Julian Assange: cuando poder ver el cielo es sinónimo de libertad
El fundador de Wikileaks, tras gestionar un acuerdo confidencial en los últimos días, se reúne, por primera vez en catorce años, con su familia en Australia.
Puede que no sea la imagen más reseñable, pero Julian Assange sabe bien lo que oculta esa mirada. Recostado en uno de los sillones del Bombardier Global 6000 que le lleva desde el Reino Unido hasta Saipan, pasando por Bangkok, el fundador de Wikileaks tan solo se dedica a observar la vastedad del cielo que le ofrece la ventana del chárter. Quedan pocas para que un tribunal estadounidense situado en las Islas Marianas del Norte le ponga, por fin, en libertad.
Hasta este momento, Assange ha pasado todos los días desde el 11 de abril de 2019 en una celda de la prisión de máxima seguridad de Belmarsh, en el sureste de Londres, una cárcel que muchos defensores y activistas por los derechos humanos definen como la Guantánamo británica. Allí, pasaba 23 horas al día encerrado en una pequeña celda. Pero su visión ya había perdido facultades tras siete años asilado en la embajada de Ecuador en Londres. Situada en una primera planta, el australiano apenas podía ver otros edificios al otro lado de la calle. A veces la libertad es sentarse a mirar la inmensidad de una bóveda con la luna asomando al fondo.
Días antes de subirse al jet, el pasado jueves día 20, Assange solicitaba una audiencia privada con la justicia británica. Su equipo legal había alcanzado un acuerdo con el Departamento de Justicia de Estados Unidos. El activista se declararía culpable de conspirar para obtener y difundir ilegalmente información clasificada y el Gobierno estadounidense daría por consumada la condena tras cinco años encarcelado y catorce de persecución política y judicial.
El lunes, Assange salía de Belmarsh para dirigirse en furgoneta hasta el aeropuerto de Stanstead. Allí se subiría al vuelo VJT199 de Vistajet junto con algunos miembros de su equipo legal y Stephen Smith, Alto Comisionado de Australia en el Reino Unido. Solo bajaría del avión en Saipan para acudir a la vista con la jueza Ramona V. Manglona. Último destino: la libertad, en este caso con nombre de ciudad: Canberra.
La gestión del acuerdo se realizó con la mayor seguridad posible. Muy pocas personas estaban al tanto. Fidel Narváez, excónsul ecuatoriano en Londres, una de las personas que logró el asilo de Assange y permitió la salida de Edward Snowden de Hong Kong, visitó a su amigo en la cárcel apenas una semana antes de que este abandonara el país. No sabía nada, pero se percató de un detalle. "Julian se había afeitado la barba y arreglado el cabello”, rememora. “Quizás estaba preparándose para lo que venía”, cuenta a El HuffPost: “Todo ha sido muy confidencial”. Narváez tampoco sabía nada. “De hecho, a su alrededor todos estábamos preparados para la siguiente audiencia en el tribunal británico”, comenta.
Para Fidel, además de todo el movimiento en defensa de la libertad de Assange, que desde hace años no ha dejado de ganar fuerza, el posicionamiento del Gobierno australiano ha sido fundamental en la consecución de su libertad. El primer ministro del país, Anthony Albanese, declaraba en el Parlamento el mismo lunes 25 que “independientemente de las opiniones que la gente tenga sobre las actividades del señor Assange, el caso se ha prolongado durante demasiado tiempo”. “No se gana nada con su encarcelamiento continuo, queremos que lo traigan a casa”, pedía.
Y así fue. A las 03.50 de la madrugada, hora española, la jueza Manglona pronunciaba en una sala abarrotada las palabras que Assange aguardaba desde hacía catorce años: “Parece que este caso termina aquí conmigo, en Saipan. Podrá salir de esta sala como un hombre libre”. Mientras en una pequeña isla en el Océano Pacífico un hacker australiano, según el relato de la periodista de The Guardian Helen Davison, se arreglaba la corbata con una mano y sostenía con la otra sus gafas, en Londres un grupo de abogados estadounidenses retiraba de manera oficial la solicitud de extradición. La magistrada, que estaba a punto de dar carpetazo al asunto, no se fía, y ante la emoción de Assange, volvía a preguntarle si entendía todos los detalles del acuerdo. “Sí, entiendo”, contestaba.
Mientras la jueza ponía fin al caso deseándole un feliz cumpleaños anticipado - el 3 de julio hará 53 -, Assange solo piensa en ese asiento en el Bombardier Global 6000, en el cielo de Australia. En reencontrarse con Stella, su mujer, y los dos hijos de ambos, de quienes se ha perdido sus primeros cinco y seis años. “Espero que comiences tu nueva vida de manera positiva”, le decía la jueza antes de golpear la tribuna con el mazo. Eso y recuperar la salud son sus dos principales objetivos.
A la salida del juzgado, son sus abogados quienes atienden a los medios. Pese a celebrar la libertad del australiano, advierten del “peligroso precedente” que sienta la persecución que ha sufrido durante catorce años. “Estados Unidos trata de ejercer una jurisdicción extraterrestre sobre todos ustedes – periodistas – sin otorgarles protecciones constitucionales a la libertad de expresión”, alertaba desde la puerta del juzgado la abogada Jennifer Robinson. De igual modo, desde España, el equipo legal de Assange, encabezado por Baltasar Garzón y Aitor Martínez, consideran de igual modo que “el cargo aceptado supone la reivindicación del ejercicio legítimo de la libertad de prensa de Julian Assange, que ha cumplido con el sagrado deber de dar información sobre hechos muy graves para que fueran de conocimiento público”.
Ya en el avión, a punto de llegar a Canberra, Assange conversa por teléfono con Stella, su pareja. En esta ocasión, con la corbata desabrochada, cierra los ojos, pero por primera vez en mucho tiempo la decisión es suya. Es libre.