La lengua proscrita en la escuela
Llegó la hora de sustituir la tradicional idea del lugar donde se guardan o nos esperan los libros por otra idea más ajustada a los mejores objetivos escolares y a los tiempos que nos atraviesan. No digo que no haya libros, digo que no ciñamos ese espacio a esa función ni a esa representación.
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Siempre me llamaron la atención las bibliotecas de las escuelas. Suelen ser (junto con la enfermería, los baños, la cocina, los depósitos y muchas veces las salas de profesores) los lugares menos jerarquizados de toda la institución. Y luego queremos que los alumnos lean, comprendan lo que leen, creen, anhelen leer, pasen horas leyendo y esas cosas.
No voy a gastar tiempo ahora preguntándome por qué sucede todo eso; me interesa más trabajar sobre qué podría ser una biblioteca en una escuela hoy día.
Llegó la hora de sustituir la tradicional idea del lugar donde se guardan o nos esperan los libros por otra idea más ajustada a los mejores objetivos escolares y a los tiempos que nos atraviesan. No digo que no haya libros -que podrá haberlos y seguramente tendrá que haberlos-, digo que no ciñamos ese espacio a esa función ni a esa representación.
Esta premisa cambia su definición espacial y sus equipamientos. Pero avancemos un poco más.
Siento que en las escuelas falta una instancia dinámica y simbólica esencial, constitutiva del perfil del alumno que deseo, y deseamos, y muy importante en la configuración curricular. Y a eso que le falta lo dinámico y lo simbólico, pues también le falta su espacio referente. Hay una gran dimensión del lenguaje que no cabe en lo que en las escuela llamamos "la lengua" o "lenguaje". No es verdad que en la escuela estudiemos el lenguaje; estudiamos -si al caso- apenas una única dimensión de él. La más trivial; la más ligada a la definición funcional y práctica de la lengua, y no a su dimensión más trascendente y constitutiva. Creemos y hacemos creer que las personas manejamos una lengua y nos olvidamos de que es la lengua la que nos maneja y nos constituye a nosotros. Toda la institución escolar está apoyada sobre esa matriz.
En las escuelas no tiene entidad ni consistencia la dimensión estética, ficcional, constructiva, propositiva y metafórica de la lengua. La poesía (para usar el ejemplo más convencional de lo que estoy tratando de decir) no se sabe ni dónde, ni cómo, ni cuándo aparece en las escuelas; apenas sabemos que su historia y sus referencias y taxonomías plomizas están indicadas en el currículo de los años superiores, casi incidentalmente; apenas sabemos que Rubén Darío tiene su hora junto a Quevedo, Góngora y aquellos otros canonizados.
Si fuera por la escuela, los niños y jóvenes no aprenderían que el lenguaje está más hecho para perderse que para encontrarse, que la metáfora le es más inherente que la descripción, y que la ambigüedad le es más propia que la decodificación. Que escribir no es simplemente redactar, quiero decir. Y como si fuera por la escuela todo esto se perdería, entonces sabemos que en una gran mayoría de los hombres y mujeres que han pasado y pasan por las escuelas del mundo, esto se ha perdido. ¡Menuda pérdida! Seguramente por eso también la literatura y sus derivados se han ido volviendo cada vez más cosa de elites, de guetos y de estereotipos encerrados. Queramos o no, para bien y para mal, la escuela es la gran formadora de la humanidad.
Dicho lo dicho, parece fácil conectar una ausencia con un desecho e intentar ocupar una con el otro. O sea, redefinir la biblioteca como el espacio y el símbolo de la presencia de la instancia proscrita de la lengua. La biblioteca ya no como el antro y el símbolo de los libros, sino del lenguaje. Un ambiente en el que leer y escribir sean actividades constitutivas de la subjetividad; o sea, obligatorias en el tiempo regular. Leer y escribir en paridad; no leer como el icono y escribir como la excepción (que es la matriz simbólica que gobierna hoy los ámbitos escolares y académicos en general). Leer para escribir y viceversa; cara y cruz de la misma moneda.
No me importa demasiado si les pondremos pufs, sillas o lo que sea; me importa lo que en ellas se realice y lo que de ellas emane para toda la comunidad escolar. El bibliotecario (si así queremos llamarle a la profesora responsable de ese ambiente) debe salirse de dos lugares comunes e igualmente inconvenientes: el de los eruditos o leídos y el de los administradores de libros y préstamos. La bibliotecaria debe ser la encarnación de las historias constructoras de mundos; del insondable juego alusivo de la lengua; de su constitutivo desfasaje maravilloso entre significante y significado. Una persona divertida, en suma; más cercana a los que conocemos como "contadores de historias"; una suerte de Patch Adams más trabajado y menos payasesco.
Pero además hay otro plano, consustancial al anterior y constitutivo de la lengua, que debemos reivindicar en las escuelas. Me refiero a la ficción como movimiento de valor y a la imaginación como dimensión constitutiva del espíritu y la inteligencia. La ficción no apenas como el lado juguetón de la lengua; su dimensión menos práctica. Por el contrario, la ficción como su natural expresión, epistemológicamente más rica incluso que la ramplona dimensión de código y de plataforma de entendimiento y transmisión.
Hablar es ficcionar; la subjetividad que somos está más hecha de esas ficciones consustanciales al lenguaje que de los contenidos estables que podamos cargar. E imaginar no es apenas una función cerebral lateral; es el núcleo central de la dimensión humana y una función esencial en los perfiles profesionales y sociales de cualquier persona que desee habitar el mundo en su verdadera profundidad. La felicidad, sin ir más lejos, es una de nuestras grandes ficciones constitutivas.
Creo -entonces- que las escuelas tienen en sus progresivos descuido y olvido una gran oportunidad. Se trata de levantar otra vez (alguna vez estuvo alto, lo sé) un icono deteriorado y ponerlo en el centro del modelo simbólico. Usar los retazos dispersos y degradados de la literatura que todavía permanecen en el mundo escolar (la biblioteca, los libros que compran o reciben y leen o hacen que leen los alumnos, las horas de literatura, los actos escolares y sus ceremoniales de lectura y ficción estereotipada, algunas horas libres, algún que otro desprestigiado y triste concurso de lectura en voz alta, etc.) para, juntándolos, construir un nuevo polo. Y comenzar a cargarlo de energía; energía institucional, mediante su valoración simbólica, pero también energía curricular, forzando integraciones, "okupaciones", imbricaciones y hasta confusiones.
En paralelo, aceptar y dejar que "lenguaje" continúe haciendo sus coreografías de siempre, desde la lectoescritura hasta las encumbradas redacciones y la comprensión lectora, en el ámbito de la disciplina "lengua" (que sintomáticamente, en México se llama "español"). Que la tensión y la integración de las dos caras del lenguaje comiencen a sentirse poco a poco en la comunidad, mucho menos como un desajuste y mucho más como una atmósfera construida y constitutiva de la verdadera y compleja dimensión de la lengua. O sea, una gran maniobra pedagógica institucional.
Y habrás notado que toda aquella discusión -que se avistaba como importantísima- de si los libros son en papel o digitales, si debe o no debe haber terminales en las bibliotecas, y silencios o bullicios, wi-fi o no, etc., no me interesa; quiero decir, en el fondo, me da lo mismo. Lo que me interesa es lo que expresé.
Y podemos seguir ahora hacia lo instrumental de todo esto. Lo haré en mi próxima entrega.