Arte caótico en Madrid
El desafiante jardín vertical del CaixaForum, encaramado a una pared, ofrece una bienvenida especialmente idónea para la exposición Maestros del caos: artistas y chamanes (hasta el 19 de mayo). Una muestra con un pie aquí, en la densidad material del Paseo del Prado madrileño, y otro allá, donde los jardines pueden retar alegremente a la gravedad.
El desafiante jardín vertical del CaixaForum, encaramado a una pared, ofrece una bienvenida especialmente idónea para la exposición Maestros del caos: artistas y chamanes (hasta el 19 de mayo). Cada planta, viva y frondosa en un suelo a noventa grados respecto del nuestro, el de los visitantes del centro de la obra social La Caixa en Madrid, ya es un recordatorio de que la realidad no brinda un único punto de vista posible. Quizá nos esté vedado caminar por sus exuberancias -el hombre araña no cuenta-, pero se ven, se manifiestan en un espectáculo desconcertante, de cortina que se descorre para que atisbemos los misterios del otro lado. Así, el jardín vertiginoso se antoja anticipación de las más de doscientas piezas de una muestra con un pie aquí, en la densidad material del ajetreado Paseo del Prado madrileño, y otro allá, donde los jardines pueden retar alegremente a la gravedad... y a cualquier otra ley que se tercie.
Una de las turbadoras imágenes brujescas de Myriam Mihindou en Maestros del caos, de la serie Déchoucaj' (Haití, 2004-2006). Colección de la artista.
Dentro del edificio, lo primero de Maestros del caos que encontramos es una proyección en el techo de Antoni Abad. Últimos deseos (1995) descubre en un loop inquietante a un acróbata desnudo sobre una cuerda, visto desde abajo y yendo adelante y atrás con el único propósito de mantenerse en la nada. En una vitrina, su compañero de viaje espiritual, una escultura de Nhô Caboclo, también un Equilibrista que, pese a haber sido realizada en el siglo XX, conserva el halo atávico del arte popular. A partir de aquí, el comisario Jean de Loisy, presidente del Palais de Tokyo (París), casi como haría un demiurgo, mezcla una sorprendente selección de reliquias etnográficas y antropológicas con sugerentes propuestas de arte contemporáneo, desde alucinantes máscaras folklóricas suizas a la filmación de la conmovedora conversación que Joseph Beuys mantuvo con una liebre muerta en 1965. Y así, los espectadores también nos convertimos en funámbulos, ya que el elemento común a todas las obras es el caos, el abismo informe que vigila fuera de la seguridad de ese cable que llamamos "normalidad", tembloroso cuando amenazan la enfermedad, la muerte, la guerra y las calamidades. O los demonios, tan acechantes en la exposición: desde las numerosas expresiones religiosas congregadas hasta pinturas como el Exu (1998) envuelto en ojos de Jean-Michel Basquiat.
Toda narración implica presentar una cotidianidad, ponerla en crisis y, tras el desarrollo pertinente, concluir con una nueva realidad, más o menos cercana a la del inicio. Esta estructura argumental, bien conocida de la literatura decimonónica y del cine hollywoodiense, también refleja una cierta percepción del cosmos ampliamente desarrollada tanto en el mundo espiritual como en el arte: existen divinidades del orden, pero también divinidades del caos que con sus interferencias hacen que todo se mueva -que haya narración-, como hay artistas constructores de normalidad y artistas que la ponen en crisis. Los segundos, en la senda de los payasos sagrados o los chamanes mediadores entre el mundo terrenal y el de los espíritus, protagonistas de Maestros del caos, nos zarandean mientras avanzamos por el alambre, exploran los límites de nuestras tragaderas -atentos a las hipnóticas vomitinas de Sergio Prego en Home (2001)-, nos sorprenden, nos fascinan, nos agobian, porque su compromiso está con la ruptura... y no por amor a la destrucción, sino a la reconstrucción, a la renovación y al cambio. Finitos, mortales, vulnerables, vivimos en la cuerda floja, como los funámbulos de Abad y Caboclo, y los maestros caóticos, místicos, intermediarios y artistas, nos recuerdan que para mantenerse en el cable hay que asomarse al peligroso magma de alrededor.
Patrick Harpur, en su libro Realidad daimónica (Atalanta, 2007), plantea que no todo tiene explicación, y que a través del ritual y el arte debemos aprender a convivir con lo que escapa al orden -limitado- de la razón y la ciencia. La cultura popular, en algunos casos transformada en religión o mezclada con ella, ha ido proponiendo bacanales, orgías, carnavales, aquelarres y celebraciones de todo tipo donde familiarizarnos con lo subversivo, con lo que está al revés, con las antípodas del orden y sus engorrosas aspiraciones de perfección. Inclusos los griegos, inventores de lo clásico mediante la armonía y la proporción inspiradas por el luminoso Apolo, hacían sus escapadas a los bosques salvajes para reunirse con el desenfreno etílico, sexual y animal de Dionisos, porque todos los pueblos han sentido la necesidad social de convocar lo oscuro y lo inexplicable -sólo se puede tener a raya el otro lado siendo conscientes de su existencia-. Así, después de una visita al templo profano que es Maestros del caos seguiremos sin poder encaramarnos al jardín vertical, pero tal vez dejará de parecernos algo tan ajeno a nuestra vida diaria sobre el alambre. Y eso nos permitirá, paradójicamente, dar pasos más firmes.
Así como los astronautas cuentan con trajes herméticos, los psiconautas que viajan al más allá poseen complejos atuendos simbólicos. En la muestra se pueden ver algunos espectaculares, como este Traje de iniciación del chamán (pueblo Evenki, Siberia, finales del s. XIX). Museo Etnográfico de Rusia (San Petersburgo, Rusia).