Fui al Valle de los Caídos y me quemé cara al sol
Goteras, humedades y una baja afluencia de visitantes marcan la decadencia del conjunto monumental que Franco ordenó construir tras la Guerra Civil.
Un autobús verde de ALSA se detiene en la estación de El Escorial mientras seis personas esperamos de forma paciente en la dársena bajo un inusual sofoco en pleno marzo. El invierno apura sus últimos días, pero el calor comienza a ser intenso. La jornada es, sin duda, proclive para disfrutar de un día en familia, perderse en algún recóndito lugar de la sierra o hacer picnic en un parque. Un soleado domingo, en definitiva, que muy pocos tratan de aprovechar para visitar el Valle de Cuelgamuros, antes denominado Valle de los Caídos.
Porque el mero esbozo de plantear la visita al famoso conjunto monumental ordenado construir por Francisco Franco tras ganar la Guerra Civil resulta anacrónico y peregrino. Un viaje en el tiempo por los parajes más oscuros y dantescos de la reciente historia de España. Y prueba de ello es la falta de interés que se observa en el silencio que rezuma dicha estación de autobuses en el único horario programado para la salida del vehículo que va directamente al Valle. La ida es a las 15.15h. y la vuelta a las 17.30h. No hay más opciones.
Sólo una familia de cuatro miembros (padre, madre y dos hijos adolescentes), mi acompañante y yo nos subimos a ese autobús de más de cincuenta plazas. El vehículo casi al completo queda vacío. El viaje de ida y vuelta cuesta 5,20 euros por persona y no se puede pagar con tarjeta de crédito. Antes de partir, el conductor nos alerta de que debemos ponernos los cinturones de seguridad para evitar una posible multa de las autoridades. Sobra decir que obedecemos y nos lo abrochamos con fuerza, porque uno nunca sabe cuántas curvas podemos encontrarnos en ese viaje de regreso a la España del blanco y negro.
Por suerte, el trayecto apenas dura veinte minutos. Antes de llegar, puede verse con suma facilidad la portentosa y solemne característica cruz de 150 metros de altura erigiéndose entre las montañas. El silencio en la zona, de nuevo, es demasiado ruidoso. Un miembro de seguridad detiene el autobús y pide el carné de identidad de todos los ocupantes. "¿Cuántos son?", le pregunta al conductor. "Seis", responde él. La respuesta no provoca impacto en el rostro del trabajador, acostumbrado ya probablemente al desinterés que suscita el monumento. Lo que sí nos dice es que, al ser domingo, la visita es gratuita. El precio de la entrada un día normal es de 9 euros. Eso que nos hemos ahorrado.
El autobús sube por la ladera de la montaña a través de una carretera muy bien asfaltada y bastante segura. El entorno natural, en general, parece cuidado. Finalmente, el vehículo se detiene en el parking habilitado junto a la entrada de la basílica para los turistas, una amplia explanada con varios coches aparcados.
Lo primero que llama la atención es el abandono absoluto en el que se encuentra el funicular que antaño enlazaba la Lonja, donde se encuentra la Basílica, con la base de la cruz monumental que se levanta sobre ella. 272 metros en pendiente de 28 grados que se recorrían en un viaje ascendente de apenas tres minutos. Desde 2009, el funicular se encuentra cerrado debido a posibles desprendimientos de rocas desde la montaña y la oficina en la que se despachaban los tickets se ve desde fuera como un set de rodaje perfecto para series apocalípticas ahora tan de moda como 'The last of us' o 'Alice in Borderland'. Polvo y muebles vacíos dejan en evidencia su decadencia, la mejor alegoría para describir el estatus sombrío y acabado de la ideología que cimentó "la mayor fosa común de España". La cafetería anexa a la entrada del funicular también se encuentra cerrada y sólo es posible acceder a sus baños.
Finalmente, entramos a la basílica no sin antes maravillarnos ante la Piedad esculpida por Juan de Ávalos, que descansa sobre su puerta de bronce. Para entrar al templo, hay que pasar primero por un arco de seguridad. En el vestíbulo que conduce a la Iglesia se amontonan sobre el suelo los avisos de peligro por el agua que se filtra desde las goteras del techo. Sorprende de forma mayúscula que una construcción 'tan joven' tenga que recurrir a maceteros repartidos por todo el pasillo para poner algo de remedio a este contratiempo. Más adelante, ya en la capilla del Santísimo - donde se puede leer "Caídos por Dios y por España 1936 - 1939" - nos fijamos en que las manchas de humedad de sus paredes son también muy numerosas. Una situación que, de igual manera, se repite en otras estancias.
El reclamo espiritual también cotiza a la baja en el Valle. En este domingo de marzo, apenas nos encontramos a una decena de personas rezando sentados o de rodillas ante el altar mientras el presbiterio permanece acordonado. En la misma zona se sitúa la tumba de José Antonio Primo de Rivera, observado con detenimiento por muchos de los curiosos que se han acercado a visitar el Valle de los Caídos. Sobre su aparente modesta lápida descansan una corona de laurel y algunas flores. Restos de nostalgia esparcidos en honor de los caídos en la "gloriosa cruzada".
Lo que muchos ya saben es que el fundador de la Falange también tiene los días contados en el Valle. Sus descendientes pidieron el año pasado exhumar sus restos porque la Basílica va a dejar de ser un lugar de enterramiento católico, en aplicación de la ley de Memoria Histórica impulsada por el gobierno de Pedro Sánchez. La única petición de los familiares al Ejecutivo es que dicha exhumación se haga con la mayor discreción y evitando el teatro mediático en el que se convirtió la salida del féretro de Franco hace ya más de tres años.
Del 'generalísimo' apenas queda su recuerdo y una inscripción en la entrada que 'celebra' su papel en la inauguración del Valle el 1 de abril de 1959. Ni siquiera en la tienda de regalos hay presencia del dictador, más allá de los mapas de España en los que se hace balance de todos los jefes de Estado y Reyes a lo largo de la historia. Sí hay postales con imágenes del Valle, rosarios, algún que otro libro de cocina elaborado por monjes y diferentes botes de mermeladas. Un merchandising muy cuidado para evitar suspicacias de cualquier índole, pero que también puede provocar decepción entre algunos de los visitantes.
En todo caso, nuestra pormenorizada visita al Valle de los Caídos sirve para constatar la decadencia del monumento. A su evidente deterioro, con goteras y humedades allá donde los ojos alcanzan a ver, se une la poca expectación que genera como elemento turístico o incluso espiritual. Tal como contó El HuffPost hace unos meses, el descenso de visitantes actualmente es de prácticamente un 70% con respecto a 2018 y 2019, cuando aún se encontraban los restos de Franco en su interior.
En este domingo tan caluroso, sólo una treintena de personas recorren a media tarde la explanada exterior y se toman fotos ante la enorme cruz, mientras unos jóvenes intentan acceder al recinto con unas cuantas tartas de Santiago que han traído hasta el Valle. Cabe destacar la importante presencia de familias; padres y madres junto a sus hijos menores de edad, a los que dan indicaciones para que adquieran contexto histórico sobre la obra monumental que están pisando.
Pasadas las 17.30h. tomamos de nuevo el autobús de vuelta a la realidad, dejando atrás el fantasma grandilocuente de una época salpicada por el dolor más intenso que puede sentir un país. La idea inicial de Franco era que el complejo resultara por sus dimensiones tan majestuoso que llegara a ser visible desde Madrid en los días claros. Hoy en día, el Valle de los Caídos ha empezado a caer en el abismo del olvido y ni siquiera su simbolismo podrá perdurar más allá de lo escrito en los libros de historia.