Las heridas abiertas de Haití: un siglo sangrando
La historia haitiana es una historia triste. Allí fue la primera revolución negra, allí, el pago en madera de su descolonización a los franceses, allí, sangrientas dictaduras apoyadas por Estados Unidos, y allí, manipulados gobiernos títeres de un capitalismo liberal que dictó las políticas desde instituciones como el Banco Mundial.
Foto: ROSA MARÍA TRISTÁN
Hay pocos lugares en el mundo donde naturaleza y seres humanos se conjuguen para colaborar con tanta saña en la destrucción de un país. Las heridas en Haití no son nuevas, y están relacionadas con el lugar que ocupa en el mapa, pero también por quienes han mangoneado ese mapa a lo largo de décadas. Por ello, llevan más de un siglo sangrando, y el huracán Matthew no ha hecho más que profundizar en ellas, hasta dejar a esa tierra sin aliento.
Hace aproximadamente mes y medio que visité ese pedazo de la isla La Española que se ha subdividido en dos mundos paralelos y pocas veces reconciliables, el de la República Dominicana y el de los haitianos, el del verde de los árboles y el negro del carbón vegetal, el de una democracia liberal consolidada y otra plagada de irregularidades, intervencionismos extranjeros y corrupción.
Justo visité Haití antes de que Matthew se llevara medio país por delante para conocer un proyecto de la ONG Alianza por la Solidaridad realizado en la frontera entre ambos países. Financiado por la Oficina Humanitaria de la Unión Europea, su objetivo tenía mucho que ver con lo que está pasando: ayudar a prevenir y gestionar en caso de desastres como el que poco después ha acontecido, dejando a más de dos millones de personas en la precariedad absoluta, casi un millar de muertos (según datos oficiosos, pero no oficiales) y más de 7.500.000 damnificados, de ellos más de 170.000 aún viviendo en albergues.
Lo que me encontré fue un país sin árboles (un 98% de masa forestal ha desaparecido), casi sin carreteras, con una tierra agrietada y reseca tras dos años de una sequía (intensificada por el fenómeno El Niño) que acabó vaciando las aldeas y creando suburbios hacinados en los alrededores de una capital, Puerto Príncipe, cada día más violenta. Encontré funcionarios locales desesperados porque el Gobierno en funciones desde hace un año, como en España, no enviaba recursos para trabajar en temas tan importantes como la Protección Civil o el medio ambiente; trabajadores que, con el apoyo técnico y económico de una cooperación extranjera cada vez más exigua, trataban de sacar adelante a una población de mirada apática, sin horizonte al que mirar.
Foto: ALIANZA POR LA SOLIDARIDAD
Con Alianza, a ambos lados de esa frontera del sudeste de Haití (oeste en Dominicana), y tras dos años de trabajo conjunto con las instituciones y organizaciones de la zona, comprobé cómo se estaba reforzando la coordinación para dar las alertas de huracanes o ciclones como este que nadie esperaba tan pronto; cómo se organiza un sistema de alertas para que llegue hasta las comunidades más remotas, cómo se provee a los albergues y se conciencia a la población de que siempre es mejor dejar una vivienda en la que no tienen prácticamente nada que dejar la vida, de la importancia de protegerse de ese temor a un robo, más emocional que racional, pero presente en cada hogar.
Ahora sé que en el sudeste de Haití el Matthew no golpeó con toda su fuerza, y que todos esos mecanismos se pusieron en marcha para salvar vidas -y ello colaboró para que las víctimas fueron las menos posibles-, también sé que no se pudo evitar la destrucción casi total de los pocos campos de cultivo que comenzaban a crecer durante mi visita, ni el ahogamiento de las cuatro gallinas de las familias, o de esas cabras que llevaban atadas de una cuerda, como aquí los perros, porque no podían permitirse que una se perdidera. Ahora ya no existen. Y sé que en Jacmel la basura plástica que pude ver acumulada en su río, en sus playas, en sus calles, colaboró para inundar algunas zonas y llevarse por delante lo que no debía. Sé, porque lo cuentan los equipos de Alianza en Haití, que en el sudeste que conocí, al menos 16.000 personas se han quedado sin vivienda, o con ella casi derruida. Visto que muchas eran de tablas desajustadas, trapos y cartones, lo raro hubiera sido lo contrario.
Con todo ello, no es posible volver a repetir lo ocurrido durante la emergencia tras el terremoto de 2010. Es importante aprender de los errores cometidos. La realidad es que el Gobierno central haitiano tiene escasas capacidades para gestionar estas crisis, pero también que en las comunidades y municipios hay funcionarios y organizaciones con las que hay que contar desde las instituciones internacionales. En Jacmel, Ronald Délice, uno de los responsables de toda la gestión de desastres del departamento sureste no recibe un sueldo, me aseguró en agosto, pero todos los días iba, y va, a trabajar a su precaria oficina. Gentes como él conocen a su gente y saben, con apoyo, cómo organizarse. Imágenes como las de los asaltos a camiones de comida que se han producido en algunas aldeas ante la desesperación del hambre flaco favor hacen a un reparto equitativo. Ayer veía en televisión a una mujer cargando un saco de arroz tras otro reparto de la Minustah, mujer que luego reconocía no tener casa, ni con qué cocerlo. Y me pregunto si alguien avisó en esos lugares previamente de la llegada para que se organizaran este tipo de cuestiones.
Por otro lado, el Gobierno haitiano rechaza la ayuda de sus vecinos dominicanos, porque la lleva el Ejército, y se han alzado voces contra lo que se considera "una invasión". De nuevo, la solución es compleja: por un lado, se reclama ayuda internacional... ¿y por otro se rechaza? ¿O es que de nuevo se está actuando al margen de las instituciones gubernamentales haitianas?
La historia haitiana es una historia triste. Allí fue la primera revolución negra, allí, el pago en madera de su descolonización a los franceses, allí, sangrientas dictaduras apoyadas por Estados Unidos, y allí, manipulados gobiernos títeres de un capitalismo liberal que dictó las políticas desde instituciones como el Banco Mundial. También fue allí donde, ironías del destino, el cólera llegó de la mano de quienes iban a ayudar, las tropas de Naciones Unidas, la Minustah. Y donde últimamente aterrizaban multinacionales de la ropa en busca de sueldos aún más miserables que los que pagan en otros países como México.
Foto: ALIANZA POR LA SOLIDARIDAD
El resultado: en agosto conocí un país en el que no había casi nada para la esperanza. Ahora el mundo tiene una nueva oportunidad de apoyar para que tenga futuro. Una vez superada la emergencia, reconstruidas casas y escuelas con cimientos más sólidos de los que hubo, contenida la epidemia que se dibuja en su paisaje desolado, abastecidas las familias de agua limpia y algo de comida, comenzará la larga lucha contra el hambre que ya había antes del Matthew. Una lucha que pasa por apoyar la reforestación, por apoyar las pequeñas granjas sostenibles, por ayudar en la gestión de las basuras que generan enfermedad, por promover la energía solar frente al destructor carbón que acaba con bosques metidos en sacos, por apoyar salarios justos y dignos para los haitianos. Y para hacer todo ello, es fundamental contar con la colaboración de las sociedad civil haitiana, estar a su lado para fortalecerla y para que pueda tomar las riendas de su futuro, cuando los políticos no dan la talla.
Se anuncian elecciones para el 20 de noviembre en Haití. Nada nuevo en el panorama. Por un lado, un empresario bananero, Jovenel Moise (PHTK), por otro, Jude Celestin (Lapeh), un ingeniero-mecánico que se presenta como el recomendado del anterior y detestado presidente André Preval; y el popular Moise Jean Charles (Pitit Dessalines), el más a la izquierda del panorama y que tendría posibilidades si el pueblo acudiera a votar, algo más complicado tras la visita de Matthew. En el mundo de la globalización estamos a tiempo de ayudar a que las heridas cicatricen, sin perder la perspectiva de que lo importante es el paciente.