Escuela en cursiva
La escuela mata. El problema son ellos, mis hijos, los niños. La escuela me los está deformando; nos los está reduciendo. La escuela les está impidiendo vivir. ¿Cómo es la maniobra escolar? Es siempre la misma: lo complejo reducido a lo simple. Quiero decir, lo vivo a lo muerto; lo abierto a cerrado.
Mi hijo menor, Mateo, va a una buena escuela. Esta mañana estábamos conversando él y yo (estaba con nosotros Eva, su hermana un año mayor) frente a la chimenea encendida (en Sao Paulo estos días hace un frío propio de Oslo) cuando me preguntó, apuntando a una foto de Borges que tengo colgada al lado de la chimenea: ¿quién es él? Mateo tiene 5 años.
Me alegró la pregunta. Era la primera vez que reparaba en esa foto de un extraño en casa. Hay más extraños de ésos por la casa, pero al menos reparó en Borges. Es Borges, Mate, respondí. Un enorme escritor que yo admiro mucho. Ah, me respondió con total naturalidad. ¿Y escribe en cursiva?
La pregunta trazó una recta en el aire. De repente el mundo cimbró y me sentí atolondrado. Miré a Eva a ver si compartía mis sensaciones y no, para nada; asistía a la pregunta de su hermano con aquella pasmosidad de quien asiste a lo cotidiano y natural. El asombro era mío, no de ella. Tampoco se reía, que hubiera podido ser y algo me hubiera calmado.
Es justo ahí donde digo que la escuela mata. Y mata tanto la buena como la mala escuela, la rica como la pobre. El concepto escolar es lo que mata. Mata el arquetipo. A sangre fría, como si no se diera cuenta (como los psicópatas más puros), la escuela escolariza todo y lo estrangula hasta asfixiarlo. Deja sin vida aún lo más vital. Es el perfecto asesino. Mata quirúrgicamente. Deseca. Mateo (que hasta tiene en las paredes de su casa fotos de Borges, imagínense en qué lugar de la media de estímulos y símbolos literarios él está) subsume la literatura en la caligrafía, como si nada. Mientras su hermana sigue jugando con el fuego, como si tampoco... Como si así fuera.
Mi estupor no es el problema. El problema son ellos, mis hijos, los niños. Yo podría torturarme con los efectos más eruditos de la cosa, pero el problema que levanto en esta nota no es el mío, es el de ellos. La escuela me los está deformando; nos los está reduciendo. La escuela les está impidiendo vivir. Reducir la escritura a la caligrafía no es un problema de sofisticación intelectual, sino de espesor vital. No me interesa la literatura para Mateo por aquello de su refinamiento, sino por esto de su vigor básico, expresivo, productivo, propositivo y estético. Yo quiero que cuando mi hijo escriba, escriba; que cuando esté escribiendo sienta y sepa que está escribiendo. Es decir, contando algo; componiendo. Constituyéndose en lo que escribe. Narrando y narrándose.
Pero su escuela, la escuela, me lo aleja cada hora más. Me lo insulta porque lo denigra denigrando la escritura. Lo está agrediendo. Lo tortura. Me lo mata con la otra muerte, la lenta y la irreversible.
Mateo tiene salvación, lo sé. Soy yo. Pero la salvación que yo quiero para todos los Mateos del mundo (que comparten el día entero con sus hermanas Evas y sus perros Dudús) es la de una escuela que no haga esto, sino lo contrario. Una escuela que no escolarice más nada. Que deje abiertos los problemas y elevadas las ilusiones. Una escuela que no se permita hablar de escritura antes de hablar de literatura, ni de literatura antes de hablar de ficción, y antes aún de narración e imaginación, y así. Que invierta los órdenes para dejar respirar. Que abra las ventanas. Que obligue a respirar, si lo desea. Pero que no nos los atormente. Que no nos los raskólnikovice.
¿Cómo es la maniobra escolar? Es siempre la misma: lo complejo reducido a lo simple. Quiero decir, lo vivo a lo muerto; lo abierto a cerrado. La escuelas siempre operan así. Una opinión se reduce a una definición; la verdad a una taxonomía; una historia a una moraleja; el espacio a una regla y una escuadra, o a una función; una decisión a una norma; la historia a las fechas; la geografía a las banderas; la ciencia a los sistemas de reproducción; una asamblea a la jerarquía; el arte a las horas libres; la lengua a la gramática, cuando no a la ortografía; el estudio a la memorización; la evaluación a la constatación; las preguntas a las afirmaciones encubiertas; la interacción a la pantomima; la participación a la concesión; la producción a la herejía... la escritura a la caligrafía.
La escuela hubiera objetado a Rulfo porque eso de Pedro Páramo no quiere decir mucha cosa y confunde el sentido. O que las Crónicas Marcianas en realidad deberían traducirse por Crónicas de los Marcianos. Y yo, que quiero que mi Mateo conviva con los blancos nocturnos con la naturalidad con que da de comer a su perro. Creo que voy a pedir una reunión...
Mateo, amor mío, escúchame -dije por fin. Este hombre al que estamos mirando ahora juntos dedicó su vida a encontrar un adjetivo, hizo del lenguaje una ciencia exacta y de la ciencia exacta un esoterismo, mi amor. Borges quedó ciego de hiperver y balbuceaba para administrar su lucidez letal. Dictaba con la precisión del físico nuclear y corregía con el rigor del cirujano plástico. Su vida es su obra y su obra vale mil vidas, Mateíto. Su Aleph me desvela. Estamos ante la literatura misma, ¿entiendes?
... Claro, cuando quise darme cuenta Mateo ya no estaba conmigo, escuchándome; Eva tampoco. Se habían ido corriendo escaleras arriba porque los había llamado su madre para que se apuraran, que a ver si llegan tarde a la escuela.