El ciudadano inexistente

El ciudadano inexistente

Las piernas me temblaban desde el estómago y tenía la sensación de poder caerme en cualquier momento, fruto de ese aflojamiento de las fuerzas tras pasar un momento de auténtico miedo. ¿Sabes quién ha intermediado para vuestra liberación? No te lo imaginas... ¡Ruiz Gallardón!

Mientras corría por la calle, como alma que lleva el diablo, en mitad de la noche y con la sensación de no estar a salvo todavía, a pesar de haber sido puesto en libertad y de encontrarme a una buena distancia de la Dirección General de Seguridad, una frase pasaba continuamente por delante de mí. Las piernas me temblaban desde el estómago y tenía la sensación de poder caerme en cualquier momento, fruto de ese aflojamiento de las fuerzas tras pasar un momento de auténtico miedo. ¿Sabes quién ha intermediado para vuestra liberación? No te lo imaginas... ¡Ruiz Gallardón!

Yo corría, sólo corría. ¡Ruiz Gallardón, Ruiz Gallardón...! Yo corría e intentaba descifrar las claves de una realidad a la que acababa de ser arrojado como quien cae desde el limbo de la consciencia.

Han pasado los años y tengo la sensación de estar, de nuevo, corriendo, y preguntándome por el sentido y las claves de las cosas que me pasan y pasan a mi alrededor; o sea, me pasan.

"Habrá que ponerse en contacto con él para agradecerle lo que ha hecho, ¿no?"

Creo recordar que esto lo dijo mi, entonces, esposa, Flora. "Bueno, pero si ni siquiera le conocemos, dije yo, ¿cómo le encontramos, dónde preguntamos por él?" En aquel momento entró Marieta en el salón de su casa, donde nos habíamos reunido los liberados aquella noche, tras ser detenidos durante la huelga de los actores del 75. "De momento hay que tomar algo: tú, Flora, ¿no quieres un poquito de caldo? ¿estás cómoda? ¿Quieres un cojín para los riñones? Yo, desde luego, me voy a tomar un güisqui". "¡Ah, pues yo también", dijo con prontitud y determinación Flora ante la suspensión de aliento, breve, eso sí, de la parroquia reunida en casa de la Dúrcal.

Tardé un tiempo en comprender que ese afán por acomodarla tanto -Flora tenía 23 años y no requería tanto miramiento- respondía a que la equivocada creencia general, en la profesión, era que esperábamos un hijo, quizá debido a nuestra juvenil y reciente boda. Lo cierto es que aquella noche empezaba a tornarse divertida y, de alguna manera, tranquilizante. Estábamos en libertad, los allí reunidos, al menos, y un ambiente desacralizador de lo ocurrido se apoderaba de nuestras lenguas. "Pues yo no sé si es conveniente que hagáis nada al respecto, no vayan a confundir las cosas o aprovechar el asunto para sus intereses o, peor, utilizarlo en contra vuestra", dijo alguien que no recuerdo en este momento, esa es la verdad.

"Ruiz Gallardón no es Serrano Súñer", dijo Marieta. "Si él ha influido para que nos liberen, si es cierta la noticia, lo habrá hecho por convicción, no necesita de agradecimientos, aunque me parece muy bien que se le den las gracias, faltaría más". "Venga, un brindis por nuestra libertad y por la pronta de los compañeros que aún están encerrados; tú, niña, no abuses" -le dijo a Flora- "pero la ocasión lo merece. ¡Por la libertad!" Todos brindamos, emocionados, y dimos un trago a nuestras respectivas copas. "Ahora preparémonos, porque esto no se va a quedar así. Nos van a colocar unas multas de órdago, ya veréis".

Y se nos jodió la poca celebración.

¡Quién me iba a decir, mi querida Marieta, que, después de casi 40 años, te iba a recordar por cosas que los dobleces de la realidad están emparejando, de manera tan dolorosa...! Flora no estaba embarazada. De haberlo estado, en aquel entonces, la cosa hubiera sido peliaguda pues no teníamos economía -ni cabeza- para afrontar adecuadamente una paternidad y pensar en un aborto era poco menos que enfrentarse, literalmente, a los infiernos: la Iglesia, la educación, lo inaccesible económicamente por tener que viajar a Londres -que era lo que se usaba por entonces entre las familias bien- y muy peligroso si se decidía emprender la aventura aquí, en el Estado español, que era el término que acuñó y más gustaba Franco para referirse a España.

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Cartel de la película Abortar en Londres, protagonizada por el autor.

Yo corría, aquella fría noche, de hace casi 40 años. Fría también como estas noches pasadas, cuando mujeres de toda España -España, sí- salieron a dejarle claro a Ruiz Gallardón, el hijo, que no tiene derecho alguno a decidir por las españolas; que su cargo, como ministro de un Estado aconfesional no le permite imponer criterios morales de una u otra religión, que eso se lo guarde para su entorno privado y personal, su esposa o sus hijos, si los tuviere y se lo soportaren.

Yo corro ahora, en la noche madrileña, en la noche española, llena de tanta tragedia que no me cabe en el alma. Corro como el ciudadano inexistente, en el que nadie repara, y me pregunto cómo pudo producirse, si es que fue cierto aquello de la mediación de su padre para nuestra libertad, un hecho tan extraño, porque no me encajan las piezas.

Al igual que tampoco me encajaban cuando se hacía, señor ministro, el progre y el moderado; pero ya lo dijo en una ocasión D. José María Ruiz Gallardón, su padre, refiriéndose a usted, que es un rastro de la más oscura memoria de España en el último siglo: "Si yo les parezco de derechas es que no conocen a mi hijo".

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