El infierno de Lidia por señalar el racismo en una escuela de Madrid
La mujer advirtió de que unos murales del colegio en el que trabajaba estaban plagados de estereotipos. Al final, perdió su trabajo, su salud mental y su visado.
Apenas un día después de que se publique en El HuffPost el artículo ‘¿Racista se nace o se hace?’, Lidia se pone en contacto con la autora. Se ha sentido muy identificada con lo que cuenta el texto, que recoge las conclusiones del informe ‘Aprendiendo racismo: racismo estructural en libros de texto’, elaborado por la organización SOS Racismo.
Lidia no se llama así en realidad; tiene pavor a que aparezca públicamente su verdadero nombre. Tiene 30 años, es estadounidense hija de padres refugiados de África Oriental, y vive en Madrid desde 2017, cuando llegó a la capital española para ser auxiliar de Inglés en colegios. Trabajó como profesora auxiliar hasta la primavera de 2021, momento en que tuvo un encontronazo –por decirlo de forma suave– con la dirección del colegio donde trabajaba, ‘simplemente’ por señalar que unos murales del centro mostraban estereotipos racistas contra la población negra, y por solicitar que se replantearan los diseños.
Los murales se pintaron justo mientras ella trabajaba en el centro. Lidia al principio no podía creer que esos dibujos –que a priori pretendían mostrar multiculturalidad– fueran a quedarse tal cual en las paredes del colegio. Pero iban pasando los días y los diseños iban evolucionando a peor: una niña racializada colgada de la cola de un mono y con los labios representados como los de un simio; una familia de color con un padre inexistente, niños descalzos o sin vestir, acarreando a otros niños, y una expresión de pasmo o miedo en el rostro de todos ellos, frente a la familia blanca, en la que todo son sonrisas, por supuesto hay un padre, y todos están vestidos y calzados.
A Lidia le chocó desde el principio la diferencia –“se estaba representando a la gente de color de una forma muy negativa”–, pero para comprobar que no estaba exagerando, envió las fotos a varios amigos, blancos y negros, para ver su reacción. Todos observaron los estereotipos racistas, era evidente.
“Pensaba en los niños racializados que asistían al colegio, en cómo eso podría resultarles ofensivo y, casi peor, en cómo esos estereotipos negativos influirían en todos los demás niños”, cuenta la auxiliar.
Así que Lidia trató de comentarlo con sus superiores en el centro, situado en la localidad de Valdemoro (al sur de Madrid) y de régimen concertado. Les dijo que “sentía que esos dibujos alimentaban los estereotipos negativos contra las personas de color”. Ellos le dieron largas, le explicaron que los diseños habían sido consensuados por un “comité de profesores” y que no veían nada raro. Un detalle: todos eran hombres y mujeres españoles blancos.
Lo peor estaba aún por llegar.
Al ver que no le hacían caso, Lidia volvió a hablarlo con su coordinadora con la intención de explicar a la jefatura por qué creía que los dibujos podían ser ofensivos. La mujer asegura que se cuidó mucho de no decir la palabra “racista” sabiendo que es un término “sensible” y que podía ponerlos a la defensiva, como si fuera mucho peor señalar el racismo que el hecho mismo de tener actitudes racistas.
Encerrada con llave y sermoneada: “Tengo amigos negros, ¿cómo te atreves?”
La insistencia de Lidia no sentó nada bien a los responsables del centro, hasta el punto de que accedieron a ‘reunirse’ con ella de forma inmediata. Lo que Lidia pensaba que iba a ser una conversación “clara y educativa” se convirtió enseguida en un ataque directo hacia ella, y posteriormente en un trauma que marcaría los siguientes meses de su vida.
Eran tres –los principales responsables del centro, dos mujeres y un hombre españoles blancos– contra una, Lidia, una auxiliar recién llegada al colegio, mujer, joven, negra, extranjera. Al entrar en la sala donde supuestamente iban a reunirse, uno de ellos echó la llave, y durante casi dos horas se dedicaron a increpar a Lidia. La coordinadora de Lidia, también en la sala, no dijo nada.
Entonces una de las responsables empezó a gritarle: “¡Me estás ofendiendo! ¿Cómo te atreves llamarme racista? ¿Cómo te atreves a decir que el colegio es racista?”.
Lidia no daba crédito; se quedó paralizada, no pudo decir una sola palabra. Y mientras, la directora seguía gritando cosas como “tengo amigos negros”, “¿cómo te atreves?”.
Lidia cuenta que empezó a temblar, no sabía cómo escapar de esa situación. La mujer estaba tan en shock que sólo acertó a pedir ir al baño, momento en el que le abrieron la puerta y ella se sintió físicamente “liberada”, como si hubiera estado “presa”. Lidia pudo salir al lavabo, donde se puso a llorar, incapaz de creer lo que le estaba ocurriendo.
En el baño se le pasaron muchas cosas por la cabeza, pero sobre todo la idea de que, si perdía ese trabajo, perdería su visado, su seguridad social, su derecho a trabajar y a seguir en España. Entre la espada y la pared, trató de recomponerse, cogió su bolso y volvió a la ‘sala de la tortura’, sin saber muy bien qué podía pasar ahí de nuevo.
Y los superiores siguieron con lo mismo: “No lo vamos a volver a pintar”, “ves lo que quieres ver”, “yo no lo veo, es que no lo veo”.
“No tienen ni idea de lo que significa experimentar racismo”
A Lidia, hija de refugiados africanos, criada como la primera generación de su familia nacida en Estados Unidos, inmigrante en España, le estaban diciendo unos adultos blancos españoles que ella veía racismo donde no lo había. A ella, una mujer que se ha pasado la vida escuchando y viendo estereotipos sobre sus orígenes, sobre las personas racializadas y sobre África en general –así, como un todo–, le decían que estaba exagerando. Y se lo decían unas personas que “no tienen ni idea de lo que significa experimentar racismo”.
Lidia se sintió menospreciada y sin voz mientras los otros se crecían, mientras le hacían “luz de gas”, dice.
Después se enteraría por su abogada de que lo que le habían hecho podía considerarse delito de odio, no ya tanto por los gritos –que en cualquier caso expresaban hostilidad y violencia– sino por el hecho de haberla encerrado en una sala sin su consentimiento. Ella cree que lo hicieron por intimidarla, por demostrarle su poder sobre ella.
“Quería ser invisible para ellos”
Tras ese traumático encuentro empezaba, en realidad, la pesadilla para Lidia. La experiencia le afectó hasta el punto de que la chica tenía miedo constante, a quedarse sola, a salir a la calle. Creía que la gente la perseguía, dejó de usar cascos por la calle por miedo a que alguien la sorprendiera por detrás, creía ver a sus superiores por la calle cuando no eran ellos, entraba a las clases con miedo… y encima tenía que oír murmuraciones sobre los murales a su paso: “Pues yo no veo nada”, decían los profesores que pasaban por ahí, con ella delante.
Lidia no se atrevió a contar el incidente a nadie más en la escuela, porque tampoco quería poner en duda la integridad del centro ni buscarse problemas con la empresa intermediaria por la que estaba contratada –a la que sí advirtió de lo que le había ocurrido–. En todo caso, resulta que todo el mundo se había enterado ya de lo sucedido, y a ella eso le generaba aún más ansiedad.
Lidia no oculta que la experiencia la traumatizó y “emparanoió”. Trataba de evitar a toda costa a sus compañeros, así que dejó de ir al comedor, y dejó de comer directamente. “Quería ser invisible para ellos”, dice. Los responsables del centro habían demostrado poder ejercer un “poder tan extremo” sobre ella que eso la había dejado exhausta, con picos de estrés incontrolables. “No podía dormir, tenía pesadillas, soñaba que alguien me agarraba y no me dejaba salir, que se sentaban sobre mi pecho impidiéndome respirar”, describe. Cuenta que alguna mañana llegó a despertarse con sangre en la almohada de los forcejeos y la tensión que le provocaban los sueños.
“Lo pasé muy mal, me sentía muy insegura en mi lugar de trabajo”
A Lidia le costaba salir sola de casa, se asustaba y lloraba por cualquier cosa, y empezó a poner excusas para evitar ir al colegio. Un día fue al médico, le contó lo ocurrido. El hombre le dijo que lo sentía, que España era un país racista, le mandó pastillas para dormir y le dio unos días de baja por estrés agudo. “Lo pasé muy mal, me sentía muy insegura en mi lugar de trabajo”, recuerda ella.
Las fechas coincidieron, además, con las vacaciones de Semana Santa, así que Lidia tuvo una tregua. Se compró un billete para volver a su casa, en Estados Unidos, y allí no podían creerse lo que ella les contaba. ¿Que por qué volvió a España? “Por amor”, responde. Su novio es español y vive en Madrid.
Cuando Lidia escribió un correo electrónico a la organización que la contrataba detallando todo lo ocurrido, la llamaron al instante. En parte se sorprendieron –porque no conocían quejas previas del centro, considerado “uno de los mejores”–, pero trataron de ser comprensivos con Lidia. Entendieron que debía tomarse un tiempo y la tranquilizaron por el tema del contrato, pero no fueron más allá, cosa que todavía hoy remueve a la chica. Ella les preguntó si a raíz del ataque, la empresa tomaría medidas y dejaría de trabajar con la escuela o, en todo caso, si propondría algún tipo de orientación, taller o formación sobre diversidad y racismo al colegio, algo a lo que nunca le respondieron. Hasta donde ella sabe, siguieron trabajando con la escuela. “La única persona que sufrió en toda esta historia fui yo”, reconoce Lidia.
Por otro lado, a los pocos días la empresa propuso a la auxiliar cambiar de colegio, y ella se lo planteó, pero finalmente no se vio con fuerzas. Seguía muy tocada después de lo vivido, y sus experiencias en otros colegios tampoco habían sido del todo constructivas. “La manera en que nos trataban a los auxiliares” –señala Lidia– resultaba “limitante”. “Muchas veces no cuentan contigo”, sostiene. Y, peor aún, Lidia dice haber visto cómo algunos profesores menosprecian abiertamente a los niños más vulnerables y con dificultades.
En junio, al finalizar el curso, terminó el contrato de Lidia, y no volvió a saber nada de la empresa pese a que ella nunca dijo que quería dejar de trabajar definitivamente como auxiliar lingüística.
“Mi pasaporte es de EEUU, ¿qué pasaría si fuese de Nigeria?”
Al acabar su contrato de trabajo, Lidia había perdido sus derechos en España, lo cual le provocaba, a su vez, más ansiedad. Lidia sabe lo que es ser migrante y, aun así, debió recordarse que, en gran medida, ella era una de las “privilegiadas”. Al fin y al cabo, plantea, “tengo un pasaporte estadounidense, ¿qué habría pasado si fuese de Nigeria?”.
Lidia siempre ha estado dispuesta a denunciar lo que le sucedió, pero también para eso se ha encontrado con obstáculos. Primero acudió a la organización SOS Racismo, que le dijo que ya tenían demasiados casos pendientes. Luego lo intentó con otra asociación donde la atendió una abogada, que al cabo de los meses dejó de contestarle.
Y luego, planeaba sobre su cabeza la duda eterna: ¿La creerían a ella, mujer, joven, extranjera, negra, o a los tres altos cargos de un colegio concertado de renombre, blancos, españoles, mayores? “No quería que me denunciaran”, reconoce la mujer, como si ella hubiera sido la causante de algún mal.
A la pregunta de si acudió a terapia tras el trauma, Lidia contesta: “Me habría gustado, pero no me lo podía permitir”. Ahora cuenta que ya lo ha superado, aunque el dolor perdura. Confiesa que últimamente ha intentado leerse Qué hace un negro como tú en un sitio como este, de Moha Gerehou, y Ser mujer negra en España, de Desirée Bela-Lobedde. Pero no puede. Pasan los capítulos y le es imposible separarlo de su experiencia, es demasiado “doloroso”.
Le preguntamos también si cree que una experiencia como la suya en el colegio de Valdemoro podría haberse dado en su Estados Unidos natal. La respuesta de Lidia es un “no” rotundo. Y en todo caso, “si llegara a pasar se abriría inmediatamente una investigación”, apostilla. “España es un país progresista en muchos sentidos, pero en cuestión de racismo va décadas por detrás”, afirma la chica.
Lidia asegura que “en España existe el racismo”, y de una manera “prominente”. “La forma en que son representadas las personas importa –recuerda la mujer–; sirve para perpetuar estereotipos racistas”.
La vía de salida, cree Lidia, está en la educación, pero para ello antes habría que dejar a un lado la negación, y reconocer y desechar las actitudes, imágenes y estereotipos racistas que tenemos arraigados por los libros, por los medios, por la televisión. “En España todavía hoy se niega el racismo”, constata Lidia.