Competencia, política y cambio tecnológico
Es la hora de relajar los prejuicios con los que tradicionalmente se ha atendido a la defensa de la competencia desde la izquierda y aprovechar el nuevo entorno para reflexionar sobre la regulación, el papel de los organismos independientes, de los medios de comunicación y de la sociedad civil para limitar la extracción de renta y las desigualdades que provocan estructuras de mercado y prácticas no competitivas de empresas en zona de confort.
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Si en alguna cuestión existe cierto consenso entre los economistas es precisamente en que la defensa de la competencia es fundamental para mejorar el bienestar de las sociedades. Y hay buenos motivos.
La mayor tensión competitiva induce a las empresas a seguir estrategias de reducción de precios, a las que los consumidores responden, con mayor o menor sensibilidad, incrementando la demanda. De manera simultánea, las empresas destinan mayores recursos para la producción - trabajadores, capital productivo- en aras de satisfacer esta nueva demanda, así como a la innovación, con el objetivo de abaratar costes y mejorar su gama de producto para mantener su posición en el mercado frente a los competidores.
La competencia real elimina la capacidad de las empresas de apoderarse de rentas -por decirlo al modo clásico, las rentas de monopolio- mediante la fijación de precios arbitrariamente superiores a los costes fundamentales de producción que elevan injustificadamente los márgenes empresariales. Estas dinámicas de redistribución son deseables desde una perspectiva de interés general, en cuanto benefician a los consumidores y resultan incómodas para las empresas, que deben de salir de la zona de confort que les brinda la ausencia de competencia.
Los mercados donde opera una competencia real, efectiva y sana -sin excesos, claro, y bajo el cumplimiento de las reglas del juego como, por ejemplo, los derechos laborales- ayudan a garantizar la igualdad de oportunidades, democratizando el acceso al consumo de bienes y servicios. Al menos, en mayor medida que en aquellos entornos donde pocas empresas se reparten "la tarta y el soufflé" del mercado -en palabras de José Antonio Herce - atesorando un poder de decisión mucho mayor sobre los precios o las condiciones del suministro de bienes o la prestación de servicios. Es en estos entornos donde la regulación y la vigilancia por parte de organismos independientes adquieren su carta de naturaleza.
Resulta trivial encontrar ejemplos de cómo una buena regulación y un buen funcionamiento del mercado en régimen de competencia puede mejorar el bienestar, redistribuir la renta y ayudar a que segmentos de menor disponibilidad al pago accedan al mercado, por la doble vía de los menores precios y las mayores oportunidades de empleo. Existe una vasta literatura académica que analiza el caso particular de la liberalización del sector aéreo, que es el ejemplo clásico de éxito por el crecimiento del fenómeno low cost (entre otros ejemplos aquí o aquí). Sin embargo, si en ese binomio regulación-funcionamiento del mercado, uno de los términos falla: el resultado puede ser muy dañino para la sociedad. Y también existen buenos ejemplos en ese sentido (ver aquí o aquí).
Con una visión ciertamente innovadora, Jean Tirole -premio Nobel de Economía en 2014 por su dilatada contribución al conocimiento de la Organización Industrial- explicaba que los partidos progresistas en Europa -refiriéndose en particular al caso francés- no habían puesto tradicionalmente el acento, o no habrían explorado con suficiente detenimiento, el instrumento de la defensa de la competencia como una de las palancas esenciales para redistribuir la renta, garantizar la igualdad de oportunidades y reducir, por ende, la desigualdad.
Aplicado al caso español, lo cierto es que, salvo en algunas cuestiones puntuales, en los programas electorales de los partidos políticos españoles más escorados a posiciones de centro izquierda e izquierda -una definición seguramente obsoleta- que a día de hoy ocuparían este espacio -PSOE, Izquierda Unida o Podemos-, la defensa de la competencia no constituye una de sus prioridades más visibles. Siquiera pueden encontrarse algunas menciones a lo largo de sus programas, pero desde luego carecen de exposiciones claras de motivos y por supuesto de planes detallados de acción en este sentido. Tampoco de los mítines o de los discursos de sus líderes más mediáticos se desprende una atención prioritaria.
Educación y Sanidad públicas y redistribución de la riqueza por la vía de la política fiscal son los ámbitos de los que nacen los principales eslóganes, y en los que mayores disputas entre partidos se visibilizan. Y, desde luego, con razón, pues no cabe duda de que estas tres palancas son fundamentales para garantizar la igualdad de oportunidades, el crecimiento equilibrado y sostenible y el bienestar de la sociedad. Pero cabe preguntarse por qué la defensa de la competencia no adquiere también un papel primordial en la estrategia política de los partidos de izquierda, e incluso puede llegar a ser vista hasta con una perspectiva negativa. En realidad, la mejor política de reforma del mercado es la de defensa de la competencia, porque aumenta el empleo, los salarios reales y los beneficios de los consumidores.
Existen diversos argumentos que podrían explicar esta cuestión. Uno de ellos, expuesto aquí por Javier Asensio -profesor de la Universidad Autónoma de Barcelona- es que la competencia puede eliminar privilegios de determinados colectivos de trabajadores en empresas que deben adaptarse a la competencia y salir de su zona de confort. La legítima defensa de estos intereses por parte de la izquierda, no obstante, olvida que existe un interés general que prevalece sobre el de un grupo particular.
Pero quizá existe otra que es la que podría explicar también dicha ausencia. Una reflexión basada en los incentivos de los políticos en procesos electorales (que en gran medida son los votos futuros). Rara vez la sociedad civil -con la honrosa excepción de algunas organizaciones de consumidores, como, por ejemplo, la OCU o FACUA- se organiza o se manifiesta para defender expresamente sus derechos ante abusos como, por ejemplo, los acuerdos entre empresas para fijar precios por encima de los costes y falsear la competencia o las condiciones abusivas que imponen empresas con poder de mercado en entornos monopolísticos u oligopolísticos. Como sí lo hacen, sin embargo, para defender la educación o la sanidad públicas.
En este sentido, en la medida en que no existe una demanda generalizada por parte de la sociedad en este ámbito, no existe interés político de incorporar estas demandas a sus programas puesto que electoralmente los partidos no descuentan un claro rédito político de las mismas o, dicho en otras palabras, no tienen una fuerte presión de su electorado para su defensa. Por otra parte, el papel de los medios de comunicación es fundamental a la hora de canalizar a la sociedad aquellas situaciones donde, en determinados mercados, se vulneran flagrantemente las leyes de competencia. Desafortunadamente, a día de hoy -con excepciones, claro- ese papel lo cumplen de manera claramente insuficiente.
Por último, es preciso señalar la oportunidad del momento. Es ahora el tiempo de la política, a las puertas de unas nuevas elecciones y de un más que probable escenario de necesarios consensos. La defensa de la competencia debería figurar como prioridad de la agenda de reformas de los nuevos acuerdos, garantizándose una dotación necesaria para el organismo competente encargado de velar por esta cuestión, y su independencia que, en ocasiones, deja de verse como absolutamente garantizada.
Asimismo, es la época de la digitalización -antes lo fue de las TIC-, con una creciente extensión de Internet y los diversos desarrollos asociados a ésta que han permeado de manera vertiginosa en los hábitos y relaciones que establecen los individuos, las empresas y otros agentes. Este cambio disruptivo ha desdibujado en muchos sectores las barreras de entrada que de manera natural justificaban altos grados de concentración empresarial y la intervención reguladora en determinados sectores. Transporte, servicios financieros y medios de comunicación son solo algunos ejemplos de los sectores que están siendo profundamente transformados por esta mayor tensión competitiva. Internet ha suscitado cambios profundos en la lógica y los fundamentos de muchas actividades productivas, fomentando la competencia y proporcionando beneficios a los usuarios. La regulación no puede dar la espalda a estos nuevos desarrollos tecnológicos, y el principio que debe presidirla no debe ser otro que el interés general. El caso del taxi y UBER es ciertamente ilustrativo de esta cuestión.
En definitiva, es la hora de relajar los prejuicios con los que tradicionalmente se ha atendido a la defensa de la competencia desde la izquierda y aprovechar el nuevo entorno para reflexionar sobre la regulación, el papel de los organismos independientes, de los medios de comunicación y de la sociedad civil para limitar la extracción de renta y las desigualdades que provocan estructuras de mercado y prácticas no competitivas de empresas en zona de confort.