Antes de ser una madre consciente
¿Qué tienen los bebés recién nacidos que, aunque sean del tamaño de una hogaza de pan, cambian la energía de una habitación cuando están presentes? A todos nos atraen, incluso a ese tío que habla a gritos o se pasa de intensidad con las palmaditas en la espalda. Cuando estamos al lado de uno, hablamos en susurros, dejamos una luz tenue y le miramos a los ojos.
¿Qué tienen los bebés recién nacidos que, aunque sean tan grandes como una hogaza de pan, cambian la energía de una habitación cuando están presentes? A todos nos atraen, incluso a ese tío que habla a gritos, se pasa de intensidad con las palmaditas en la espalda y no deja de presumir de sus nuevos aparatos electrónicos. Cuando estamos al lado de uno, hablamos en susurros, dejamos una luz tenue y le miramos a los ojos. Nos olvidamos de hacer dos cosas a la vez y de revisar nuestro correo electrónico. Nos convertimos en la mejor versión de nosotros mismos: cariñosos, tranquilos y presentes. Escuchamos más de lo que hablamos y queremos ayudar a toda costa. Sentimos un amor puro. De alguna forma, los recién nacidos nos transmiten una sensación de calma y de belleza. Nos recuerdan quiénes somos.
Pero poco después empiezan las incesantes tareas físicas de la maternidad: las comidas, los eructos, la caca, los pañales, la falta de sueño... Por no hablar de recibir visitas y tener que aguantar a esa tía molesta que insiste en que la nariz del bebé es igual que la suya. El primer viaje en coche es un desafío enorme. Hay que preparar toallitas, pañales, ropa de repuesto, un biberón y toallas. Y luego la silla para el coche. Puede que te hayas leído las instrucciones y hayas ajustado todo antes de que naciera tu hijo, pero ¿quién se iba a imaginar que un ser humano podría ser tan pequeño? ¿Cómo ajustas bien la parte de los hombros? Sudando, te preguntas si hay una manera de arreglarlo sin sacar la silla del coche. Y si hay que sacarla del coche, ¿dónde dejas al bebé mientras lo arreglas? Olvídate de la espiritualidad, en ese momento lo que necesitas es un fornido mecánico.
Al principio, la maternidad me hacía sentir como si tuviera dos personalidades distintas. A veces, ese amor que me proporcionaba mi hijo me hacía sentir como si estuviera hecha de ese mismo amor. Pero, de repente, me convertía en la bruja de la casa. Si mi hijo no se volvía a dormir después de haberse despertado a las dos de la mañana, le regañaba. A veces me arrodillaba como si su cuna fuese un altar y suplicaba: "Por favor, deja de llorar. Por favor, por favor". El tira y afloja constante entre el amor y la locura se acentuó con el tiempo. La mujer demente brotaba de mí más a menudo, sin avisar y durante más tiempo.
La solución fue señalar a otras madres. Estaban aún más locas que yo. Una se bebía dos copas de vino cada noche. Otra hablaba con voz intimidatoria a su hijo de un año para enseñarle modales en la mesa. Mis compañeros de la empresa de consultoría en la que había trabajado se volvían locos intentando entrar en una lista de espera para reservar un vuelo para volver de Chicago, y hasta el más imbécil perdía los papeles al menos una vez al mes. Todos los días veía cómo a alguna madre de mi barrio se le cruzaban los cables como a Jason Bourne o como a Rocky Balboa. Yo me desentendía mientras llenaba una copa de vino blanco tanto que tenía que inclinarme para beber el primer trago sin que se cayera nada.
Me di cuenta un día que estaba en el parque con mi hijo. No le gustaba el helado que habíamos comprado y me tiró el cucurucho a la cara. Le grité: "¡No puedes hacer eso, ni ahora, ni nunca! ¡Ni una vez más!". Me respondió con un grito dramático y le até en la silla como si fuera un delincuente violento. Me pasé el camino de vuelta a casa murmurando, regañando y señalándole con el dedo. Como llevaba el carrito con una sola mano, iba haciendo eses todo el rato, como un bote a la deriva en alta mar. La loca que llevaba dentro de mí había tomado el control.
Para cuando llegamos a casa, estaba agotada. En cambio, él había olvidado nuestra locura momentánea y me dedicó una enorme sonrisa llena de amor y alegría desde su carrito. Mi enfado se desvaneció y lo sustituyó ese amor que sentía cuando mi hijo acababa de nacer. El amor entró en mi cuerpo y sentí cómo se me llenaban los ojos de lágrimas al reunirme con la mejor versión de mí misma. ¿Dónde había dejado ese sentimiento? ¿Estaba enterrado debajo de todos mis deberes como madre? La vergüenza me superaba.
Me di cuenta de que la maternidad no consistía en enseñar a mi hijo todo lo que hay que saber, sino en que mi hijo me inspirara para aferrarme a ese amor puro. Es como si me estuviera lanzando una pelota, yo no fuera capaz de cogerla y cada vez que me la tirara él dijera "esta vez la vas a coger, ya verás". No es que él estuviera entrando en mi mundo -aunque lo haya llevado dentro-, es que me estaba invitando a entrar en el suyo. Y su mundo es un lugar lleno de cariño y amor, un lugar sin prejuicios ni decepciones. Yo era su aprendiz, no al revés.
Al principio sentí alivio. Pensaba que sabía qué hacer para calmar a mi hijo. Lo que no sabía era que el amor no tenía nada que ver con él. Tampoco tenía que ver con que yo hiciera algo nuevo. Tenía que ver con ser diferente. Había entrado en la universidad de la espiritualidad y este nuevo aprendizaje iba a costar. Era el final de mis días de yuppie. Todo lo que había aprendido en el colegio y en el trabajo no me servía para nada. Empecé a investigar cómo podía llegar a esa sensación de tranquilidad y cariño, de mantenerlo más tiempo y de basar mi vida en eso. Lo que empezó como una forma de lidiar con mi hijo ha acabado convirtiéndose en algo característico de mí. El pasado Día de la Madre, brindé por mi hijo: ahora tiene 17 años y su amor constante me ha inspirado para buscar maneras de encontrar y mantener ese amor para siempre.
Este post es el primero de una serie de 10 escritos por Paula Throckmorton sobre (re)descubrirse a través de la maternidad. ¡Síguela con el hashtag #HoldingLove!
El artículo fue publicado originalmente en la edición estadounidense de 'The Huffington Post' y ha sido traducido del inglés por Irene de Andrés Armenteros.