: “Lo único que podemos celebrar es que estamos vivos”, añade. Sin embargo, después todo, no parece poco.